viernes, 6 de enero de 2017


Atravesó el umbral de la juguetería y saludó al dependiente que, ensimismado en la caja registradora y en su teléfono móvil, no le devolvió el saludo. A juego con la frialdad del empleado, el establecimiento con su techo alto de paneles blancos de fibra de vidrio y con las paredes forradas de ingentes placas de acero resultaba frío a la vista y, también, al tacto. Ninguna ventana, ninguna fuente de luz natural. Imponentes focos de luz blanca fría iluminaban los cien metros cuadrados de la tienda con sus filas generosas de estantes. Rebosaban en ellos juegos de mesa, sets de cocina, packs de dinosaurios y de robots, muñecas famélicas aguantando la mirada con firmeza y sonriendo de modo eficaz y terrorífico, al mismo tiempo, al mostrar sus dientes estrechos y apiñados. Los embalajes aportaban la nota discordante y colorida en un establecimiento desangelado donde, además, el hilo musical martilleaba los tímpanos con sus melodías pretendidamente infantiles y cálidas. Miguel Ángel, vestido con el uniforme de la cervecería y el olor a huevo podrido en las narices por culpa de los compuestos de azufre y de la fermentación de la cerveza, buscaba un coche de policía, el juguete que por haber aprobado todas las asignaturas le había prometido a su hijo de ocho años. Y, cuando lo encontró, hubiera querido no encontrarlo. 45 pavos. Echó las manos al bolsillo y escarbó. Las llaves del coche, el móvil, la cajetilla recién comprada y un billete de cincuenta. Demasiado caro. Alegando problemas financieros, la compañía cervecera pagaba poco y tarde. «Todo aprobado, enhorabuena, estas Navidades tu padre te traerá un coche de policía bien merecido», se le venían a la mente sus palabras, que en este instante se clavaban en sus vísperas como se clavan en los pies sangrientos de un faquir bisoño los cristales cortados. El dilema: o afrontar el precio prohibitivo del juguete o vivir de la caridad hasta la próxima paga. Optó por el juguete, un hombre tiene que cumplir su palabra, se dijo. Mas, a un metro de la caja reculó. Devolvió el coche a su estante y escribió algo en el móvil. De repente, la oscuridad.

Despertó en una habitación cuadrada de unos diez metros de superficie con un mono verde. Sin saber dónde ni cómo había llegado hasta allí ni cuánto tiempo había estado durmiendo. Las paredes altas y verdes, un pequeño camastro verde y una silla de plástico del mismo color. Verde. Nada más que eso, nada más que este color uniforme e invasivo. Miguel Ángel levantó la cabeza y encontró, a modo de techo, una parrilla de raíles con multitud de focos apagados y uno, el más grande, iluminando su celda de un blanco frío que lo desconcertaba. Advirtió unos pasos aproximándose. Cada vez más cerca. Se abrió una puerta y entró una mujer de mediana edad, corpulenta, con unos botines negros y un impoluto traje de chaqueta gris en armonía con su impoluto semblante severo. Dejó en el suelo una bandeja con mújol asado con patatas, un vaso de vino blanco y una tarrina de cuajada. Al lado, un disfraz de policía y un papel. «Señor López, le traigo su comida. Coma rápido y apréndase el guión; enseguida comenzará el rodaje», le espetó. «Espere, no se vaya. Dígame antes qué hago aquí, quién es usted y qué cojones es todo esto», inquirió. «Aquí no está para preguntar, sino para responder. Más vale que no olvide ese consejo», dijo ella y se largó.

Cuando hubo saciado el apetito, una voz grave distorsionada acometió contra el silencio: «Miguel Ángel, comienza el rodaje del anuncio. Vístase y frente a la cámara que bajará en unos segundos del techo recite el texto de acuerdo con sus acotaciones. Module bien la voz». Dejó el tenedor y el cuchillo sobre la bandeja espeluznado y se caracterizó de policía. Percibió un punto rojo de láser. «Inicio del acondicionamiento neotroll. Colóquese frente a la cámara, justo sobre el punto rojo. Recite», regresó la voz. Si bien cumplió las primeras instrucciones, finalmente se opuso: «Me niego a faltar a mis principios, un buen padre no lo es por regalarle de todo a sus hijos y no pienso decir lo contrario, psicópatas. Liberadme, hijos de puta».

De inmediato, ascendieron la cámara, el camastro y la silla, y desapareció el láser. «Usted es libre, puede elegir la opción que más le convenga, igual que nosotros haremos. Y como la libertad entraña consecuencias, aténgase ahora a ellas. Sin más dilación, le toca decidir entre morir o la vida. Para esta última opción, solo tiene que recitar el texto», replicó la voz y el tamaño de la celda comenzó a reducirse paulatinamente. De diez metros cuadrados pasó a 9, luego a 8, luego a 7… 4 metros cuadrados, después 3, 2… Tomó el cuchillo de la mesa y comenzó a resquebrajar las paredes menguantes. «Os voy a rajar. Antes de morir yo, os mato a vosotros», exclamó. Continuaban cerrándose en torno a él los muros. Un metro y medio. Ya ni siquiera podía extender los brazos. La intensidad de la luz se perdía. Ante la cercanía progresiva e imparable de la silla, la apiló y se subió en ella. Profirió casi a oscuras incontables tajos sobre la pared asfixiante. Un solo metro cuadrado. La presión estaba a punto de destrozar el asiento. Tras las hendiduras en la tela verde, descubrió una capa de cristal duro y tras ella, más tela verde. La presión destrozó la silla. «No podréis conmigo, ¿me oís?». 40 centímetros; segundos más tarde, solo 20… Le comprimía el pecho la pared, de modo que respiraba con gran dificultad. Para facilitar la entrada, aunque mínima, de oxígeno, empezó a inspirar con la cabeza hacia arriba. 17 centímetros. El sudor lo empapaba. No veía nada. Henchir los pulmones de aire era una tarea cada vez más difícil; imposible, unos segundos después. Jadeaba. 15 centímetros cuadrados.

«Atrapa a malhechores –recitó sofocado, resignado e incapaz de transmitir la alegría requerida del texto, irradiando humillación–, persiga a delincuentes y asesinos…, proteja la ciudad… y conduzca a villanos hasta la comisaría. Y todo con este espléndido e imprescindible… –resollaba ante la cámara– coche de policía, el juguete que todo… hijo espera… de un… buen padre. No lo dude, cómprele Polizeiwagen y márquese un tanto. Todo por la… felicidad… de su hijo».

Al día siguiente dormido y con magulladuras y escupitajos en las extremidades lo encontró la mujer de semblante serio, cuyo nombre –Pilar– no tardaría en conocer. Venía acompañada de dos hombres robustos y armados.
—¿Por qué me haces esto, psicópata? ¿Para quién trabajas? –se abalanzó contra ella llorando; la hubiera estrangulado de no ser porque lo frenaron aquellos hombres.
—No le surte efecto la publicidad, no responde de modo efectivo a los impactos de verdad tratada. Es usted, por tanto, un peligro para la sociedad: aparte, ha cuestionado la soberanía de los niños, la servidumbre respecto de los hijos a la que sus padres están sujetos. Ha violado la democrática lógica de la masa y, para más inri, se jacta de ello en las redes sociales incitando a la rebelión de las clases bajas.
—Esto es una broma, ¿no? Que suene la melodía, me obsequien con un ramo de flores y me pongan la pegatina de inocente.
—Sabe bien usted que no.
—Entonces, no pienso ceder al chantaje, no voy a ser un alienado más.
—¿Acaso no lo es ya? Ayer noche acabó usted grabando el anuncio contra sus principios y lo hizo por miedo a la muerte, como cualquier otra oveja del rebaño. Y mírese, lleno de escupitajos y sangre; ayer se autolesionó, sintiendo asco de sí mismo.
—Cállese, perra.
—Tranquilo, aquí le acondicionaremos para la sociedad, para la realidad.

Lo sacaron de la celda verde y atravesó un pasillo forrado, igualmente, de tela verde de croma y con numerosas puertas. En el pasillo una mujer y una niña se quitaban unos gorros de cocina y un delantal y las desmaquillaban llorando. Había letreros, pero la rapidez con que lo arrastraron no le permitió su lectura. Al fondo, percibió una puerta de tiras. Entró en una sala, provisto de un mobiliario de estilo industrial, donde predominaban las láminas de acero, la madera reutilizada de palés y unos focos de luz blanca cálida. Parecía un comedor como el de cualquier hogar, salvo por la ausencia de ventanas. Sentados en sofás en torno a una mesa baja con unas pastillas verdes en la mesa, una docena de individuos vestidos de calle, de ademanes burgueses, departía de modo profuso; bebían café e infusiones acompañados de dulces y de sonrisas cómplices y excesivas. Lo saludaron con una cortesía no sentida, artificial, cuasisintética. Sus caras no le eran del todo extrañas. Reconoció a la maestra de su hijo Miguel, a una deportista célebre, al jefe de su esposa y alguna cara cuya identidad no pudo descifrar. Se encendió el proyector y mostró una escena: su visita a la juguetería y, luego, el mensaje que publicó en redes sociales allí. Acto seguido, la cortesía inicial se tornó en odio, en desprecio. «Pues a mi hija no le falta de nada, como buena madre que soy», «No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza privando a tu hijo de un regalo, neotroll», «Tú no eres un servidor de tu hijo. Eres indigno de llamarte padre», «¡Hay que ver! Es un gentuza, no tiene corazón. Me imagino a tu desgraciado hijo esperando feliz para recibir su regalo y abrazarte con fuerza y al final ¿para qué? ¿para descubrir la insensibilidad y el egoísmo del padre?», «Y no nos salgas con que no tienes dinero. Quien quiere tener tiene. ¿A qué fumas? Para eso sí hay pasta, ¿eh? Púdrete en el infierno, proletario díscolo», le profirieron mientras el cañón proyectaba imágenes de hijos con sonrisas de oreja a oreja y con regalos en las manos abrazando felices a sus padres.

La maestra de Miguel –muy joven, recién graduada– se dirigió a un tocadiscos, situado junto al mueble del televisor. La siguió.
—¿Qué estás haciendo aquí entre tanto psicópata?
—Nadie puede detener un río desbordado. No hay escapatoria. La corriente siempre te acaba arrastrando. Al final, o pasas por el aro o asumes la exclusión (si no, la muerte).
—¡Eso es alienación!
—En absoluto. Como bien señala la directora, Pilar, no es alienación, sino una cuestión de empatía, por cuanto no actuamos en función de cómo actúen los otros, sino que, poniéndonos en su lugar, comprendiéndolos, acabamos considerando válidos los actos ajenos y reproduciéndolos.
—Os sorbe el seso la loca en este centro de adoctrinamiento.
—Estás muy equivocado. Uno de los principios de esta sociedad es la libertad. Eres libre, puedes decidir. Si no me equivoco, tienes un cuchillo en el bolsillo, el de la cena –todos lo tenemos–. Ergo, ¿por qué sigues viviendo si no te gusta tu vida?
—Pero no somos libres, abre los ojos. Nos debatimos entre la muerte y la muerte humillante, vivir hasta que nos maten o hasta que la autodestrucción escueza tanto y pese que nos veamos abocados al suicidio.
—¡Déjate de dramas! Tómate una pastilla verde, te ayudará a retener la lógica de la organización y olvidar el medio de aprendizaje. Fluye, siéntete libre.
—Yo no quiero sentirme libre, quiero serlo. Ayúdame a salir de aquí –comenzó a enfurecerse.
—Tras la puerta de tiras hay unos monos grises, como los de los guardianes que acompañan a la presidenta, ponte uno y avanza hasta la puerta principal. Encontrarás a un vigilante, caracterizado de guardián pídele que te abra la puerta, no te pondrá pegas. Por cierto, antes de que te enteres por otros, me gustaría advertirte de que a Miguel ayer se lo llevaron de clase para grabar un anuncio –dijo apenada y cabizbaja–. Pero, tranquilo, lo trajeron luego antes de que lo recogiera su abuelo.
—¿Y lo permitiste, hija de puta? ¿No llamaste a la policía? –la agarró furioso del cuello–.

Corrieron los presentes a auxiliarla, pero ya era tarde: Miguel Ángel tomó el cuchillo del pantalón y la apuñaló por la zona del páncreas. De improviso, visión borrosa. Vuelta al negro.

Despertó en una sala de paredes y techo verdes amplísima, como diez veces su celda, encadenado a una mesa de trabajo modular y no era el único. A ojo, habría unos ochenta trabajadores cubiertos con un mono verde. Sobre cada banco había miles de piezas de juguetes que ensamblar, etiquetar, pintar o reparar. Trabajaban sin descanso, mirando alarmados el reloj ciclópeo de la pared y, aún más, una especie de tonel con una superficie blanca; a juzgar por su textura, bien podría pasar por ser el hermano pequeño del aparato de las resonancias magnéticas. Olor fecal. Organizados en filas y de cara a ese tonel, que entre ellos llamaban el barril del barrido o, simplemente, la escoba, bregaban atemorizados en sus monos empapados de orina, por cuyos bajos se desbordaban las heces incontenibles. Un guardián le proporcionó a Miguel Ángel unas piezas de juguete en las que predominaba el azul marino; también, herramientas y unas instrucciones: tenía que fabricar coches de policía de juguete, el mayor número. «¿No querías regalarle a tu hijo un coche de policía? Es tu oportunidad para ganártelo. Por cada hora de trabajo recibirás diez céntimos, a menos que seas el jornalero que menos rinda y acabes sometido a un tratamiento de acondicionamiento definitivo», le informó antes de marcharse.

Un televisor, mientras tanto, emitía publicidad. Anuncios de juguetes. Un padre recomendando a los televidentes sofocado y con la voz entrecortada regalar a los hijos un coche de policía. Una madre y una hija vestidas con delantales y gorros de cocinero publicitando una cocina de juguete. Luego, un reality show donde los niños, a modo de coaches, animaban a los adultos a presentar candidatos a un casting de futuros padres. El premio, los propios niños. Acompañando con una música sensiblera el anuncio mostraba vídeos con cambios de plano casi ilimitados y excesiva postproducción en los que los padres biológicos de estos niños despotricaban contra ellos y, al parecer, anunciaban su abandono.

—¡Eh, nuevo! Ese tratamiento es el barril del barrido –le indicó el jornalero más cercano–.
—¿Pero qué es ese barril?
—Te dan una pastilla y te meten ahí, a ese aparato con agua ardiendo que va subiendo de nivel hasta ahogar al loco ingobernable o al neotroll, como lo suelen llamar. Algunos vienen de la calle y los matan directamente sin humillarlos antes en rodajes de anuncios.
—¿Y qué hacemos aquí quietos? Escapemos, luchemos por nuestra libertad. Tenemos cuchillos y otros objetos punzantes, ¿a qué esperamos? Desatémonos.
—¿Y crees que la violencia nos hará más libres? Mientras luchas por la libertad, te cavas tu propia tumba. Si eres obediente, al final te forzarán a tragar una pastilla y te permitirán salir a la calle. No me hagas perder más tiempo, esa estrategia es ya muy vieja. Solo quedan quince minutos para la siguiente muerte.

Forcejeó Miguel Ángel la cerradura de su cadena con un destornillador menudo de estrella. Sin éxito. El tiempo apremiaba: por si acaso, comenzó a ensamblar en la estructura negra del coche de policía los neumáticos, el capó, el guardabarros. A pegar, asimismo, las etiquetas que representaban los cristales y la calandra. «Esto es casi como un talent show de cocina macabro, con la única diferencia de que aquí ya sales por la puerta muerto y no inmediatamente después», pensó. Por el televisor se le figuró ver a su hijo Miguel y, a continuación, a él mismo. «No, no puede ser, habrá sido una mala pasada del miedo, la sugestión, joder», se dijo a sí mismo y continuó intentando liberarse en vano de la cadena. Prosiguió con el decimotercer coche de policía.

Un cuarto de hora más tarde, se interrumpió la propaganda y entró Pilar. Se paseó por entre los pasillos infectos, procurando evitar el vómito debido a la fetidez del ambiente y seleccionó al neotroll ganador, el más vago. «Obrero díscolo número 33 introdúzcase en el equipo de acondicionamiento definitivo. Junto a él tiene la pastilla amiga. Puede tomarla o no para acelerar el proceso. Goza de libertad, ¡para que luego digan! Y que el resto –se dirigió la mujer a los presentes– saque sus conclusiones y trabaje con más brío. La libertad está en sus manos». Miguel Ángel había conseguido abrir la cerradura. Por el momento, fingió seguir encadenado, cosa que no le resultó complicada. El 33 se enfiló a paso lento y cabizbajo al aparato cuando, de pronto, el número 57 intentó apuñalar a la presidenta de la organización al grito de «Perra, por encima de mi cadáver matarás a mi hijo». «No, no lo mataré, puesto que, a diferencia de ustedes, no soy una criminal. Aquí, como de sobra saben, la muerte es voluntaria y se ejecuta desde la libertad (quien trabaja vive, es fácil de entender, ¿no?). Dice, Número 57, que por encima de su cadáver acondicionaremos a su hijo, pues comprobemos si se sacrificaría por él. Le ofrezco que ocupe el lugar de su primogénito», lo retó.

Una hora más tarde, Miguel desató a todos gracias a su destreza y a la determinación firme de cumplir la promesa realizada a Miguel. El júbilo se prolongó poco tiempo en el taller: Pilar envió al número 57 al aparato letal. Sin terminar siquiera un par de juguetes, había dejado que el remordimiento lo matara. “Y el padre del neotroll 33 continúa los pasos de su hijo. Venga, valiente, a la escoba. Tengo entendido que así es cómo la llamáis», anunció Pilar con un tono chulesco. “Te voy a matar, hija de perra», Miguel Ángel se decía entre dientes desde su banco de trabajo, fingiendo, como el resto, que las cadenas aún lo retenían. Aguardó el momento idóneo. En paralelo a su discurrir, en taller prosiguió el proceso de acondicionamiento.
—¿Dónde ha quedado la democracia por la que lucharon nuestros bisabuelos? –musitó el reo de muerte.
—Veo que no ha aprendido nada, Matías. Usted está aquí por su naturaleza díscola y nuestra intención fue reconducirlo, acondicionarlo a la realidad. No lo quiso; usted libremente actuó y ahora con la misma libertad afrontará el paso definitivo de acondicionamiento.
—Llámalo por su nombre, al menos: PENA CAPITAL. ¡Con qué facilidad se lleva a cabo, pero con qué dificultad se nombra, si es que se nombra!

Aclaró Pilar cínica que el barril del barrido era una mecanismo de las sociedades avanzadas.  «Lo frecuente, los hábitos de la mayoría del pueblo, se convierte en norma. ¿Acaso existe algo más democrático?». Antes los medios de comunicación ridiculizaban al disidente y promovían el boicot con vistas a aplacarlo, a acondicionarlo. Los ciudadanos con toda su generosidad contribuían. Desde luego, el método era más efectivo y rápido que escucharlo y comprenderlo, pero no lo suficiente con respecto a la premura que exige la vida actual.

—Bueno, dejémonos el palique. La escoba es una metáfora del avance de la sociedad democrática, y punto.
—Una metáfora no: este puñetero infierno es real.

De improviso, se santiguó Miguel Ángel y arremetió contra Pilar por la espalda colocando el cuchillo en su garganta. «¡Reza porque estás muerta, loca!», la amenazó el proletario con los ojos a punto de salir de sus órbitas. «Haga lo que considere –lo desafió Pilar a sangre fría–. Si bien soy la presidenta de la organización, no me importa. ¿Por qué se cree que os permito la posesión de un cuchillo? Podrá eliminarme a mí, pero no al sistema. Salga a la calle y es hombre muerto, se lo aseguro. Gracias a mis hombres o gracias a la labor de sus vecinos, sus amigos o, incluso, su esposa, será un jodido fiambre”. El hombre cerró los ojos y le rebanó el cuello. Animó al resto de presos a escapar. Solo dos lo acompañaron. Huyó. Descubrió, entonces, que la organización operaba en el colegio del municipio. Recorrió el pueblo. Maloliente y húmedo con el mono verde, encaró las miradas de odio del vecindario, las amenazas de las clases privilegiadas y el silencio de los disidentes, que atronaba, si cabe más, que el mayor de los insultos. Llegó a casa.

«Mi marido necesita ayuda psicológica urgente, viene hecho un pordiosero y habla de paredes que se cierran sobre él, de asesinatos en el colegio de mi hijo, etc. Estoy muy asustada, agente», escuchó a su esposa en tanto en la ducha Miguel Ángel procuraba limpiar su cuerpo de heces, de orina y de humillación.

Al salir abrazó a su hijo Miguel, que se entretenía en el salón con un tractor de juguete del tamaño de un puño, un tractor cochambroso, descarrillado y vetusto. Lo besó en la mejilla. Sonó un silbato lejano desde la calle. A su hijo, entonces, lo abrazó aún más con fuerza, como si la intensidad de esta muestra de afecto le permitiera fundirse con él. Lloraba, al mismo. Cada vez más cercano sonaba el silbato de un vehículo policial cada vez más próximo. Se asomó conmovido a la ventana. Vio detenerse el coche junto a la acera, frente a su vivienda. «Miguel, asómate a la ventana. Tu padre te ha traído un coche de policía y, encima, es real. No olvides que tu padre siempre cumplió con su palabra. No me olvides nunca, hijo, te quiero», dijo con templanza o fingiendo poseerla. Lo arrestaron por neotroll, criminal herético, de acuerdo con las palabras de los dos policías. Lo empujaron al coche, al asiento trasero. «Miguel, te quiero, no me olvides». «Y yo a ti, papá. ¿Dónde te llevan? ¿Puedo ir contigo? Vuelve pronto, papá. Te quiero». Miguel Ángel prefirió no prometer.

martes, 3 de enero de 2017


EL DÍA SIGUIENTE
Día 1
Cada tres días adornaba Paco el árbol de Navidad. Al alba salía al porche arrastrando una caja de cartón descomunal. Con el frío del amanecer costero, el anciano de setenta y ocho años aun aterido recogía los adornos con que había engalanado tres días antes el abeto y, acto seguido, lo vestía de nuevo. En esta ocasión, empleó lazos corinto, cintas doradas, ángeles brillantes que había adquirido online y sobres dorados en cuyo interior había tarjetas con deseos para el nuevo año. Cualquiera que lo viera con sus ojos brillando de la emoción y el entusiasmo, disponiendo y retirando los adornos hasta encontrar el lugar idóneo, diría que ya era muy mayor para tales niñerías, que no tenía edad para ilusionarse y que la soledad le estaba sorbiendo el seso.

Quedó viudo a los cincuenta y, cansado de las intrigas y la endogamia universitarias, abandonó la cátedra y compró en la costa un bungaló muy a la americana. La playa, a cinco minutos andando; el jardín con sus rosales en los arriates y una fuente decorativa; en el porche delante de la ventana del salón un banco de madera. Se regocijaba en estos espacios en los ratos de solaz, cuando no había clases que impartir en la escuela privada en que había encontrado trabajo un mes después de la mudanza.

Colocó una estrella de madera en la copa y satisfecho con el resultado entró a casa. En el salón, cuyas paredes estaban prácticamente forradas con estanterías con música, cine, literatura y algunos manuales de arte y cocina, colocó un vinilo de King Oliver y, envuelto en la fragancia vibrante del jazz, se sentó en el sillón frente a la ventana del porche. Tomó una novela voluminosa de la mesa auxiliar y comenzó la lectura. Media horas después, la interrumpió el timbre:
—Paco, vente a la cafetería y jugamos al dominó con Mariano, Pepe y Angelitas –le propuso un anciano cuya fuerza en la voz contrastaba con su andar débil y torpe.
—Gracias, pero no. Estoy leyendo… Otro día.
—Mira que pasar las Navidades solo, Paco… Pues nada, otro día.

Tomó de nuevo el libro.

Dos adolescentes sobre el banco abrazados se amartelaban y guarnecían las caricias y besos con un puñado de frases diversas de amor eterno. No cambies nunca, sin ti no soy nada, eres lo mejor que me ha pasado, contigo al fin del mundo, a tu lado me siento completo, contigo soy otra… Frases así, tan trilladas como no eres tú, soy yo… o no te merezco. Él la quiso invitar a unos profiteroles rellenos de trufa con cobertura de chocolate. «Alerta machista. Pagamos a medias, ¿te parece?». El joven le reclamó el dinero de los pasteles y se fundieron en un beso tan pasional que de haber sido sus lenguas más largas sus corazones y estas, como lazos que atan, habrían quedado enredados para el resto de sus vidas.

Paco abandonó el libro, extasiado por el idealismo de la escena, y se preguntó: «¿Y al día siguiente qué?».

Día 2                                                                                                                                    
Al tercer día de la primera escena y de la última decoración del árbol, volvía a madrugar para cambiar los adornos. Esta vez apostó por bolas celestes, regalos de papel azul brillante del tamaño de una taza café, figuritas de Santa Claus, unas cintas que representaban a sus renos tirando del trineo y, en la copa, un gorro de Papa Noel. Azulgrana, como su afición. Seguro que a todo el vecindario le fascinaría la nueva decoración, pensó. Adoraba descansar en el comedor y encontrar a vecinos y turistas frente a su bungaló o, incluso, en el jardín elogiando el abeto. Qué belleza de árbol, qué original, cuánto detallismo, etc. Y gozaba con su gozo y con el ajeno.

A lo largo del día, limpiaba la casa, cocinaba y hacía la compra; cuando, no, disfrutaba de la soledad voluntaria y se entregaba a la cultura. Serían las cuatro de la tarde cuando un vinilo de Memphis Minnie ambientaba el salón con un brillo azul y frío. Abrió la novela por la página sesenta y tres. Leyó con gusto hasta que comenzaba a atardecer y ante la ausencia de los amantes aumentó su inquietud. Colocó en el tocadiscos un álbum de Springsteen y en la tercera pista, Kitty’s Back, comenzó otra escena de amor: Darío y Noelia sentados en el banco de nuevo se prometían la vida y firmaban el pacto con un beso pasional y un abrazo tan ardiente que a Darío le embobaba el tacto cálido y suave de sus senos en su busto. Jamás había sentido esto, me encantas. Policía, llévesela, que esta loca me ha robado el corazón. Finalmente, él le entregó un regalo. «Toma un detalle. No es gran cosa, aunque es una edición superexclusiva. Como la querías y no podías comprarla, y yo no podía verte sin ella, pues…», le explicaba mientras Noelia descubría que el envoltorio ocultaba una película. «Si ya me regalaste algo en Navidad y cuando mi cumple, hace nada. No tenías por qué haberte molestado, tonto. Podrías habértelo guardado, porque con el curro de Navidad apenas tendrás ni para sopa… Te quiero, tete».

Impregnado en el patetismo de la acción, viendo a los enamorados experimentaba también el enamoramiento. Le rejuvenecía el amor. Y se preguntaba Paco: «¿y al día siguiente qué?». Fruto de la irreflexión y la efervescencia, tomó una cartulina y escribió: «Aladino Ultimate, para novias afortunadas de genios de la lámpara. Teléfono: ¿no sé? Pregúntale a tu novio». Aprovechando que la cortina lo camuflaba, se acercó a la ventana y escondió en la cazadora de la muchacha la tarjeta.

Día 3
Esta vez, en cambiar la muda del árbol, no tardó tres días, sino dos. «Quisiera congratular a usted on your creativity. Sus Christmas trees son una maravilla, wonderful. It’s a shame that you only change them every three days», le dijo una vecina británica cuando lo invitó a su casa a cenar, invitación que desestimó, alegando que disfrutaba de su soledad. Sin embargo, le excitó la idea del árbol, convertida en un reto y en una estrategia para asegurar la visita vespertina de los enamorados. Amaneció la playa con el cielo encapotado y con la gelidez en el cuerpo, en el banco del porche, Paco aguardaba al repartidor con la bufanda al cuello, tapado con una manta de cuadros y con los dedos arrecidos. Temía que este se demorara y no llegasen los adornos inspirados en la literatura con que quería engalanar el abeto ese día. La tardanza del transportista le permitió algún microsueño desalentador: visualizó la calle inundada por la lluvia y contempló cómo el agua cruzando el umbral del bungaló arruinaba los libros de los estantes más bajos. Su colección de los dramas shakesperianos, Ana Karenina, La montaña mágica, los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Lo liberó de la pesadilla el teléfono. «¿Otra vez los mismos? ¡Basta ya! ¡Basta ya! Estoy muy bien solo. Gracias, pero no necesito voluntarios que me cuiden», le espetó al que estaba al teléfono. Desde el salón vio cruzar la calle a algunos vecinos y detenerse en su bungaló. Seguro que se marchaban decepcionados al hallar desnudo el árbol de Navidad, no se lo podía permitir, pensó. «Es que se habrá muerto Paco o se habrá cansado de tanto adorno. La soledad no le sienta bien a este hombre», escuchó mientras revisaba los libros en su pesadilla arruinados y celebró con una alegría insólita que en la realidad permanecieran intactos.

Llegó el repartidor, decoró el árbol y esperó a la tarde con su promesa de enamoramiento adolescente.

—Quien viva aquí es una máquina, Noelia. ¿Un gato negro arriba de un árbol? ¿Unas cucarachas sobre camas? ¿A quién se le ocurre?
—Aquí un castaño con un mono azul… Los lazos rosas son preciosos, también. Mira estos molinos de viento, este parece don Quijote –se hicieron una foto con el móvil de Noelia–.

Debajo del árbol había un regalo considerable. «Ábrelo, te he comprado una cosita», Paco escuchó a Darío decir. Una minicadena. «La he visto en el centro comercial esta mañana y me he dicho esta es para mi teta. Todo para ti, te lo mereces todo», responde el adolescente moreno, de carácter afable, según Paco, y puede que bondadoso. «No sé cómo agradecerte tanto, misifú», lo obsequiaba con un beso.

—No hace falta que vengas, hija –contestaba Paco el teléfono–, qué manía tenéis todos, que estoy muy bien solo. Que te vaya bien y ahora déjame que estoy muy ocupado.

Regresó a su sillón y encontró a la adolescente sola. Una fuerza interior o, cuando menos, una fuerza que era incapaz de nombrar, de describir, lo impulsó a salir al porche. Habló con ella.
—Buenas tardes, ¿quién te ha regalado la radio? Parece buena.
—Mi novio.
—Se ve que te quiere mucho.
—Sí, nos conocimos la última semana de agosto y no pasó nada y ahora… Pues sí. Lo quiero mucho.
—Permíteme una pregunta. ¿Por qué lo quieres?
—Pues porque me trata bien (siempre me trae algún regalillo), me quiere, siempre piensa en mí, tiene las ideas muy claras y, además, es… Muy guapo. Bueno, guapo normal, tiene una cara con personalidad.
—No te he preguntado si te conviene. De eso, de que no lo quieres, pronto te darás cuenta.
—Pues, claro que lo quiero, no me faltes el respeto si no quieres que te lo falte a ti, viejo.
—Tranquila, siento si te ha molestado, sí mucho lo siento. Mucho. Por cierto, ¿qué te parece el árbol? ¿No me digas que no es genial la figura de Remedios la bella, la envuelta en sábanas que vuelan, la de Cien años de soledad?
—¿Cuál? No soy mucho de cine.
—Entonces, mejor no te pregunto por el héroe atado al vientre de una oveja ni, mucho menos, por los ñames –rió a mandíbula batiente Paco, mientras la veía salir del jardín con la caja, cuyos dos agujeros que había realizado Darío (uno en el código de barras y otro, en el lateral opuesto) facilitaba el transporte.

«¿Y al día siguiente qué?», reflexionó el anciano.


Día 4
Lo despertó el tercer día de enero la obligación de arreglar el árbol. Cómo sorprender después de sorprender, cómo elevar aún más el listón, se preguntaba. Las ideas comenzaban a agotarse al compás del cansancio progresivo de su anatomía. De vivir con ilusión la decoración a comenzar a saturarse, a casi a odiarla. Se acostaba pensando en cómo estar a las alturas de las expectativas propias y ajenas. Esta vez dio volantazo: colgó mantecados, trocitos de turrón de Alicante y de Jijona, galletas de jengibre, algún mazapán y frutas escarchadas. Fue muy aplaudido por los vecinos más madrugadores, los únicos que gozaron de esta decoración, puesto que media hora después desnudo parecía recién sacado de unos grandes almacenes: entre los mirlos tunantes, los gorriones y algún visitante gorrón desvistieron el árbol. Nada más escuchar el gorjeo, salió con la escoba e intentó ahuyentar a las aves. Empero, ya era tarde. 

Viendo los vecinos el árbol desnudo, comenzaron a protestar. «Será arrogante el Paco este de los huevos. Treinta minutos andando para nada. Contrólate y no llames al viejo este, que ya sabes cómo te pones tú, Angelita, y siempre acabas pareciendo la mala de la historia. La última vez que no lo decoras y no avisas, Paco», gritaba una cincuentona. Visto el panorama, con vistas a solventar el contratiempo, se le ocurrió colgar fruta fresca. Plátanos, naranjas, manzanas verdes y una piña en la copa, colgando del techo.

A las tres y media de la tarde, mientras despellejaba un conejo y lo cortaba, advirtió voces. Venían del porche. Serán Noelia y su Aladino. Pero no: era una pareja de cuarentones. «Me cago en la leche, a ver si no viene la parejita por estar estos ocupando el banco», pensó y salió con las manos ensangrentadas portando una silla y, luego, sacó el conejo. Tomó asiento frente a los intrusos y prosiguió el despiece. Se le escapó la cabeza del animal y los manchó. Alegó que fue por accidente, por despiste, pero su posición corporal recordaba mucho a la de quien lapida.

Por la tarde, regresó la pareja y con ella un mirlo que revoloteó sobre sus cráneos y defecó en el escote de la muchacha. «Eh, pajarraco, que este territorio es mío», soltó Darío a modo de chanza y se quitó su sombrero, que, a primera vista, recordaba a un pétaso. Ella se limitó a limpiarse con una toallita. «Contigo me siento muy cómodo, lástima no habernos conocido antes, ¿a qué no sabes que te he traído?», sacó de sus vaqueros una gargantilla de dije, un collar de perlas y lencería de marca. «Lo he visto en los escaparates –continuó con su discurso– y me he dicho: “Qué pena que con lo bonitos que son no los luzca un cuello delicado y precioso como el tuyo, cariño». «No puedo aceptar el regalo, es mucho dinero y, ya sabes, no tengo ni un centavo. Pero, gracias. Eres un cielo», le respondió Noelia, quien al final cedió al replicar su novio: «No me fastidies: he perdido el ticket, princesa. Si no los quieres, pues dinero malgastado». Le prometió un amor eterno y se fue a mear en una palmera con la intimidad amparada en una furgoneta que lo protegía de mirones y pervertidos. Excitado por esta historia real, la ausencia del chico le sirvió a Paco para comunicarse tras la ventana con la joven y, por ende, añadir un giro dramático: «¿Pero tú tienes novio o tienes una aventura con Santa Claus? Déjalo, déjalo, pretende comprar tu voluntad. Y como te dije, no lo quieres tú tampoco. ¿Por qué sigues con él?». La chica no pudo contestar: Darío venía. Se acomodó en el banco y dirigió sus dedos húmedos de orina.
—Chúpame los dedos, que me da morbo.
—No. Si quieres una toallita, tengo.
—¿No piensas regalarme eso, cariño? –acercó sus dedos.
—Bueno… –sujetó complaciente su antebrazo, un poco más arriba de la pulsera ornada con el grabado de una tortuga y obedeció.

Una vez se despidieron los que compartían banco y porche, Paco, atrapado por el espectáculo y ávido de más realidad, siguió a la joven, que se enfilaba hacia su casa. La alcanzó.
—Noe, espera. Pásame por wásap el nombre de su equipo de fútbol favorito. Este es mi teléfono –le entregó un papel–.
—¿Qué quieres, viejo? ¿No tienes nada mejor que hacer? Deja de entrometerte en mi vida.
—Hombre soy; nada humano me es ajeno, decía Terencio.
—No es por faltar, pero a ti lo que te pasa es que estás solo y te aburres. Déjame, estás jodiendo mi relación con Darío.
—Tranquila, de esa tarea ya se ocupa ese farsante. ¿Es que no te das cuenta de que te pretende dominar con los regalos? Apréciate, anda, porque lo que vale de verdad no tiene precio ni se vende.
—Yo lo quiero, lo quiero, sí, ¿tanto te cuesta creerlo? Y me siento culpable por dudar o, mejor dicho, por hacerme dudar tú, viejo cabrón.
— Por favor, dime a qué afición pertenece y mañana tendrás un abono adulto en tribuna para que se lo regales. Seguro que al carcamal le humilla que una chica le ofrezca algo que no pueda pagar, un regalo cuyo precio se mea en los precios de sus regalos.

Paco regresó a su bungaló y esperó impaciente el mensaje de la chica que acabó enviando. «Enhorabuena, Noe. Te meteré la documentación del abono en el bolso. Voy a contarte una cosa: ¿sabes por qué no lo quieres? Pues, cuando te pregunté en el día de Año Nuevo por qué lo querías, no respondiste: “Porque que sí, porque lo quiero”. Y cuando se razona el querer acaba convertido en querer querer, o sea, el amor burgués, la conveniencia», le escribió. Adicto a la realidad de los dos adolescentes, se acostó maquinando alguna manera de agitar la realidad, cual guionista de un reality show. Y se preguntaba Paco: «¿y al día siguiente?».

Día 5
Lavó la taza de chocolate del desayuno, cerró la puerta y salió. Observó abatido con la mirada tristona y a la par iracunda el árbol, con la reciente decoración. Colgaban de sus ramas conchas de almejas de diversos colores pastel, estrellas de mar, veleros y caracolas. Había soñado con que el árbol de Navidad al caerle encima lo atrapaba y, tras pelear en vano con él, moría sepultado. Hastiado de la exigencia del placer que esclaviza, al ver erguidos en su porche esos dos metros de fibra verde de textura de escoba decidió que ya no habría ninguna decoración más.

Anduvo hasta la panadería. Se hizo con una hogaza recién horneada y con unas cuantas enemistades.
—Paco, ¿hoy sí que vendrás al bar a echarte un dominó o vas a seguir con los adornos del árbol, macho? El de hoy es precioso, muy veraniego, pero ayer, anda que te coronaste de gloria. Para ver un árbol lleno de fruta, por muy colorido y original que sea, me voy al campo y veo uno real. Cúrratelo un poco más, que tú puedes y, además, que son ya míticos en el pueblo.
—Pues disfrútalo, porque mañana lo desmonto. Estoy saturado y muy harto del puto arbolito.
—Serás egoísta, macho. Entonces, ¿porque tú estés cansado tienes que jodernos las Navidades a los demás?
—Pero es mi árbol, es mi porche, es mi casa… Si quieres un árbol bonito, decoras el tuyo. Te paso el testigo, amigo.
—No me calientes, Paco. Como mañana me pase por tu casa y no haya un árbol decorado, te apedreo. Quedas advertido, ¿eh? –gritó mientras los otros aprobaban sus palabras con un silencio amenazante y unas miradas que aún lo eran más. Olvídate de mí como no me hagas caso.
—Sois todos unos falsos de mucho cuidado. Vosotros sois los egoístas, no yo, que preferís que sufra y me amargue la decoración del árbol por vuestro gozo superficial y asfixiante. Por gusto y por placer lo vestía, ahora, en cambio, es una exigencia que me oprime y no puedo más, necesito un descanso.

Apocado y con la amenaza anterior en el pensamiento que lo arredraba, salió del despacho de pan y consideró que convenía pensar en la escena de pasión adolescente. Por internet compró el abono en tribuna. Mil doscientos euros, casi la paga extra por completo de diciembre, dinero con el que podría haber comprado entre sesenta y cien libros, cedés o películas. «No hay oro en el mundo que pueda comprar una experiencia real de vida», pensó.

En su salón, aguardó impaciente la llegada de la pareja. Había contratado a una actriz para que se hiciera pasar por una ex celosa de Noelia. Las cinco de la tarde. Los vio llegar. Sí, por ahí venían. Tomó asiento en el banco Darío y encima de él se sentó su chica. La abrazaba por detrás, la oprimía con sus brazos y le hacía sentir en las nalgas el efecto de que sus cuerpos cavernosos recibieran un arsenal de sangre. Llegó la actriz e interpretó una escena de celos. «Te juro por mi madre que no conozco de nada a esta chica, que yo te quiero a ti, Darío», terció ante la pelea incipiente entre este y la supuesta ex. Replicó el joven: «Donde comen dos, comen tres».

Acabó este acto y continúo el siguiente. Otra vez solos, Noelia le obsequió con el abono.
—¿No hablamos ayer de tu equipo favorito? Pues toma un regalo.
—¿¡Abono!? ¿¡Y en tribuna!? ¿Pero cuánto te has gastado, Noelia? –exclamó.
—Te lo mereces, Da.
—No, no lo puedo aceptar. Regálaselo a tu padre, a tu hermana o al viejo de esta casa, pero a mí no.
—¿Y por qué no?
—Sabes bien por qué. Tú lo que quieres es devolverme mis regalos con este abono, sí, claro, eso es. Y, por tanto, despreciarlos. Si no los querías, habérmelo dicho. No hace falta que actúes de manera tan vulgar, ¿no te parece?
—¡No me jodas! Me voy porque estás hoy muy subidito. A ver si mañana te despiertas menos conspiranoico –se levantó del banco y se marchó.
—Si cruzas ese jardín y pisas la acera, de mí te olvidas ¿eh?, porque no querré saber de ti. Me haces daño, Noelia. No imaginas cuánto te quiero.

Aquella noche cenó el anciano muy excitado, recordando cada secuencia del encuentro de los adolescentes. Se preguntaba Paco: «¿y al día siguiente qué? ¿volverán mañana? ¿harán las paces? ¿qué habrá pasado con el abono? ¿existe el amor al día siguiente?».

El día siguiente
Al alba salió al porche arrastrando una caja de cartón descomunal. Con el frío del amanecer costero, el anciano desvistió el árbol y guardó las piezas marinas en la caja. Y percibió unos papeles en el banco, entre las láminas del respaldo. El abono. Arrastró la caja ahora más pesada hasta un cuchitril a modo de trastero, contiguo a su salón. Por una pequeña ventana de guillotina penetraba un haz de luz tímido. Dos metros cuadrados por los que con enorme dificultad pudo adentrarse: las cajas con libros y adornos del árbol de Navidad rebosaban la superficie de los estantes e invadían el suelo cajas apiladas que como rascacielos intimidaban. De pronto, escuchó voces en la calle, golpes y el ruido de cristales rompiéndose. «Anciano egoísta, te lo advertí, púdrete en el infierno», escuchó. Buscó el móvil en el bolsillo, había que avisar a la policía. Una piedra, de repente, quebró el vidrio de la ventana y, luego, otra. Procuró esquivarla, mas no lo consiguió. Le golpeó en la nuca. Algo mareado intentó apoyarse en la estructura de la estantería. Se inclinó esta y, de inmediato, cayeron sobre él gran parte de las cajas de los estantes.


A las seis de la tarde, apareció sola Noelia y tocó el timbre. «Abre, Paco, abre, por favor, soy Noelia». Y no volvió a saber de él hasta que en los informativos del canal autonómico escuchó la siguiente noticia: «Los bomberos rescatan en su domicilio a un anciano sepultado por unas pesadas cajas».