sábado, 31 de diciembre de 2016


Descorre la cortina separadora y encuentra a una paciente joven sentada en la camilla con ropa deportiva y un dorsal de la San Silvestre. «¿Te has quitado el catéter? Mira que te he dicho que me avisaras para que lo hiciera yo. Hay que ser obediente, Andrea», dice el enfermero en tanto revisa las instrucciones que ha remitido el doctor y retira del colgador de intravenosos el sulfato de magnesio. «Esto es lo más parecido a un farolillo que vamos a estar esta Nochevieja», alza los hombros y achica parcialmente su cuello. Acompaña el gesto con una sonrisa tímida, cómplice, trazada con el deseo de no transmitir ni su aflicción ni todo lo contrario. «Por lo menos, por estar aquí, a ti te pagan», dice a modo de consuelo. «Y lo pago, no imaginas cuánto lo pago», replica Manuel, quien abandona la habitación de observación no sin antes rogarle que toque el timbre en caso de que repunte la crisis asmática.

Telefonea a su esposa.
—¿Cómo va la noche, monina? ¿Te has puesto el tensiómetro?
—…
—Catorce diez, sí la tienes alta. Tomate la pastilla y evita los salazones.
—…
—Paciencia. Solo un mes y, tras el parto, te prometo que te llevaré mojama y bonito seco para parar un tren. Te echo de menos. Ojalá estuviera allí con la familia y contigo.
—…
—¿Que estoy aquí porque he querido? Te equivocas, Helena, en mi opinión, por supuesto. Aunque lo intentara, ¿tú crees que Amparo va a dejar de putearme y de asignarme los festivos?
—…
—Las cosas están así y nada puedo cambiar. Lo hemos hablado muchas veces. Estas son las represalias de Amparo. Si no hubiera denunciado las negligencias de su hija, la enchufada de mierda.
—…
—Bueno, tengo que colgar, Helena; hablamos luego, ¿ok? Un beso para ti y otro para el feto y no hablo de tu hermano.

Las nueve menos cuarto. Vuelve al puesto de enfermeros de la zona de urgencias. Ya estarán preparando la cena el resto de compañeros, piensa. A base de años de curro en las grandes noches navideñas desde los últimos siete años, sin excepción, conoce el rito: Dolores estará repartiendo en un par de bandejas doradas canapés de paté y de salmón ahumado; Juan Antonio habrá sacado de una bolsa refinada de la bodega unos caldos exquisitos de La Rioja a juzgar por la etiqueta –aguachirle, según el paladar–; Laura tendrá que bajar a la frutería por uvas, porque se niega a tomarlas de lata, etc. Y no se equivoca. «Ya ha vuelto Manolo. En nada comemos. ¿Has terminado, Sofía, con el microondas? Tengo que calentar la tortilla», anuncia Jerónima. Él la maldice: nunca le ha gustado el hipocorístico. Manolo, ma-no-lo. Qué feo le suena y qué áspero. Manolo, palabra que rima con pipiolo, protocolo y chirimbolo. Y Jerónima sabe que le desagrada, pero es hoy es la enfermera jefe, hoy suple a Amparo y siempre ha sido la amiga de Amparo, así que puede hacer lo que le venga en gana. La maldice y no pocas veces, una y otra vez, eso sí, no muy alto: a ver si la escucha y va con el chisme a Amparo. No, por ahí sí que no pasa, que la criatura nace y habrá que ponerle el maldito pan bajo el brazo; el pañal limpio en el culo y la endodoncia, la carrera universitaria y el carné de conducir, en la cuenta de ahorro.

Entre bocado y bocado, vendaje en el tobillo para un niño imprudente, lavado de estómago para la borracha tempranera o enema para el anciano. Así disipa el apetito. Solo el apetito, porque hambre, poca. Ninguna, a decir verdad. Le toca atender a todos los pacientes y tragar sus propias palabras iracundas y sus reproches, ya que, los demás enfermeros solo atienden a su apetito y al palique, esperando que el del al lado se ofrezca voluntario para ocuparse de los enfermos o, en su defecto, Manuel, lo que acaba ocurriendo. Y al mal tiempo, buena cara, y a quien no lo merezca, una mejor cara y, a ser posible, de rodillas. Procura aceptar la situación, el sentirse ninguneado y ridículo y extraer una lección de la experiencia. Su intención es sobrevivir a ella, que no le afecte demasiado. Pero afecta y duele más, y más aún cuando no saca nada bueno de la experiencia: solo la reconoce como perniciosa para sus aspiraciones y se sabe incapaz de superarla. Aun así, sonríe y exhala no una queja, sino un chascarrillo simpático. No le satisface el trato, la relación con sus compañeros, la filosofía de que por medio del sufrimiento se acaricia el bien. No obstante, sigue sonriendo y alimenta el compañerismo ficticio, la adulterada camaradería y el compadreo. Y se lamenta porque allí, en el trabajo, solo son reales el cachondeo, las risas y el medio. Reales, pero asépticas, fértiles, sin interés alguno pues no surgen de la emoción y la sensibilidad. Aunque lo creado sea real, los interlocutores son aparentes, casi virtuales, y la charla es una guerra fría en la exhibición de ingenio y todos son imprescindibles hasta que se dan la vuelta y parten. Entonces, se les lanza los cuchillos por la espalda, como en el juego de la diana, con laxitud moral, con jugadores desprovistos de lo que les debería hacer humanos. Y a Manu no le interesa el parloteo de este modo. Con todo, sonríe y alimenta la elocuencia de Jerónima, de Sofía, de Juan Antonio y del resto de maniquíes. Solo puede frenar el bucle y la autodestrucción si les dice a todos cuatro palabras bien dichas y abandono esta noche el hospital.

Ensaya su alegato varias veces frente al espejo: “Jerónima, me voy a casa, porque lo merezco. Llevo siete años seguidos currando en las Nocheviejas. Siete años, que se dicen pronto y se sufren lento. Y, qué cojones, que en lo que va de noche me he deslomado por todos vosotros. Hay una gran trecho entre estar y hacer”. Una vez se siente seguro del discurso y el tono, busca a Jerónima. La encuentra platicando en el pasillo con la madre de Andrea, en cuya cabellera se enreda algo de serpentina y confeti, y huele a alcohol.

—Jero, quiero hablar contigo.
—Bueno, me voy –dice la madre y en vez de entrar a la habitación de la hija, sale del hospital.
—¿Sabes dónde va, Manolo? Pues a seguir celebrando la Nochevieja con su familia y la hija, aquí sola –cotillea resplandeciente y divertida.
—Jerónima, me voy a casa porque…
—¿Cómo que te…?
—Sí, me voy a casa porque… tengo migraña. Ya sabes, lo de siempre. Solo tengo ganas de cerrar los ojos, veo borroso. En fin... Si necesitas que me quede, me quedo.
—¡Qué va, hombre! Vete a casa y recupérate. ¿Te pido un taxi? Tú no estás para conducir.

Una vez sale del hospital, conduce su coche de segunda mano y atraviesa la ciudad de camino a casa de sus suegros. Se siente liberado, libre, muy libre, en la jaula de la mentira y excitado, muy excitado, por su acto rebelde. Son las doce menos diez y la plaza por antonomasia de la ciudad se puebla de jóvenes y de no tan jóvenes. De gentes con uvas en los bolsillos o en las manos esperando que llegue otro año, convencidos de que el nuevo traerá el júbilo que los años anteriores nunca trajeron y de que les concederá la vida que ellos mismos han sido incapaces de concederse. La noche huele a épica, casi a apocalipsis, a un presunto fin de etapa y a comienzo de una nueva, que en un par de días acabará revelándose igual, exactamente idéntica a la anterior. Manuel espera llegar a casa de sus suegros antes de las uvas y besar a Helena con un vientre abultado que intentará separarlos del beso y que los unirá para el resto de sus vidas. Imagina la sorpresa de esta cuando lo vea llegar y, por supuesto, su alegría: lleva años reprochándole que en el trabajo no tenga ni voz ni voto, que calle hasta que le salga una úlcera. La quiere con locura y espera morir con ella. Imagina a ambos viejecitos, en el sofá abrazados frente a la chimenea, felices, terriblemente felices. Olvidando las oportunidades perdidas para ser aún más feliz, borrar del recuerdo la rabia por no haber sido valeroso y no haber luchado lo suficiente por sus aspiraciones. Pisotear la sombra de su mediocridad vital, pisotear con saña los límites que calificó de infranqueables. Ahora mismo, la Nochevieja habita en su pecho y siente que por su esposa, por su hijo a un mes de salir del horno y, sobre todo, por él conduciría toda la noche con la intención de escapar de todo. Recorrer autovías y autopista, detenerse solo para el pago de los peajes, en algunas áreas de descanso, en las estaciones de servicio. Abandonar la casa, la ciudad, la provincia, el país, si hace falta… Porque siente, espera y confía en que acabará encontrando un equilibrio entre el pragmatismo y el entregarse a la vida por completo. Se pregunta si llegará el día en que aun estando triste pueda sentirse feliz y satisfecho. No quiere instantes de alegría aislada, de eternidad fugaz. La evanescencia del placer instantáneo, para otros, que él ni la quiere ni la necesita.

Nuestro Vladimir o Estragon llega a casa de los suegros y los encuentra echando en el maletero un macuto voluminoso, unas bolsas con ropa y un neceser. ¿Qué hacen fuera? ¿Por qué no toman las uvas? Recibe de Helena la noticia, la feliz noticia: «Manu, cariño, tengo la tensión altísima, nos vamos al hospital, el niño se nos ha adelantado». Titubea él: «¡No me digas! ¡Qué gran noticia! Pero yo no puedo volver al hospital». «¿Por qué, Manu, por qué?», recupera la embarazada habitual tono de reproche. Y en su jaula revolotea el enfermero, aun con la bata blanca, y le responde: «Tengo migraña, mejor me quedo en casa». En la radio del coche suenan las campanadas. Feliz año, te quiero, mi vida.

miércoles, 28 de diciembre de 2016



—Creedme, soy inocente. Yo no la maté.
—¡Mentira! Fue usted, Álvaro, el único hombre con que tuvo contacto los últimos días. Una vecina de Ángeles nos ha contado que usted era para ella algo más que un voluntario.

***

Sujetaba Ángeles la escalera con fuerza para que Álvaro instalara el radiador por infrarrojos en la pared del cuarto de baño. Temía que cayera y temía aún más que si ocurriese no acabara encima de ella, oprimiendo su pecho con la espalda fornida o el torso macizo de él. Sujetaba la escalera con nervio, con un vigor mayor al que a una anciana de 72 años le permite su edad. Había recobrado el ánimo con la presencia de Álvaro, había rejuvenecido, aunque su cuerpo permanecía igual. Su espalda arqueada, que la hacía parecer aún más menuda, su cadera ancha, casi incontenible e incontinente, sus pechos caídos, su cráneo cano, la cara rebosante de pliegues –su retrato sería ahora el boceto de lo que veinte años fue su efigie, su dibujo–, sus pestañas níveas cada vez más despobladas, menos densas. Enfrente de sus ojos, a dos palmos de distancia, las nalgas de Álvaro. Duras, firmes, de masa muscular generosa y ella de no ser por la ventana que daba al patio de luces y, por ende, a la mirada indiscreta de su vecina, de no ser por ello, dejaría de morderse el labio inferior para morder las dos porciones de carne, cual hogazas, de aquel trasero, encubierto en la tela vaquera de sus pantalones. «Bueno, pues esto ya casi está. Lo he conectado a la corriente, pero no lo toque, no está del todo bien sujeto, no tire de la cuerda. Mañana compro una pieza y se lo termino», interrumpió Álvaro un silencio que a la anciana le resultaba tenso y, a la par, excitante, un silencio voluptuoso que invadía los tres metros cuadrados de erotismo con la misma violencia y premura con que se propaga el mal olor de un cigarrillo en una habitación. Bajaba la escalera cuando en el último peldaño la anciana se abalanzó hacia su trasero y percibió, al tentarlo, unas esferas pequeñas y duras que bien podrían ser pimientas o abalorios. Muy a su pesar apartó enseguida sus manos de las nalgas, porque «pensé que te caías, qué susto me has dado» no era una coartada sólida: carecía de la consistencia necesaria para sobarlo más de dos segundos sin que se descascarillara la capa de auxilio desinteresada y se evidenciara su interés carnal.

No tardó demasiado en partir Álvaro. Ángeles volvía a quedarse a solas hasta que él volviera al próximo día. Fue a la cocina por agua. Desbordada por el recuerdo reciente de la escena en el baño y con los labios invertidos hacia dentro de la boca, como si una fuerza oscura desde sus entrañas los succionara, colmó el vaso. El líquido se derramó por la encimera desde cuyo borde caía el líquido, como si de una catarata lánguida se tratara y una parte de este resbaló hasta su cintura. Ahora, aún más húmeda, se preguntaba cómo había sido capaz y por qué no hacía el bien a sabiendas de reconocer el mal.

Procuró evitar el hundimiento remontándose a los orígenes, esto es, a tres días antes de la Nochebuena, cuando por la tarde esperaba nerviosa gozar de una campaña de voluntariado para que los ancianos del pueblo sin familia pasaran las Navidades en compañía. En el salón aguardaba al voluntario entretenida viendo un magacín. Una cantante sesentona en un videoclip se contoneaba con un bailarín veinteañero en un baile provocativo. «¡Lo que hay que ver! Podría ser su nieto», se lamentaba. Agitaba sus mechas azules y fucsias al viento con actitud rockera; se abría, luego, de piernas; después, a gatas sacudía su abdomen y acercaba al suelo, tan negro como solo los ataúdes lo son, su camiseta cian de látex y los implantes de sus senos casi desvelados parecían pedir a gritos salir de ese traje que los oprimía antes de que estallaran. Seducía al efebo con la lascivia del twerking portando unos vaqueros diminutos, cortos –enseñaba sus nalgas, aparte de la celulitis– y estrechos. Unos vaqueros tan estrechos cuyas costuras y botones de la bragueta se hundían en sus carnes desde dos frentes. «Mamarracha, fantoche, acepta tu edad, como todas hemos tenido que hacer, carroza del demonio».

Y, entonces, llaman a la puerta. Una voz masculina. Buenas tardes, vengo del voluntariado. ¿Es usted, Ángeles? Sí, la misma, entra. Soy Álvaro, por cierto. Como la puerta estaba abierta, ni siquiera tuvo que levantarse. Se disponía a ponerse de pie, giró la cabeza para poner cara a esa voz y, de pronto, se encontró a un muchacho joven, que, por lo que calculó a ojo, frisaría los quince años. Y los relojes se detuvieron: le causó una impresión abismal el rostro del chico. La embelesaron sus cabellos morenos, de mayor negrura que el plumaje del cuervo, el fulgor de sus ojos grises de adolescente, su faz tersa y atezada, los hoyuelos que nacían de sus mejillas y que acompañaban su risa cautivadora. La maravilló su voz ya grave. Y, también, su cuerpo apolíneo, de algún modo nada ajeno a ella. Durante las dos horas que estuvo en casa, Ángeles lo escrutaba con la mirada cuando él concienzudo le cortaba las verduras para la cena o respondía a un wásap. Entonces, la miraba y ella apartaba la vista o le sonreía y comentaba alguna nimiedad sobre la programación televisiva. Era incapaz de mirarlo a los ojos, temiendo que sus pupilas hablaran más de la cuenta y se sentía mal. El reloj avanzada a trompicones, de modo discontinuo, o no avanzaba. Aguardaba su marcha como tabla de salvación. Procuraba, por lo general, no observarlo, ni mucho menos mirarlo a los ojos, pero ahí continuaba y su presencia no se diluía por bajar los ojos. Y la recorrió un estremecimiento.

Para nada le gustaba, en absoluto –se decía una vez se marchó Álvaro–. Ángeles, tú no estás bien. No te puede gustar, aunque solo le saques cincuenta y siete años. Eso no está bien. A la carne lozana, la lozanía, y a la carroza, la carroza. Llámalo y dile que no vuelva mañana –tocaba, entre tanto, alterada la falda de la mesa camilla–. Después de un rato de ensimismamiento, se fue a la cama convencida de que solo admiraba de él la perfección y la juventud. Sí, será eso, yo estuve muy enamorada de mi difunto marido y al estar tan sola ahora y aburrida me he inventado esta locura. Ha sido todo fruto del asombro, la juventud es belleza y la belleza lo sigue siendo sin importar los años de los ojos que la contemplan e, incluso, aún más bella lo es para quienes ya han conocido su pérdida.

Se despertó la mañana siguiente con el camisón húmedo, después de que un sueño desconcertante sobre un macho cabrío que atravesaba el mar Arábigo con su sombrero en la cornamenta. Levantó los brazos y dejó que el camisón negro rodeara sus pies. Desnuda a solas y frente al espejo. Colocó sus manos bajo sus tetas y las elevó. Cerró los ojos y las dejó caer. De espaldas al espejo y sin ropa interior, se colocó un vestido floreado para estar por casa. No dejaba de pensar en Álvaro, en su cuerpo musculado, en sus manos y en sus brazos velludos, en su sonrisa angelical y, al mismo tiempo, pícara. «Me gusta y es un hecho», sentenció. «La diferencia de edad en las parejas solo está permitida para las mujeres cuando el de mayor edad es el hombre o cuando la mujer madurita es famosa o rica. Domina y haz lo que quieras. Y, encima, en tu caso, es menor de edad. Soy una depravada. Venga, va, que solo son quince días, que para Reyes cada uno estará en su casa y Dios, en la de todos. Amo la rectitud, siempre la he amado, así que contente».

Y llegó la tarde y con la tardé llegó Álvaro y con Álvaro llegó, de nuevo, el pesar de la conciencia, de saber que su alma empezaba a obedecer tan solo a la rectitud de la pasión. Para pasar la tarde, Álvaro le sugirió revisar álbumes de fotos. Así lo hicieron. Contaba la vieja batallitas de su infancia, cuando, de pronto, enmudecía y perdía el esquema de la narración, debido a que el roce de sus muslos flácidos con los muslos tonificados de Álvaro la distraían y sentía su respiración y el calor y la melodía de la sonrisa del chico. «¿Quién es este? Se parece mucho a mí, ¿no le parece?», la interrumpió. Cómo dices, niño. Que se parece a mí este caballero. ¡Ah, pues es verdad! Es que estoy un poco sorda, ¿sabes?

En efecto, la foto de Mariano le reconfortó el alma y sintió que recuperaba la rectitud propia del alma disciplinada. Mariano era un esbozo de noviete que por los avatares de la vida nunca llegó a ser. Claro, ahora lo entiendo todo, me gusta Álvaro porque me recuerda a Mariano. Mi inconsciente quiere que me cobre lo que en su día no pude. Y como lo no pasado es pretérito y, por tanto, no está por venir y agua pasada no mueve molino, olvídate de una vez por todas de este muchacho.

Transcurrían los días con una intensidad, si no antes vivida, al menos, no recordada: había quebrado la rutina y se había rendido a las pupilas del chico, que la atraían como un agujero negro, porque si bien la reflexión de concebir a Álvaro como un Mariano II la frenaba y aplacaba lo natural y primitivo en ella, lo cierto es que muy pronto desarmó esa lógica. «¿Y quién me dice a mí que Mariano no me gustaba por algo o alguien que había visto antes? ¿No puede ser que lo que me conmueve, en verdad, sea una esencia preexistente a ambos? Puede que Álvaro solo sea el continente de esta y que, por ende, siempre me haya atraído su belleza y su juventud (¿y, además, por qué ha de ser más relevante el origen que el hecho en sí?). En ese caso, ¿por qué de joven pude amarlo–sí, porque lo mío es amor– y ahora no?», pensaba. Decía amar la perfección de la que había aprendido a extrañar, una vez perdida la suya, pero no había desaprendido a desearla. Decía amar y lo perseguía por las calles o se escondía tras los estantes o los portales con vistas a no parecer para sus vecinos una carroza obsesionada con el chavalín. Y llegaba otra tarde en compañía de Álvaro y aprovechaba para desabrocharse procaz los botones superiores del vestido, cuya tela dada de sí no tapaba sus senos caídos al agacharse, cosa que a menudo utilizaba para excitar al adolescente con cualquier excusa. Y él, tenía ella la impresión, la abrazaba cada día con más entusiasmo y sentía sus enormes bíceps y sus pectorales cincelados por las horas de gimnasio y con esa imagen en la cabeza ella hundía sus dedos en sí misma al caer la noche.

Un día antes de los Santos Inocentes, cuando Álvaro le preparó un zumo de granada y comenzó a instalar el radiador del baño a un metro y medio de altura sobre la bañera logró palpar su culo y halló en el bolsillo algo extraño, como un collar de perlas, precisamente como el collar de perlas que, una vez se había marchado el efebo, fue a buscar donde siempre y no lo halló. «No, no ha podido ser él, anda que no hay collares de perlas. Seguro que es para una novia o, quién sabe, quizá para mí», se convenció. «Pero, ¿y si me lo hubiera robado? ¿Puedo estar enamorada de quien me roba? ¿Se puede querer a quien nos trata mal? Pero, en cualquier caso, lo deseo, esto no es amor o tal vez lo sea, lo importante es que me atrae».

28 de diciembre. Se tintó el pelo de fucsia, tomó una maquinilla de afeitar y comenzó a depilarse las piernas, las pantorrillas, los muslos… Decidió subir la cuchilla un poco más. «Así pareceré más jovencita, una cría». Rímel, pintalabios, colorete, colorete, más colorete… Colorete en cantidad industrial. «A freír espárragos el amor, qué tontería nos inventamos para legitimar el sexo». Abrió el grifo de la bañera y no lo cerró hasta llenarla. Planificó la tarde: dejaría la puerta abierta y subiría el volumen del timbre para oírlo llegar, lo esperaría en el baño desnuda, le pediría que se despojara de la ropa que, cual papel de regalo, ocultaba su anatomía y lo demás… ¿Lo demás? La naturaleza lo diría. Que la llevara al éxtasis o directamente a la destrucción, que más vale volver a estar viva por un rato antes que nunca estarlo, como exige el amor burgués.

Un par de minutos sacó del frigorífico un yogur y se lo llevó al baño. Ensayó un poco: cargaba la cuchara de modo austero, se la llevaba a la boca y vertía, con disimulada intención, un poco de la leche en la comisura de los labios. Acto seguido, se la limpió con la lengua y se relamió concupiscente. De pronto, el timbre y, luego, pasos. Temblaba de frío. «Encenderé el radiador». Tiró de la cuerda. Cayó el aparato conectado a la corriente, le golpeó la cabeza y cayó al agua. No hubo electrocución. Ruido del interruptor diferencial. Se apaga la luz. Aturdida por el golpe, con algo de yogur en el labio, tendida sobre la bañera percibió una sombra que se detuvo frente a la puerta del cuarto de baño y avanzó por el pasillo. De vuelta, con entre tres y cinco collares y algunos billetes que se asomaban por el bolsillo la sombra que ahora sí identificó –era Álvaro– le pareció que la miraba y la saludaba con una sonrisa dulce y celestial. Respiró profundo y cerró los ojos.

***
—Le juro por mi madre que no la maté, joder.
—Y sus joyas, tampoco se las robaste, ¿no? Y los tres mil euros, tampoco, ¿verdad?
—Solo tomé lo que era mío. Mi padre trabajó para ella, lo tenía explotado al pobre, mientras ella se enriquecía a su costa.
—No me sea cínico, Álvaro. El hurto es un delito y puede que no sea el único que haya cometido. La vecina de Ángeles afirma que le vio a usted trasteando el radiador con que murió, ¿casualidad?

—Se lo estaba instalando, señor. Soy inocente, joder.

sábado, 24 de diciembre de 2016


Extraje de la guantera un álbum en cuya carátula aparecía una estrella negra enorme y lo introduje en la radio del coche. Solo David podía descifrar el motivo de esta maniobra en apariencia trivial. «No te inquietes. Mi familia es maja, muy normal. Mi madre me pregunta por ti y ya eres su Julia. Aunque tiene ese carácter raro que… Bueno, cariño, que te quiere», me decía. Fuera por el bálsamo de sus palabras o por aquella canción marciana y desafiante que sonaba, dejó de imponerme la cena de Nochebuena con su familia. No era la primera vez que estaría con sus padres y sus hermanos. Dos años de noviazgo dan para mucho: encuentros fortuitos por el barrio, tardes de domingo para tomar café y dulces caseros, felicitaciones varias. Eso no me inquietaba. Lo desasosegante era conocer a toda su parentela, gestionar las expectativas, propias y ajenas, de esta presentación y, al mismo tiempo, convivir con mi trastorno. Temía sentirme estresada y mostrar mi yo alterado, mi no yo, que es mío y que lo es más cuando lo toman como mi yo natural, porque el concepto ajeno sobre el individuo, por desgracia, acaba condicionando. Deliberaba entre desvelar mi enfermedad y perder una parcela importante de mi intimidad o reservarla y relativizar los posibles juicios nacidos de la ignorancia. No sabía si era peor ser juzgada sin conocimiento de causa o recibir un trato distinto por esos prejuicios que asocian el trastorno bipolar con la violencia y el peligro.

Arrojé tres bocanadas de aire para relajarme. «Julia, ¿volvemos a casa? ¿Te encuentras bien? Evitemos otra recaída», me propuso comprensivo. Decliné la propuesta, seguro que pronto reduciría los nervios, en lugar de perderlos. Al fin y al cabo, yo estaba respondiendo bien a la medicación, confíe en que no sería necesario revelar mi problema. Desde luego, no había riesgo eminente de episodio maníaco o de depresión.

Menos riesgo hubo una vez me presentó a sus familiares (tíos, primos, sobrinos, nietos y una vecina), por mucho que las paredes amarillas, los excesos en el ornato del mobiliario –entre el barroquismo y el mal gusto– y el volumen elevado del televisor resultaran sofocantes, angustiaban. A simple vista, era gente sencilla, humilde. Más allá de esto, no podía calificarlos: la cordialidad aséptica y los semblantes de afectuosidad hueca que exigen los buenos modales impiden descubrir a las personas de carne y hueso escondidas tras la fachada de la hospitalidad, en muchos casos, rayana con la hipocresía. Me aliviaba pensar que tal vez no sería necesario revelar mi trastorno bipolar. Tras un enjambre de frases hospitalarias que pretenden integrar al invitado subrayando precisamente su condición de invitado haciéndolo sentir si cabe más ajeno, pregunté por Teodora, la madre de David. Me dijeron que estaba en la cocina. La fui a buscar.

Dejé sobre la encimera la empanada que había comprado en la confitería de debajo de casa y la saludé. «¿Una empanada, Julia? ¿Acaso soy una indigente o una tacaña? ¿Tengo cara de pobre? No, ¿verdad? Pues explícame, entonces, por qué has traído una empanada. Porque te conozco más que tu madre y porque soy muy sabia, si no, pensaría que te metes coca y has perdido el olfato. Tiene tela que peregrines a mi majestuosa residencia para despreciar de este modo tan cruel las ricas viandas que preparo –me mostró el interior de una cacerola–. Agradéceme que estas manos venerables lleven bregando durante dos días para que pruebes algo que le dé sentido a tu vida vulgar de bocadillo de mortadela y de empanada fétida de cantina». No supe qué decir. De no ser porque entró David y le restó importancia: «Tiene un carácter raro… Ríete de sus ocurrencias y ya está», seguiría buscando una manera de afrontar la situación.

Tendría un mal día, estaría estresada, pensé. Otras veces Teodora me había tratado de manera correcta. Procuré diluir el disgusto rápido para no sentirme herida o, mejor dicho, para no herirme con mis pensamientos. No obstante, es un proceso que desgasta, porque el agravio no duele, lo que duele es perder el tiempo en el proceso de hacer indoloro e inofensivo ese agravio. Mientras los otros, los no humillados, invertían la velada en disfrutar, en estar contentos, yo la invertía en no estar triste y eso no es lo mismo.

De manera progresiva fui eludiendo la situación estresante y fueron aplacándose la tensión en el cuello y el temblor de las manos, señales de alarma del estrés. Para ello, me encargué de distribuir los cubiertos en veintiséis montones sobre servilletas de tela roja –descartamos los de plástico porque para el cordero son más inútiles que las encías desdentadas de un anciano–. A la par, con algunos familiares intercambié comentarios tan afables como previsibles, porque las reuniones familiares requieren eso. Que cada pariente desempeñe su función social, ya que no se trata de conocerse, sino de interpretar bien un papel en función de la posición en el árbol genealógico. Así la pasada Nochebuena, excepto en el caso de la madre de David, encontré los mismos papeles en unos desconocidos: los niños actuando de traviesos; los adolecentes, de apáticos e incomprendidos; las mujeres adultas atareándose con los preparativos, y sus congéneres masculinos limitándose a ayudar contribuyendo poco y aconsejando mucho con ese sentimiento perverso de sentirse modernos por una noche. Confundiendo el deber con la perversa sensación de realizar un acto caritativo y el orgullo, más perverso aún.

En la cena mi sosiego se quebró con la misma facilidad con que una cucharilla quiebra la superficie del crème brûlée y se embrollan la capa de caramelo crujiente y el resto de la crema. Teodora fue una y otra vez la cuchara que tambaleó mi estabilidad. «Tomad, comed mis viandas, fruto del trabajo de mi cuerpo, bebed de mi sangre y mi sudor» nos soltó y comenzamos a comer los platos que desfilaban por la mesa alargada: carpaccio de salmón, langostinos, buñuelos de boniato, gulas al ajillo, copas y tres flamencas horteras a modo de centros de mesa. Como la novedad que yo era, la atención se dirigía a mí. Qué estudias, Julia, está buena la comida, dónde te has comprado ese abrigo, te encuentras bien… Estás muy callada. ¿Por qué comes poco? Me abrumaba tanta cortesía o puede que el simple afán suyo por que me cayeran bien. Y nadie parecía ponerse en mi piel. Mucha sonrisa, pero nadie le había parado los pies a Teodora, ni siquiera su hijo. Y la empanada en la cocina. Y los ojos de su madre sobre los míos. Como una fiera golpeó la mesa y a voces nos amenazó: «No he visto en mi vida gente más desagradecida que vosotros. Yo llevo cocinando horas y horas. Yo, descendiente de Isabel la Católica, porque, como los gitanos, también noto la llamada de la sangre, sí yo, la que rechazó la mano de príncipes árabes y europeos porque soy muy humilde, más que nadie, y me necesitáis. Y vosotros me lo agradecéis ignorándome y sin dejar de prestar atención a la novia de mi hijo. No pido que os arrodilléis ante mí y lloréis de la emoción, cosa que, por otro lado, merecería, basta con que me escuchéis y más vale que os lo comáis todo».

Le pedí a David subir a su dormitorio y charlar un momento. La conversación me relaja, me reconforta porque donde hay diálogo hay compañía y aun hablando en ese comedor repleto de gente me sentía sola, aislada, con mi dolor a solas. Sentados sobre su cama, le comenté que estaba comenzando a experimentar los primeros síntomas del periodo depresivo y que su madre debía acudir al psicólogo. «Tiene un carácter raro, pero es buena mujer. Ella a veces es así, no le pasa nada. Puede que por tu problema estés sobredimensionando un poco la situación, ¿no crees?». Pues no, no lo creía. «¡Como si no hubiera aprendido a diferenciar el equilibrio de mi forma alterada! ¿Y cómo explicas que no haya servido la empanada?», inquirí. «Se le habrá pasado, no tiene veintitantos como tú, estas cosas pasan. Ahora con el cordero lo sacamos, ¿ok?», me sonrió y le devolví la sonrisa. Acto seguido, nos abrazamos. «Si se le vuelve a ir la pinza, háblale de mi trastorno para ver si tiene un poco más de empatía», le pedí mientras sacaba del bolsillo un comprimido de carbonato de litio. «Si ves que no puedes aguantar, nos vamos, Julia».

Bajamos las escaleras. Regresamos al comedor con la empanada y la repartimos en distintos platos. Faltaban tres niños. «David, como que yo me llamo Teodora Salvadora, como no dejes de enlodar, de envilecer mi mesa y la buena comida con esa masa rellena de atún rancio y salsa de tomate que por pura autocomplacencia Julia llama empanada, te excomulgo de esta familia».

No se podía postergar más el momento: aprovechando que había vuelto a subir la escalera para buscar el baño, David le reveló a su madre a solas en la cocina que yo padecía trastorno bipolar. Según me contó, luego, su madre había reaccionado de buena manera y se mostró comprensiva. Y, en efecto, así parecía ser: Teodora me abrazó.

Aún así, no podía estar tranquila. En el comedor los hermanos de David buscaban a sus hijos desaparecidos desde hace veinte minutos. «No os preocupéis –les recomendó Teodora–, la casa está cerrada y tampoco es tan grande: no andarán muy lejos. Y, mejor que no estén mis nietos por aquí: si total para estar molestando y jugando con mi comida, mejor perderlos de vista. Y seguid comiendo y no me hagáis el feo, porque de esta casa nadie sale hasta que os lo comáis todo». No podía estar tranquila porque regresé a la mesa y vi que ahora tenía otros cubiertos. Un cuchillo y un tenedor de plástico. Y los invitados disimuladamente estaban algo más distanciados de mí. Un tío de David, que se había sentado a mi izquierda, de la simpatía inicial había pasado a no gesticular. Semblante neutral y timorato. Por si fuera poco, ahora colocaba los cubiertos a su izquierda, lo más lejos de la mía. Me analizaban recelosos como miran a un asesino en serie los parientes de las víctimas. Por mi mente volvieron a transitar los pensamientos iniciales tras el diagnóstico. Que yo no tenía personalidad, que jamás tendría identidad, que me tocaba ser yo en función del medicamento. Ya no les convenía granjearse mi simpatía. Para ellos, yo ya no tenía ojos, ni humor, ni poseía aliento ni sentía. En aquel comedor era un ser solo con trastorno bipolar. «¿Quieres más cordero, Julia?», repetía David. «No, sí, tal vez, déjame pensarlo. Quiero irme, cariño». Y los prejuicios de los comensales me convertían en un ser trastornado, al despojarme de un trato humano, al aislarme de manera disimulada, pero no por ello educada y cortés. Cuchicheaban sobre mi falta de apetito, agravada por el dolor de cabeza que me provocaba el litio. «Me encuentro mal, estoy tensa, me asfixio en esta sala», le dije a David entre dientes.

«Si os tengo que encadenar os encadeno, ¿me oís? Llevo preparando esta maravillosa velada familiar desde hace semanas. Todos los años os lo coméis todo. Y este año no va a ser menos y no me vengáis con el cuento de que este año había empanada, que la pobre de Julia, ya tiene bastante con su trastorno, no tiene la culpa», dijo Teodora sacando del delantal y exhibiendo un manojo de llaveros.

La vulnerabilidad se apoderó de mí. Estaba secuestrada por la madre de David, pero ni siquiera poseía la confianza en mí misma para denunciar el secuestro, porque nadie rompía una lanza a favor de la verdad. Me miraban con recelo, en tanto una loca nos había tomado como rehenes. No levantaban la voz, no protestaban, no censuraban tampoco. Solo comían más rápido para escapar antes.

«Cariño, el comprimido te hará efecto, no es para tanto, Julia», me besó en la frente David cuando se me partió el tercer cuchillo y dos púas del segundo tenedor. Se equivocaba mi novio con sus palabras. No eran bálsamo, sino ponzoña, porque contribuía a que la loca de su madre nos tuviera retenidos. «Por favor, David, por favor. Consigue que tu madre me deje salir. Tengo que ir al coche, a escuchar música y estar a solas. Aire fresco, David». Pero el cabrón no me hacía caso. Sabía que su madre cumplía con su palabra, aunque fuera una locura absoluta.

No soportaba más esta pesadilla. «David, vámonos, por favor». Me aconsejó que siguiera engullendo el cordero.

De inmediato, me levanté de la mesa, abracé a Teodora e introduje mi mano en su bolsillo. Tanteé los diversos llaveros. Mis yemas se toparon con una forma de cinco puntas –debía de ser el de David, el de la estrella negra– y la extraje. Salí por pies del comedor y me enfilé casi sin aliento hacia la entrada. Abrí la puerta y corrí hasta el coche. Encendí la radio y no arranqué el coche hasta que el álbum de la estrella negra no me había aplacado los nervios. Abandoné el pueblo y esperé en casa a David.

Por suerte, no desencadenó el incidente un episodio depresivo ni en una manía. Como el psiquiatra me afirmó semanas después, fui simplemente yo. Yo con mis sueños y mis miedos, el yo de siempre y el de para siempre, el yo anterior al descubrimiento de mi yo alterado, que a veces por las condiciones de mi mente y otras veces, por el prejuicio ajeno –y, en parte, también propio–, me aparta de mi yo real. 

jueves, 22 de diciembre de 2016


22 de diciembre de 1956
Abandona el boixet por un instante, sube el volumen de la radio y pide silencio. Su hermano Trinidad le lanza una mirada de indulgencia y prosigue vertiendo las claras de huevo en la miel caliente. No tiene fe en que les toque el gordo o afirma no tenerla. Quizá por esa irrisoria superstición de que solo acaba sucediendo lo que no se desea y, desde luego, confía en que no verbalizando el deseo podrá anularlo. Sea como sea lo cierto es que este año tampoco. «Me cago en la mar, 15640, ese el gordo y nosotros, sin una gorda», refunfuña Jesús como de costumbre. Vive en un enojo perpetuo. Solo sale de él cuando recuenta el dinero que trae su sobrina Trini de la venta de turrones de Jijona y de Alicante tras recorrer, haga bueno o llueva, las calles y mercados del pueblo. También, todo sea dicho, reduce su enojo empinando el codo hasta hacer tambalear esa teoría de que el 70% del hombre es agua.

El turrón les da de comer y les desgasta rodillas y brazos y les mina la moral y la paciencia. Pero Trinidad, Jesús y sus esposas tienen bien claro que no les queda otra, que han invertido demasiado –la herencia de los padres– y saben que siempre al placer lo precede el sufrimiento y la miseria, a menos que a estos los suceda antes la resignación. Abocados a heredar antes el sacrificio que el negocio, la hija de Trini y los dos hijos de Jesús salen de la escuela y se enfilan hacia el taller artesanal. Entre el olor de la almendra marcona tostada y el golpe incesante y seco del boixet, van gestando un odio hacia sus progenitores subrepticio, por ahora imperceptible incluso para sí mismos, por estar privándolos de las tardes de frontón, comba y confidencias entre compañeros de juegos. Confidencias no tan valiosas por la reserva cuyo contenido demanda sino porque la entrega y el silencio del pacto fortalecen los lazos de amistad.

—No damos abasto. ¿Para cuándo un hijo, cuñada? Dale uno a mi hermano para que con mis críos saque adelante la empresa –dice Jesús.
—Con mi Trini es suficiente. Su madre sí quiere la parejita, pero yo le digo que no, que el turrón no me da para alimentar más bocas. Y, joder, que con mi Trini ya es suficiente –replica Trinidad.
—¿Tu hija? –refunfuña escandalizado–. Déjate de rojeríos. ¿Que tu Trini va a dirigir nuestra empresa? ¡Mis cojones! Eso es cosa de hombres.
—Gilipollas, mírala, mírala cómo trabaja, con qué gracia y brío extiende el turrón duro en el molde. Lo de mi Trini sí que es trabajar, no como los tuyos.
—Un día de estos te partiré la cara, Trinidad –amenaza Jesús.

«Yo sí que te voy a partir la cara, cuñado, por tanta paparrucha», tercia Aurora, la esposa de Trinidad, mientras busca la complicidad de su cuñada. La mujer de Jesús balbucea alguna palabra sin mucho sentido. «Haya paz, que somos familia, lo importante es no discutir», se limita a decir visiblemente nerviosa mientras maneja bloques de turrón de Alicante que abrasan sus manos encalleciéndolas aun más de lo que están.

22 de diciembre de 1986
En la oficina, con la ayuda del secretario, Trini reparte en sobres marrones de papel kraft fajos de billetes en concepto del sueldo de diciembre y las pagas extra. Cincuenta y siete sobres. Doscientas mil pesetas por cada uno. Hasta que Jesús irrumpe en la oficina y saca treinta mil pesetas de los sobres en los que aparece escrito el nombre de una mujer. Con sus modales rancios es la viva estampa de su padre. Jamás lo reconocerá, mas eso no impide que sea cierto. Testimonios: esa panza cervecera, ese ceño fruncido que anuncia tormenta, el orgullo de la ignorancia, del grito sin argumentos, el grito por el grito, el exabrupto. «A mí me han criado así, así ha sido toda la vida, esto es lo que hay», alega. Su prima Trini siempre ha mostrado su desacuerdo con esa política de la empresa. Así, anticipándose, afirma que él no es machista, que lo suyo no es sexismo, que él no rebaja el sueldo de las empleadas, que simplemente paga más a los hombres. Añade que a ellas también les ha regalado un décimo de la empresa. En el fondo, desprecia su propio carácter montaraz y desprecia aún más no saber cómo desprenderse de él. Acostumbra sonreír y alentar a los empleados, en el especial a los meleros y los maestros de boixets, los trabajos de los que él solía ocuparse hace años, antes de encargarse, junto con su prima Trini, de expandir el negocio familiar o, mejor dicho, de mantenerlo en un panorama difícil.

La mayoría de talleres artesanales más modestos han sido absorbidos por las grandes empresas del turrón. En efecto, pueden sobrevivir a cambio de ser anulados y sometiéndose a los designios de la vencedora, la receptora de mayores réditos. «Es una bajada de pantalones, Jesús, no te engañes: las condiciones las ponen ellos, porque saben que o les regalamos el negocio por cuatro cochinos duros o nos comemos los mocos», replica con vehemencia cansada de escuchar a Jesús sugiriendo mandar a freír buñuelos el negocio familiar. Que mantener la empresa por el simple deseo de los padres no compensa, que el valor de la tradición familiar es un cuento chino. Que dónde acaba el sacrificio por amor y comienza la esclavitud, ser prisionero de una idea maquiavélica. ¿Acaso la entrega no tiene límites?

A diferencia de su primo, Trini prefiere sortear las presiones. Debe de haber una alternativa. Por lo general, las empresas de la competencia alternan dos industrias estacionales: el turrón y el helado. En cambio, en la suya, pasada la campaña navideña, queda mermada la plantilla a la mitad y fabrican turrón, principalmente, para ser exportado a América Latina. Los beneficios no son suficientes para encarar la presión del mercado, que acecha como el gato antes de saltar sobre el ratón. «No me vendas otra vez la moto, prima, ya sabes lo que me parece tu idea de organizar una campaña para que la gente tome turrón todo el año, ¿no? Una soberana chorrada», expresa gruñón Jesús.

De pronto, escuchan ruidos, los empleados gritan de júbilo. Salen de la oficina. Picados por la curiosidad, pero, sobre todo, por la intención de evitar otra discusión y más ahora, que no queda nada para compartir mesa en las fiestas navideñas. Mejor evitar los malos rollos, las malas caras. Además, no saben discutir, no hallan el punto medio, el acuerdo. Y, al final, la relación personal se resiente. No les hace falta adentrarse en la algazara de los trabajadores para conocer el motivo.
—¡El gordo, Trini, que nos ha tocado! El décimo de que nos trajo tu primo de Manises.

El negocio en pocas semanas reemplazará a la plantilla que dimite y dará la bienvenida a nueva maquinaria: más boixets, más mecánicas malaxadoras, molinos de molturación y una refinadora. El dinero ha diluido las discrepancias. Jesús pretende situarse a la misma altura que la competencia.

Por un instante, nadie vigila el boixet, en cambio, sigue cociendo y golpeando el turrón hasta rematarlo.
                    
22 de diciembre de 2016
Trini y Jesús, los bisnietos de los fundadores, corretean entre la maquinaria. Toman los punxes, una especie de remos metálicos, para desafiarse. Comienza el duelo. Ninguno supera los cinco años, así el peso de las palas no les permitirá granjearse la admiración de los más grandes espadachines. «Te voy a volar la cabeza, boratarde», amenaza Trini. El botarate de su primo salió por pies. Sin pensarlo, ella corre tras él sin soltar el punxe. Lo golpea en la cabeza. «Bellaco, soy la heroína, vas a morir».

Trini y Mª Jesús, sus madres, mientras tanto, están encerradas en la oficina haciendo lo de siempre, desde que sus padres se jubilaron y le cedieron la empresa. Discutir, discutir y tragar bilis.
—Si tu madre te escuchara, Trini… Qué vergüenza. ¿Por qué no contratar a Pilar? Experiencia le sobra, es amiga de la familia, necesita la pasta…
—Haz lo que te salga de las narices, me tienes harta, eso sí, cuando se quede embarazada, le pagas tú la seguridad social, ¿me oyes?
—No te aguanto, hostia. Me muerdo la lengua por nuestros hijos, porque tienen que comer… Una mujer tiene derecho a ser madre. ¿No te entra eso en la cabeza?
—Jorge de La Sarga, 32 años. Solo te recuerdo eso.
—No es lo mismo, lo suyo era un permiso de paternidad. No le iba a dar la teta al crío, digo yo.

El alboroto de sus retoños llega hasta sus oídos. Subida en un boixet, un gran mortero donde se emulsiona el turrón, la pequeña Trini invita a su primo, algo mareado por el golpe, a que suba al «barco», también. Le tiende la mano para embarcar. Presiona, por accidente, el interruptor con el pie. Y el barco zarpa.

Las empresarias, ajenas a este juego de niños, continúan discutiendo. Tenemos que arriesgar, Mª Jesús, la competencia se abre mercado en Extremo Oriente, las empresas se fusionan y nosotras, ¿qué hacemos aparte de copiar sus pasos veinte años después? Seguir con el puto romanticismo de homenajear a los abuelos, ¿ese es el sentido de nuestras vidas? Estoy harta de vivir por y para unos muertos y nuestros hijos nos odiarán por abocarlos a este puto infierno de negocio. Tiene gracia, Trini, que seas tú la que se queje, no estarás baldada... En cualquier caso, vamos a trabajar, joder, nuestros abuelos y nuestros padres llegaban a un acuerdo, nosotras nos inyectamos ponzoña para, en el fondo, acabar en el mismo sitio. Lo de la ponzoña lo dirás por ti. Si no fuera por nuestros hijos, ya le hubiéramos echado el cierre al negocio. No tendría que soportar tu cara de falsa y el sonido de los golpes insoportables de los boixets. Este barco se hunde.

Por cierto, ¿has puesto en marcha el boixet? Lo escucho. ¿Qué harán estos? Están muy callados. Salgamos. Trini, Jesús, ¿qué hacéis? Achavo con los críos, que no contestan.

Los niños están muertos. Sus cabezas, reventadas por la maza del boixet.
                    
Este barco se ha hundido. El boixet se apaga para siempre.

sábado, 17 de diciembre de 2016


Quería homenajear a David Bowie aprovechando una efeméride: el 17 de diciembre de 2015 se publicó Lazarus, el segundo single de . Puede que, dentro de su discografía no sea el tema más relevante ("Blackstar" es un tema mucho mejor), pero le tengo especial cariño porque con él comencé a bucear en su carrera, más allá de lo que venía haciendo, esto es, de disfrutar de sus clásicos, el maravilloso Station to Station y "Blackstar" el no menos maravilloso primer single de su último álbum, titulado igual que el single. 

Me he animado a hacer una lista con las canciones más sobresalientes de su carrera en los últimos 25 años, intentando escoger canciones no singles o temas que, si bien lo fueron, no gozaron de la popularidad merecida. La razón es doble. Por un lado, en la gran mayoría de listas que he encontrado en Internet aparecen los grandes clásicos y nunca aparecen otros temas imprescindibles, porque, obviamente, hacerle sombra a "Life on Mars?", "Heroes", "Starman" o "Ashes to Asthes" es complicado –aunque, personalmente, mis canciones favoritas de Bowie son "Teenage Wildlife", "Valentine's Day", "Jump They Say", "5.15 the Angels Have Gone" y "China Girl". Por otro lado, es hora de que se reivindique el último periodo de Bowie: hay más vida después de Scary Monsters (1980). 

Os invito a conocer mis propuestas y, por supuesto, a comentar cualquier cosa que queráis. Podéis hacer vuestro listado, sugerir alguna canción para añadir, etc.

★ (2016): 'Tis a Pity She Was a Whore
(o Blackstar) fue el último álbum de David Bowie. Desde luego, su fallecimiento dos días de la publicación del álbum influyó en la magnífica recepción del álbum: se agotaron los vinilos, no hubo medio de comunicación que no interpretara las letras del álbum y, sobre todo, los videoclips de los dos primeros singles, Blackstar y Lazarus, en busca de mensajes ocultos sobre su muerte... Algunos consideran que, de no ser por la muerte de Bowie el 10 de enero, no habría recibido una acogida tan calurosa; es cierto que ayudó, pero no podemos ni debemos olvidar que la crítica musical y los seguidores de Bowie –a los que me sumé con Lazarus hace hoy justamente un año– estaban encantados con los dos primeros adelantos del disco y el propio disco en sí, una vez que se filtró el 1 de enero. Entre los siete cortes, aparte de los dos anteriores y el sencillo póstumo, I Can't Give Everything Away, destaco "'Tis a Pity She Was a Whore". Después de "Sue" es la canción más caótica del disco, más anárquica, aunque no tanto como la versión de 2014. Es un tema que fusiona jazz y rock, con referencias a una obra teatral del siglo XVII de John Ford. La voz de Bowie rivaliza por el protagonismo con el saxofón de McCaslin, desquiciado, juguetón y responsable de aportar ese punto histriónico de la trilogía berlinesa. Esta canción está a caballo entre lo vanguardista de Low y los sonidos jazzy de Aladdin Sane y Black Tie White Noise, que aportan la elegancia a un tema, en cierta manera, excesivo, una elegancia que, por cierto,  no pierde en ninguno de los siete cortes.



THE NEXT DAY (2013): Valentine's Day
Después de 10 años de parón musical y sin esperarlo nadie, regresó Bowie con "Where Are We Now", que evocaba lo mejor de la trilogía berlinesa –solo hay que ver el videoclip y las referencias a Berlín en la letra–, pero con el abatimiento o, mejor dicho, la nostalgia que Hours... irradiaba. Una canción maravillosa, sin duda. Sin embargo, había una mucho mejor o, si no mejor, más disfrutable y fresca: Valentine's Day. Parece que llegó tarde: de haberse publicado 40 años antes, en la etapa glam del de Brixton, en Diamonds Dogs o, incluso, en Ziggy Stardust, este tema se codearía en los recopilatorios con Life on Mars?, Sweet Thing, Starman o Rock 'N' Roll Suicide. Es más, la prefiero. Valentine's Day retuerce la imagen de Cupido hasta convertirlo en un ser demoníaco, terrorífico. No podría contar con unos arreglos y un desarrollo más acertados, que desembocan en un final que quita el hipo, emocionante y terriblemente nostálgico. 



REALITY (2003): New Killer Star y Days
Reality es un disco pretendidamente moderno y directo. Bowie recupera la inmediatez de Ziggy Stardust y la estridencia de Scary Monsters, pero con una ejecución absolutamente distinta. New Killer Star, primer single, posee un riff y una melodía arrebatadores, más próximos al pop-rock que al rock. Es de esas canciones que incendian estadios, que levantan del sillón al más tímido... Y, por suerte, no cae en los vicios nostálgicos y facilones de la mayoría de leyendas del rock, en especial, en la autocomplacencia. David no recicla fórmulas: New Killer Star suena hija de su tiempo, no repite patrones de los 70 o los 80, tampoco estaba arreglaba para que sonara actual, a 2003, porque trece años después suena tan vigente y fresca como en aquella época o más. 


No puedo dejar de recomendar "Days", un medio tiempo evocador con unos arreglos tropicales y, en cierto modo, estridentes, herederos de "A New Career In A New Town" y padres de los de "How Does the Grass Grow?". Una de las joyas de sus últimos trabajos.


HEATHEN (2002): Sunday, 5.15 the Angels Have Gone y Everyone Says 'Hi'
Continúo con Heathen, uno de mis cinco álbumes favoritos de Bowie. En él retoma la vertiente de rock más clásico. Ahora bien, esto no significa que no haya experimentación; todo lo contrario, las doce canciones juguetean con el ambient y la electrónica. En cierto modo, es un Ray of Light rockero: Madonna se sirvió de la electrónica para trabajar desde otra perspectiva las texturas pop; Bowie hizo lo mismo desde el rock. 

"5.15 the Angels Have Gone" es una canción mágica que cuenta la historia de un hombre que una vez encontró el sentido de su vida y que, tras perderlo, lo busca incansablemente sin éxito. Todos, en algún momento, nos hemos sentido perdidos, desorientados; escuchar este tema, tan pausado y con un desarrollo ascendiente, con un buen equipo de música conduce, simplemente, al éxtasis. Con eso lo digo todo. A esta proeza Heathen le debe mucho a los músicos de la élite que Bowie contrató. Es increíble lo definido y la profundidad del sonido así como las distintas capas y los efectos catorce años después de su publicación. 


De "Sunday" puedo decir lo mismo. En esta se acentúa más la fusión del rock con el ambient. Escuchar "Sunday" debe de ser lo más cerca a una experiencia mística que muchos de nosotros vamos a estar. Su contención deliciosa, Bowie pronunciando cada palabra con una elegancia nunca vista y con tanta emoción... Saboreando cada palabra, reflexionándola. Sencillamente enorme. Estas dos canciones solo puedo valorarlas desde la emoción.


Everyone Says 'Hi' comenzó a entusiasmarme tras la muerte de Bowie, me reconforta. Aborda el tema de la muerte con tanta naturalidad y un lirismo tal que alivia, aparte de suponer un verdadero goce estético.


HOURS... (1999): Thursday's Child
Hours... es un disco menor, muy disfrutable, pero menor. No debería ser una de las prioridades para un principiante en la Bowie. Fue uno de los últimos discos que descubrí. Entre los diez temas, entre los que se hallan baladas, algo de heavy, un poco de experimentación y Thursday's Child. Es un tema lento, con una cadencia pausada. Su ritmo quizá te haga pensar en la banda sonora de una peli erótica o de una escena de cama de cualquier serie. No obstante, detrás de esa primera impresión, hay un señor tema, que reflexiona sobre el paso del tiempo y el amor como remedio ante la inadaptación o la incomprensión de la sociedad de nuestro tiempo ("Maybe I'm born right out of my time", dice uno de sus versos).


EARTHLING (1997): Seven Years in Tibet y I'm Afraid Of Americans
Aunque este ejercicio de Drum 'n'bass no tenga canciones especialmente emocionantes, me atrae mucho Earthling –a la par que me divierte por su experimentación: combina el rock a la Bowie, en especial, el de Scary Monsters, con el Drum'n'bass, tan de moda en los noventa. "I'm Afraid Of Americans" es un corte redondo, el menos experimental de todos y, tal vez, por ello, es el tema que más vigente suena en 2016. 



Podría reivindicar "Little Wonder". Sin embargo, al haber tenido más repercusión, opto por un tema más desconocido: "Seven Years in Tibet". Un tema desconocido, fuera del círculo de los que conocemos de cabo a rabo la discografía de Bowie, desconocido no por cuestiones meramente artísticas: la combinación de rock, D'n'B con esas pinceladas de jazz, tan gratificantes después de las partes más agresivas e industriales, habría tenido una acogida más positiva si no fuera porque algunos perdieron el interés en Bowie con su estrepitoso fracaso artístico desde mediados de los 80 hasta la disolución de Tin Machine y muchos seguían esperando que el inglés viviera en un bucle infinito de composiciones como las de Hunky Dory. En el fondo, no encuentro tantas diferencias entre "Quicksand" y "Seven Years in Tibet": en cuanto a la estructura, es un "Quicksand" pasado por el Jungle. No lo encuentro tan alejado de "All The Madmen", por ejemplo.

1. OUTSIDE (1995): Outside y I'm Deranged
Uno de mis diez discos favoritos de Bowie. Recuperó la senda de la trilogía berlinesa, en parte gracias a Brian Eno, con quien no colaboraba desde Lodger (1979). 1. Outside es álbum fruto de la experimentación y la improvisación, repleto de rock industrial y conceptual: recrea un mundo distópico donde el asesinato puede ser arte. En él Nathan Adler investiga el caso de un asesino en serie para comprobar si los crímenes cometidos por este deben ser considerados arte o un vulgar delito. Outside es un disco marciano, con atmósferas opresivas, no demasiado melódico y con texturas jazzy, industriales, rock y pop que, en algunos casos, parecen desafiar la paciencia del oyente. Con todo, una vez que el oído se acostumbra, merece la pena: es un delicia. Recomiendo comenzar con "Outside" y "I'm Deranged". Es un disco que aún hoy sigue sonando actual, moderno. Al parecer, su producción en 1995 generó un gran impacto por los avances técnicos, su sonido era bestial, según he leído en blog. Ahora lo sigue siendo, pero los adelantos tecnológicos con que contó Heathen y Blackstar deslustran la producción vanguardista de 1. Outside




BLACK TIE WHITE NOISE (1993): Jump They Say
La década de los 80 fueron difíciles para Bowie en el plano musical. Tonight y Never Let Me Down solo pueden ser considerados anécdotas o pesadilla. Tin Machine, supergrupo que formó Bowie en 1989, tampoco fue gran cosa, salvo algún acierto del primer disco. Por suerte, llegó Black Tie White Noise e inauguró una década en la carrera de Bowie sin parangón: no está entre lo más celebrado, pero firmó cuatro discos totalmente distintos entre sí, experimentales e intimistas. Solo sitúo 1. Outside en su top 10. Black Tie White Noise es uno de los diez menos buenos, pero es que la discografía de Bowie resulta tan imponente que su posición no desmerece las bondades de este álbum. A ratos formidable a ratos ("I Feel Free", "Looking for Lester" o "Black Tie White Noise"), a ratos mediano. 

Destaco el primer single, "Jump They Say", en el que aborda la alienación de la sociedad, una sociedad deshumanizada que, al enfermo con tendencias suicidas, lo abandonan, lo tratan como un bicho raro y, en el fondo, lo incitan a que salte al vacío. Una canción muy crítica con la sociedad y dedicada a su hermanastro, pero también contagiosa, tremendamente contagiosa. Impagables los toques jazzy que recorren cada uno de los temas del disco, pero pocas veces la experimentación jazz sale también parada como en "Jump They Say", directamente la tercera canción que más me gusta de Bowie.