jueves, 31 de diciembre de 2015

31 de diciembre. ¿Qué mejor día para hacer balance de 2015? Los muros de Facebook se irán poblando de intensas líneas de agradecimiento, de reflexiones y de un aroma pseudotrascendental-filosófico de mercadillo. Pero confieso que otros años también me he sumado a eso y confieso que vuelvo a tener la tentación de hacerlo. No descarto acabar introduciendo algo de esto en las próximas líneas, confieso.

Mejor ir al grano, ¿no? Con esta entrada despido un año en que no he publicado demasiado (44 entradas). Se trata de una lista de aquellas manifestaciones artísticas que me han marcado y que no me puedo resistir a no compartirlas con vosotros. Entre ellas hay joyas publicadas hace años, canciones, libros o series con que he pasado tan buenos momentos que me han conducido a escuchar, leer o ver otras obras de sus autores. Os animo a que sigáis leyendo, a que dejéis, luego, vuestro comentario (y vuestras recomendaciones) y, sobre todo, a que las descubráis. En cuanto al orden, sigo rigurosamente el orden alfabético.

A dos metros bajo tierra 
No se sitúa entre las series más conocidas en España, eso sí, quien la conoce, quien la ha visto, solo tiene buenas palabras. Excelente, obra maestra, maravilla, por ejemplo. Alan Ball produjo sus 63 capítulos, emitidos entre 2001 y 2005, y, por ello, hay que sentirse profundamente agradecido. Habrá temporadas más intensas o con un ritmo más veloz que otras (algunos seguidores consideran inferiores la tercera y cuarto temporada), pero lo cierto es que emociona como ninguna otra serie o película puede emocionarte. Se suele alabar, poner en un altar incluso, los seis minutos finales acompañados del estremecedor Breathe Me de Sia, y es obvio. Sin embargo, no podemos quedarnos con eso: A dos metros bajo tierra ponía los pelos de punta de principio a fin con su capacidad para retratar con crudeza y un realismo asombrosos la vida y la muerte (en verdad, la muerte se incluye en la vida, disculpad la redundancia), los problemas y los dilemas que nos acucian y, en definitiva, la condición humana.

Que la muerte no es enemiga, sino una aliada fiel o que para vivir una vida feliz hay que ser honesto con uno mismo y no limitar nuestras posibilidades, vivir a calzón quitado, son conocimientos que, si no me ha enseñado A dos metros bajo tierra, sí me ha permitido afianzarlos. 


Bob's Burgers
Después del último capítulo de la serie anterior, sentí un vacío ciclópeo. ¿Qué veo yo ahora? ¿Cómo supero la conmoción que me ha dejado A dos metros bajo tierra? Intenté engancharme a The Wire, sin embargo, no hubo manera. Necesita comedia, reír ante todo o, al menos, sonreír, sin conformarme con el humor superficial de Padre de familia (que no digo que no me guste, que conste, solo que buscaba menos carcajada y más humor profundo, elaborado). Y, entonces, llegó Bob's Burgers. Un padre muy normal que saca adelante a su alocada familia gracias o a pesar de su pequeña empresa, su hamburguesería. Su esposa, algo alocada y con aspiraciones de éxito artístico que nunca alcanza; su hija mayor, una adolescente obnubilada con los culos de los chicos, los zombis y las fantasías eróticas con ellos; su hijo, un niño con inquietudes musicales, bonachón y algo marginado; y, por último, la hija pequeña, Louise, de ideas locas y egoísta hasta la médula. Con sus defectos y virtudes, con su humanidad rebosante es imposible no quererlos, sufrir con ellos, gozar de sus pequeños triunfos y amarlos. Le debo a esta animación de FOX una entrada, por cierto.

Mi vínculo con esta serie es estrechísimo. De mi verano de 2015 fueron los Belcher coprotagonistas. A veces acompañado, pero más bien pasando muchos ratos, muchísimos, a solas, descubrí que puedo disfrutar del verano y de la vida en general tanto en soledad como en compañía. Lo importante es la actitud, tener claro que la felicidad es solo una, pero que las vías para alcanzarla son múltiples y acaso infinitas. 

BoJack Horseman
Netflix cuenta con esta serie de animación protagonizada por un caballo, egoísta, cruel a veces y mujeriego, que se siente fracasado y un juguete roto al darlo de lado la industria de la tele después de haber sido de joven una estrella televisiva. El perdón, la honestidad, la frustración y la vida vertebran esta maravilla, que no destaca por unos ilustraciones delicadas y unas transiciones agradables a primera vista, sino por unos guiones fantásticos, que te envuelven en una alegría-tristeza que ponen los pelos de punta al final de cada capítulo.


El río del Edén (José María Merino)
Esta novela maravillosa te "obliga" cuestionarte los límites del amor de pareja, la profundidad del amor paternofilial, el concepto de felicidad, el modo en que plantear la maternidad y sus riesgos, etc. No me extenderé porque ya lo hice en la reseña que publiqué en agosto (http://elacantiladodelaspalabras.blogspot.com.es/2015/08/jose-maria-merino-el-rio-del-eden-resena.html). Es de esas novelas que te generan muchas más preguntas que respuestas, de esas que duelen, a pesar de sus tintes adánicos y su fino humor, de esas imperecederas, que te acompañan en el recuerdo o en la relectura a lo largo de la vida. Pese al dolor del que hablo, fruto de la honestidad y el realismo con José María Merino, que conocí en una maravillosa conferencia este año, aporta un deleite incuestionable. Devoré sus 300 páginas en dos días. Me guardo las reflexiones que extraje de esta novela intimista para no destripar la trama. 

En la tierra de en medio (Rosario Castellanos)
Fue a finales de 2014 cuando descubrí la poesía de Rosario Castellanos y fue un flechazo, porque los flechazos también se dan en poesía. Poesía no eres tú, su obra poética completa, resulta un goce sin parangón. Ahora bien, como el poemario En la tierra de en medio no escribió otro. Esa ironía suya subversiva, ese humor tan distante de lo superfluo y tan cercano o tan dentro de la emoción y la defensa de la mujer y del indígena estremecen, porque Rosario Castellanos fue una intelectual, una diplomática, una poeta y, ante todo, una mujer honesta capaz de unir inteligencia y pasión con un grado inusitado de goce estético y solvencia.


King (Years and Years)
Si Bob's Burgers protagonizaron mi verano, también lo hicieron este joven grupo británico y su álbum Communion, que reseñé hace unos meses (http://elacantiladodelaspalabras.blogspot.com.es/2015/08/years-years-communion-resena.html). Tal vez desluce esta lista, porque en cuanto a calidad y trascendencia, no está a la altura del resto de obras. No sabría decir cuántas veces he escuchado King ni tampoco cuánto he disfrutado de este tema, y eso quizá es lo esencial. No me preocupa tener buen gusto o no. ¿Qué es el buen gusto, por cierto? A uno le gusta lo que le gusta y no hay un porqué. No creo en lo bueno y en lo malo, estas etiquetas me parecen infantiles. Esto, sin embargo, no quita que uno deba ser capaz de discernir lo elaborado de lo menos elaborado, lo atemporal de lo pasajero, lo original de la copia, etc. 

Lazarus (David Bowie)
Incluir en esta lista a un artista, ¿qué digo?, un artista inmenso "Often Copied Never Equalled" (como decía la línea promocional de Scary Monsters) puede pareceros una aberración. ¿Dos décadas para descubrirlo? Antes de 2015 había escuchado unas diez canciones, las más populares. Pero ha sido este año cuando me he enganchado a su música. Estoy descubriendo unos temas atemporales, emocionantes y capaces de asombrarme, porque Bowie se ha reinventado disco a disco. Absolutamente camaleónico. Prefiero saborear cada disco sin saturarme, por eso he escuchado unos pocos: The Next Day, Heathen, Let's Dance y Station to Station. Y este descubrimiento se lo debo a los dos singles de Blackstar, el álbum, su vigésimoquinto, que lanzará al mercado el 8 de enero. Estoy hablando de "Blackstar" y el impresionante "Lazarus". Especialmente este último es un pasaporte al éxtasis indudable. Escucha.


Nadie nos recordará (Amaral)
Tengo pendiente una reseña del séptimo disco de Amaral, del que os adelanto que me siento muy satisfecho. Cierto es que es un álbum que precisa de escuchas para situarlo en el nivel que merece (notable alto) como cierto también es que resulta algo plano al escuchar los catorce cortes de un tirón, una pena si tenemos en cuenta la rica instrumentación y los matices con que cuenta. Líricamente tampoco es el mejor, aunque los temas que abordan y el enfoque, más maduro que en discos anteriores, me satisfacen como nunca. Realmente me identifico mucho con ellos. Principalmente con Nadie nos recordará, si no la mejor canción de los zaragozanos, una de las mejores. La melodía, la instrumentación, la voz de Amaral, emocionante como nunca, el buen hacer de Juan Aguirre, en definitiva, todo me sobrecoge. 

Estoy de acuerdo con la letra: al morir nadie nos recordará, antes o después acabamos olvidados: es cuestión de tiempo, y aquellos cuyos nombres y apellidos resisten al paso del tiempo de algún modo también son olvidados: solo quedan algún apunte biográfico, quizá, y sus actos, sus obras, y estas perviven con vida propia, despojadas de la sombra de quien las trajo al mundo. La vida propia no puede depender de la conciencia ajena. La vida depende de quien la vive y del amor que siente y que está dispuesto a sentir.


Quién lo diría (Eloy Sánchez Rosillo)
Como se me hace extraño valorar la obra de un poeta que ha sido mi profesor en la universidad, pasaré de puntillas. De hecho, no leí su último poemario con el fin de analizarlo, sino de disfrutarlo y de releer sus poemas varias veces en voz alta, para disfrutar de toda la musicalidad de sus versos. Y cabe decir que lo disfruté mucho, pues sin duda se halla a la altura de sus mejores poemarios, como La vida o La certeza, quizá incluso diría que me ha gustado más que estos. Dado el buen sabor y la emoción de estas lecturas, ahora mismo estoy inmerso en sus obras de corte elegíaco, que conforman la primera mitad de su obra. 

Quién lo diría conceptualiza el modo de vida, el asombro, y la actitud vital con que acabo este año. Encuentro en mí un nuevo giro vital. No digo que este libro haya sido el artífice, porque no lo ha sido, sino que ha sido una ayuda y un acompañante ejemplar en estos cambios que estoy experimentando. En EL CULTURAL podéis leer una crítica http://www.elcultural.com/revista/letras/Quien-lo-diria/37257 .

Todo se desmorona (Chinua Achebe)
Junto con A dos metros bajo tierra es la obra que más me ha conmovido y afectado este año y con una gran diferencia. Es mi primera novela africana, una novela de unas 200 páginas acerca de la colonización por parte de los ingleses, que contrapone dos modos de vida, el anterior a la llegada de los colonos y la posterior. Enfrenta la tradición y el cambio, o el individuo como una pieza más de la sociedad, en su función social, o el individuo en sí mismo, en su individualismo. Plantea, así misma, el concepto de masculinidad y el patriarcado. Conocí la existencia de esta maravilla gracias a una clasificación de los 100 mejores libros de la literatura. A no ser por ella, me habría perdido una novela asombrosa, la mejor en mi opinión después de El Quijote, aunque, claro, me queda tanto por leer como para hacer tal aseveración que quizá debería reservármela. Un mundo tan lejano a mi vida y capaz de atravesarme el alma. Dejo un fragmento estremecedor:
Todos los años le dijo con tristeza, antes de sembrar nada en la tierra, sacrifico un gallo a Ani, la dueña de toda la tierra. Esa es la ley de nuestros padres. Sacrifico también un gallo en el santuario de Ifejioku, dios de los ñames. Arranco la maleza y la quemo cuando está seca. Siembro los ñames después de la primera lluvia, planto las varas en cuanto aparecen los bejucos tiernos. Escardo malas hierbas…
¡Guarda silencio! gritó la sacerdotisa, con una voz terrible, que retumbó en aquella hueca oscuridad. No has ofendido ni a los dioses ni a tus padres. Y cuando un hombre está en paz con sus dioses y sus antepasados, su cosecha será buena o mala según sea la fuerza de su brazo. Tú, Unoka, eres famoso en todo el clan por la debilidad de tu machete y de tu azada. Mientras tus vecinos salen con sus hachas a talar bosques vírgenes, tú siembras tus ñames en tierras agotadas fáciles de limpiar. Ellos cruzan siete ríos para preparar un campo, tú te quedas en casa y ofreces sacrificios a un suelo renuente. Vuelve a casa y trabaja como un hombre. ACHEBE, Chinua (2010 [1958]). Todo se desmorona (trad. José Manuel Álvarez Flórez) Barcelona; Debolsillo, 6ª edición.

Por cierto, quería agradecer a DeBolsillo la publicación de esta novela y, por supuesto, del resto de novelas que tradujo en 2010 de este autor.

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2015 ha sido esto y mucho más. Ojalá alguna de estas obras artísticas os pueda llegar tan hondo como en mí lo han hecho y que formen parte de vuestro 2016. Gracias por leerme y, sobre todo, os deseo que disfrutéis con la mayor de las alegrías de esta Nochevieja y que vuestro 2016 sea igual de feliz o, incluso, más como el instante que con mayor emoción y felicidad guardáis.  

Tomó una buchada de aire y se armó de valor para golpear la aldaba. Advirtió que su corazón comenzaba a latir con más frecuencia, cada vez más fuerte. Tranquilo, no te pongas nervioso –se dijo–, que esto es más miedo que otra cosa y el miedo no es nada. Sin embargo, David no lograba apaciguarse, más bien, lo contrario. La perturbación aumentaba a medida que el tiempo trascurría sin que ningún familiar abriera la puerta. De haber abierto la tía Fina un instante después, habría deshecho el camino y vuelto al coche donde lo esperaban. Cortés, emulaba ella los modales de la aristocracia más petulante y redicha. Al sobrino le alivió sus excesos, carne de gag.

Toda la familia debía de estar en el comedor entregada a la fiesta, a los chascarrillos y, en definitiva, a lo que concernía a despedir el año por todo lo alto, montando una enorme algarabía, acaso barruntando que los gritos y el alcohol de las cervezas pueden borrar el sufrimiento de todo un año. David atravesaba el pasillo que desembocaba en otra Nochevieja, al igual que en las veintiuna anteriores, en las que pasó del carricoche a una moto de juguete, y de impulsarla con la fuerza de sus piernas y unas zapatillas de la talla 30 pasó a andar, primero, de la mano de sus padres, luego, junto a ellos y, ahora, sin ellos, pues llegaron una hora antes a casa de la abuela. A sus veintidós años era un chico bien parecido, moreno, con la raya al lado, con una corpulencia nutrida de tres horas de gimnasio a la semana y una actitud en la que confluía cierta chulería y timidez. Dos pasos para pasar bajo el dintel y entrar, tomó otra buchada de aire tan medroso y asqueado como el ganadero que por primera vez detecta si una vaca está preñada o no a través de la palpación rectal.

Abrazos, besos y otras muestras de afecto se sucedieron con la rapidez y la fugacidad en su ser con las que el electro latino irrumpe en la radiofórmula. Maribel, su abuela, le entregó su regalo.
―Gracias, abuela, por este… ¿esta bola de Navidad? –agradeció David con cara de circunstancia observando esa esfera de plástico transparente en cuyo interior se apreciaba algo rojo.
―Nene, es un tanga rojo, ¿es que no ves el triángulo rojo y el hilo?
―Abuela, es que yo soy de bóxer, de calzoncillo en plan pantalón corto, ¿sabes?
―¡Claro, hombre! Con esos huevazos que tenías de pequeño, normal que no te quepa nada.
―¡Abuela! –se ruborizó.
―¡Ay, si no he dicho nada, nene! ¿Quién te bañaba de pequeño? Pues, ¿quién si no tu abuela que soy yo? David, ponte el tanga rojo, y a ver si así te echas novia de una vez, hijo, que con lo guapo que eres (¡ay, estás para comerte!) es un desperdicio que estés soltero.
―No necesito tanga, estoy muy bien como estoy.
―Que cabezota es mi David, hazme caso a mí que soy muy vieja y sabia, que de letras y puentes no entenderé, pero de buscar parejas ya te digo yo que sí. Mira a tu prima Estefanía: con lo fea que es y esa cara llena de granos y a punto de casarse. Ya le he dicho a tu tía que cuando la case que la obligue a no quitarse el velo, por si se le ocurre al Manolo de salir por patas en el altar.
―De verdad, abuela, que yo estoy muy bien, que estoy con los exámenes ahora y a Arquitectura hay que echarle muchas horas.
―Ni arquitectura ni arquitecturo: ponte el tanga y ya verás cómo este año te echas novia, que no van a ser todo estudios, hijo.

A David lo esperaban en el coche. Él lo sabía. Se enfiló hacia él, mientras la familia llenaba la mesa de platos de carpaccio de salmón, ensaladilla rusa, salpicón de pulpo y diversos canapés. David se enfiló entonces al coche exhalando el vapor de un cigarrillo electrónico. Poco de sencillo era abandonar el tabaco después de años y años habituando a su organismo a la nicotina diaria. Echó una vaharada generosa con la que pretendió desprenderse de la presión, de las expectativas depositadas en él que nunca satisfaría y de la rabia por pasar la Nochevieja junto a él y, ya si eso, también junto a la familia.

Subió al vehículo, Mario había encendido la radio, tal vez escuchaba RnB o quizá ambientaba la solitaria noche RnB mediante. En cualquier caso, lo cierto es que no había despegado la vista del teléfono, mientras sus dedos desplegaban hábiles una velocísima danza en torno a las teclas virtuales. David conocía de sobra la habilidad de sus dedos. Los había visto y disfrutado muchas veces en muy distintas horas del día y en muy diferentes usos y posturas. Se comieron los morros. Mario incluso se aventuró a meter su mano bajo la camisa de su novio rumbo a su pecho. Tengo que volver –reaccionó David apesadumbrado en parte–, la familia me espera. Pero antes dame otro beso: me facilitará ser hetero a ojos de mis tíos y primos un rato más.

El joven no pecaba de deshonesto para nada, acaso discreto. Él había salido del armario consigo mismo y con eso bastaba. Los peores tragos, pensaba David, son los previos a mirarte al espejo y decirte “no huyas más de ti, eres lo que eres y bien feliz que te sientes”; lo demás viene rodado. Al igual que la tía Emma, ausente esa noche rompiendo la costumbre, este ya no temía que muriera el David que ellos conocían, el que había construido desde pequeño a golpe de silencio y de angustia. Simplemente, obedeció a sus padres cuando estos le pidieron que no contara nada a nadie, que alimentara un tiempo más el engaño para no romper la felicidad familiar, alegando que el abuelo estaba muy débil y cualquier sobresalto lo sentenciaría a muerte.

David, ¿te has puesto el tanga ya? Venga, que al próximo año te queremos aquí con novia –repitió la abuela varias veces. Y no pocas durante la cena también pensó él en que la más inteligente era la tía Emma, que para no estar a gusto optó por quedarse en casa. Con un par de ovarios.

El carillón, los cuartos, las doce campanadas. ¡Feliz año, sobrino! ¡Qué guapo que eres, nieto! ¡Feliz 2016, tronco! Besos, abrazos, palmadas en la espalda… Felicidad sintética, hipocresía natural, de primera. A los cinco minutos de empezar enero, se despidió de ellos, se dirigió al coche y con Mario comenzó el año. Con felicidad auténtica, esta vez sí canela fina. Sus padres lo sabían; la abuela, también.

viernes, 25 de diciembre de 2015

«¡Feliz Navidad! De corazón espero, querida hermana, que tus deseos se hagan realidad y que nunca dejes que el dolor y el miedo te venzan. Lucha por tus sueños. Cuidaos, Juan y tú».

«Querida amiga:
¡Felices fiestas y próspero futuro plan de pensiones! Pásate por nuestro banco y contrátalo».

«De parte de tu amiga Sofía, me duele no poder vernos estas Navidades, hace casi siete años que no quedamos, pero sabes que tienes una amiga para siempre y sé que en ti yo también la tengo. Has sido toda la vida una mujer muy valiente, has aceptado los varapalos de la vida con un estoicismo que, sinceramente, me estremece; siempre honesta, leal y rebosante de coraje, caminando con paso firme hacia el devenir, siendo dueña de tu tiempo presente, confiando en que lo que está por venir, sea desdicha o gracia absoluta, te reportará experiencia, sabiduría y vida. Siendo como eres, Mercedes, amiga del alma, sería muy tonto por mi parte desearte una feliz Navidad, porque, por un lado, estas fechas tan señaladas no dependen de ti y, por otro lado, porque lo feliz te es inherente, porque así lo has querido y has luchado, porque tú eres, sin duda, el espejo donde se mira la Felicidad para imitarte».

«Desde su óptica le deseo felices Navidades y un feliz segundo par de gafas. Consulte condiciones de esta promoción en el dorso».

Mercedes se ha sentado a leer las tarjetas navideñas como lleva haciendo desde principios de milenio. Las lee en el sofá, arrebujada en la mesa camilla y calentando sus piernas gracias al brasero electrónico, mientras calienta el estómago bebiendo a sorbitos, despacio, una infusión. Y ha leído cada christmas con una ilusión que nunca se extingue y que siempre se aviva en Navidades. A pesar de ser una señora de cincuenta y tantos años y entrecana, me evoca a la cría que nunca trajo al mundo (su útero siempre encontró trabas), de hecho, sentada en el sofá, sus pies no alcanzan el suelo. Lo mejor de las Navidades son las felicitaciones –piensa–, saber que no se olvidan de mí y me transmiten sus mejores deseos.

También su marido recibe tarjetas de Navidad y se sigue emocionando con los mensajes tan alentadores de remitentes con los que el contacto es mínimo y anecdótico (alguna vez se encuentran en el médico, en el bautizo de algún familiar, en la ferretería donde él se desloma mañana y tarde...), si bien perduran los lazos de amistad en una zona de su mente donde los recuerdos se tumban a descansar.

«Merry Christmas! Mis chiquitines, mi mujer y yo os deseamos a ti y a Merche unas Navidad la mar de felices. Estábamos montando el árbol de Navidad y escogiendo con qué guirnaldas y bolas decorarlo y me he acordado de nosotros de niños. ¿Te acuerdas cuando el día de la Lotería nos encargábamos de montar el belén? Papá nos traía del desván serrín y las pinturas. Mamá decidía de dónde y por dónde habían de venir los reyes y los pastores. Tenía alma de madero la jodía. Ahora ellos no están como estuvieron hace años, pero de algún modo siguen estando, y esta carta los alimenta, los retiene en nuestras vidas. Te quiero, hermano. Cuídate y cuida de Merche».

«¡Felices fiestas, Juanito! Otro año más te escribo para desearos a tu esposa y a ti un año de dulzura y sentimiento. Al igual que tu mujer, tampoco he podido engendrar un hijo y muchas veces me alegro: he descubierto que hay, si no infinitas, mil vías para entregarme en esta aventura. Todo sucede por algo, Juanito, por eso tú y yo rompimos, porque Dios nos hizo para ser amigos, no novios. Dios es sabio, ¿sabes? Escuchadlo y cuidaos, tortolitos».

«Cierra los ojitos, abandónate, déjate llevar, respira muy profundo, así, hazlo así. Observa el jilguero, el árbol cuyas ramas ansían acariciar las nubes, observa la luna o el rayo de luz que entra tímido por la ventana. Obsérvalos hasta tenerlos dentro, hasta ser parte de ellos o, más bien, hasta que ellos sean parte de ti. Ya en tu cuerpo fluye la felicidad. Entonces, abre los ojos: la Navidad ha llegado. Tu prima Silvia».

El matrimonio también escribe tarjetas.


Mercedes sale de casa, aprovechando que Juan acaba de entrar al cuarto de baño. Baja las escaleras del cuarto piso hasta la planta baja. Acaba de abrirse o cerrarse la cabina del ascensor. El sudor de sus manos ha arrugado la parte del papel que sujetan sus yemas humedecidas. Se dirige entonces a los casilleros postales con una pose casi clandestina. Nadie a sus espaldas. Avanza, avanza… Ya está más cerca de su buzón.

—Cariño, ¿pero qué haces aquí? –el semblante tierno se le descompuso a Juan de sorpresa–.
—¿Y tú? –le arrebata de las manos unas cartas que estaba a punto de introducir en el buzón–. ¿Por qué las ibas a meter? ¿¡Cómo que la destinataria soy yo!?
—Merche, ¿y tus tarjetas? Llevan mi nombre.
—Pero, ¡tesoro!, niño de mi alma, hombre de mi vida, ¿quiere decir esto que mis tarjetas de Navidad son tuyas…?
—¿… y las mías, tuyas?
—Sí, cariñín, y que no tenemos a nadie ni tenemos nada y, sin embargo, lo tenemos todo, que no necesitamos más, que si esto no es amor que baje Dios y lo vea…
—Que no te necesito y tú tampoco a mí, que aun libres para vivir otras vidas, nos servimos de esa misma libertad para escoger esta, para amarnos y estar el uno junto al otro.

David, el chico del 2º B que compartía piso con otro chico los fines de semana, acaso un amigo, los saluda.

El amor los salva.

jueves, 24 de diciembre de 2015


―¡Ay, Dios, que el viejo este ha estirado la pata! Que se ha ido al otro barrio.
―¡Calla, Eva! Mira que eres dramática. ¿Tú hueles a muerto? Yo al menos no.
―Pon la oreja otra vez, Maite. No se escucha nada, ni la tele, y los viejos están todo el día con la tele puesta, ya sabes.

Tocan la aldaba, pero Ramón no abre. Y las dos vecinas frente a su puerta pasan a ser tres, y luego cuatro, y después cinco hasta que medio rellano se planta en el portal con un abanico de hipotéticos fines que podrían ir desde mantearlo o desfilar por el pasillo con su féretro en hombros hasta pedirle el aguinaldo entonando algún que otro villancico. O simplemente cotilleando, acumulando conocimiento de una vida ajena sin la mínima intención de hacérsela más sencilla o de al menos entrar.
―Si es que los viejos tienen que estar en la residencia o con sus hijos y no aquí, que se mueren de pronto y porrazo, y su alma al subir se te mete en el escabeche y las croquetas. 
―O en el cuerpo. Mira mi brazo –enseña Charo su piel de gallina–, que mi dormitorio está encima del suyo–. ¿Y si se me ha sobrepasao y su alma ha atravesao mi cuerpo? ¡Menudo viejo verde era!
―A mí me miraba el escote cosa mala. Mis tetas las conocían mejor sus ojos que mis sostenes.
―A mí me miraba más, lo siento por vosotras –Tere se reajusta la faja con disimulo–. ¿Quién llama al 112?

Ramón, el protagonista de esta historia o de este cotilleo, está tendido en el suelo, dormido a veces, despierto y desesperado, otras tantas. Se había enfilado una semana antes hacia la puerta para abrirla y atender a quien había llamado al timbre. Intentó avisar de la caída, pero quien esperaba en la puerta se dio por vencido antes y se marchó, no sin antes introducir bajo la puerta algo. Parecían cartas o papeles doblados. La sala estaba a oscuras y solo un rayo de luz que entraba por la ventana restringía su visión.

Este es un octogenario que vive solo, come solo y se lamenta solo, salvo cuando una cuidadora cada quince días contribuye a una pulcritud que se marchita pocos días después sirviéndose de la orina alrededor del retrete, de latas de comida precocinada o de algún moco ocasional por los recovecos del sofá. Los políticos se aferran a la solidaridad de las familias para dejar la Ley de Dependencia enjuta, mucho más enjuta, que las raspas de sardina que reposan en un plato entre el sofá y la mesa de centro. Refunfuña algo Ramón, no logro adivinar el qué. Acaso protesta por vivir en un país que se olvida de los ancianos y, especialmente, de aquellos, solteros o viudos, que, como él, no tienen a nadie que los cuide, que pueden tropezar, caer, beberse la lejía por despiste o tomarse mal la medicación y no tener a nadie que los ayude a levantarse, a llevarlos al médico o a repartir las pastillas en cajitas o bolsas según el momento del día y la dosis prescrita. No hay conmiseración por parte de ellos.

Tampoco la conmiseración de los familiares. «Papá, queremos vivir nuestras vidas, no podemos sacrificarnos tanto, entiéndenos: tenemos que trabajar, sacar adelante a nuestros hijos… En verdad, vamos a estar contigo, vendremos a visitarte y todos los días te vamos a llamar. Lo dicho: atento al teléfono», le dijo su hijo. Una conversación telefónica puede ser lo más parecido a un abrazo, pero el teléfono no prepara la cena, ni cambia pañales, ni tampoco levanta a quien tropieza.

Alguien desde fuera introduce una llave, se repliegan los pestillos, alguien atraviesa el umbral. El rostro de Ramón ya no representa un rictus de desdicha. Sonríe. Su semblante es el vivo retrato del alivio. Dos voces cada vez más próximas se identifican y dicen no sé qué de unas cartas.  
―¡Virgen Santa! Juan, cariño –se dirige a su marido una vecina–, ayúdame a levantarlo. ¿Cómo estás, Ramón? ¿Desde cuándo estás así? ¿Te has hecho pupa?
―Bien, Merche, no es nada.
―¿De verdad?
―¿Crees que estoy para mentir, cagado y meado como estoy? –señala sus pantalones, desde los cuales se desprende un hedor nauseabundo, de una repugnancia tan intensa que no pocos acabarían vomitando los desayunos de todo un mes.
―Boberías, ahora mi Juan y yo te damos una ducha y te echamos un poquirriquitín de colonia y te ponemos requeteguapo.
―Don Ramón, le dejo en el mueble de la tele unas cartas, son propaganda electoral.
―El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Bueno, tíralas. Promesas ya tengo suficientes… Oye, ¿y cómo es que habéis venido?
―Nada, es que nos gustaría que pasaras la Nochebuena con nosotros. ¿Qué me dices? Y no aceptamos un no por respuesta.  

Él tampoco lo acepta. Este año la Navidad sí que ha llegado.

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¡Feliz Navidad! ¡Disfrutad de esta noche tan especial con una entrega absoluta a la felicidad!

miércoles, 23 de diciembre de 2015


“Mieux vaut être tête de chat, que queue de lion”.

Seguía estirando la masa sobre la encimera cuando, de repente, sonó el teléfono. Lo llamaba su madre. Pretendía acaso asegurarse de que la receta familiar de los mazapanes fuera cumplida a rajatabla, sin variar el procedimiento y los ingredientes que habían empleado su madre, su abuela y las madres de las madres que partieron por la línea del tiempo y los cauces del olvido. Siempre hay quien urge de atención en el momento más inoportuno, como nada más fregar el suelo siempre aparecen pies dispuestos a pisarlo. Rafa, no obstante, agradeció aquella llamada, pues el agua de azahar debía estar y no estaba en aquella masa suya poco homogénea y menos aún apetecible. Siguió amasando, debía parecerse a la de su madre, debía ser como la suya, temía que no lo fuera. Debía de haber solo una manera de preparar mazapanes, debía haberla.

Y, junto a este conflicto doméstico, guardaba otro en el bolsillo de la camisa y en la conciencia. Atesoraba con recelo y en silencio un décimo premiado, un cuarto premio a medias con Natalia.

Mientras tanto, ella, su novia, se depilaba el bigote o las cejas. Admiraba su resistencia al dolor y se deleitaba cuando la sorprendía en el baño untando sus piernas de leche corporal con una ejecución tan delicada y sensual que llegaba a encenderlo y acababan los dos desenrollando la toalla que advertía de sus contornos femeninos de perdición y de sus tersas manzanas.

Fue entonces cuando Rafa comenzó a novelar el futuro. Ahora podría regresar a España con ella, vivir sin el agua al cuello, y que el trabajo se fuera a tomar viento, que ya estaban hartos de mendigar un empleo digno, que mucho decir que había que estar formado para asegurarse un futuro y, mira, de lo que les había servido la carrera, los idiomas y la madre que los parió. Que querían ser enfermeros en su país, sí, por supuesto, pero no a cualquier precio. Comprarse una cosa (¡bendita, propiedad privada!), casarse, tener dos hijos, la parejita, un gato y un perro… Ir tachando días del calendario junto a Natalia, y descubrirla cada día al alba, despeinada aún y sin los parapetos del maquillaje, natural simplemente, y eso era todo. ¿Y ella? ¿Cómo reaccionaría? Igual que él –seguía Rafa amasando la masa indómita–. O no. ¿Y si ella dejaba de quererlo? Con cien mil euros en la cuenta es más fácil. ¡Tonterías! ¿Cómo iba a volverse Natalia superficial, arrogante y de amor mudable? Bueno, aunque su prima se volvió una idiota con la herencia… Siempre presumiendo de nuevos vestidos y bolsos, excusando su ausencia en las reuniones familiares con cuestiones de eventos de glamour de extrarradio, pronunciando eses excesivas, que parecía que tenía una serpiente de cascabel en la boca, y, ¡ay!, esos habían y esas toballas, para matarla. Pero es que Natalia es igual, aunque algo más fea y áspera en el trato. Y no solo es eso: los amigos podrían darles de lado: nadie, salvo los felices, soporta ver a los iguales mejor, dirían que Rafa era un estirado y que se juntaba con los del barrio por pena, que sentiría compasión por ellos, acaso los vería como unos pringados, unos pobres.

—Rafa, ¿bajas a la tienda por agua de azahar o bajo yo?
Siguió amasando y amasando; ni se planteaba echarle más harina, pese a la solidez nula del mazapán. Amasaba con violencia, como si un costal de entrenamiento se las hubiese ingeniado para adquirir la apariencia de aquella pasta. ¡¿Pero cómo piensan sus amigos así?! ¡Él nunca los cambiaría, ni a ellos ni a su novia! En cambio, de las buenas intenciones de esta no estaba convencido. A diferencia de él, ella podría optar por comprarse un pisito de soltera, pasar de un colchón que reclamaba la jubilación por uno recién parido, y lo que era más importante, compartirlo con personas de distintas razas y edades, de distintas procedencias y ocupaciones. Así no tendría que dar explicaciones, ni compartir el estante del baño, o podría vestir de nuevo ropa de marca sin que las provisiones del frigorífico se resintieran.
—Rafa, de verdad… ¡Qué hombre! ¿Me has oído?
—Natalia, ya voy yo… Enseguida vuelvo.


Sin embargo, no tenía pensado volver. De eso acabé por convencerme cuando no se detuvo ante la puerta de la épicerie du coin, sino que avanzó por las calles de aquel país donde las ideas se defienden a través del lápiz y la palabra. Estaba pensando en llamar a su abuelo Ramón, abandonado a su suerte, y compartir el premio. No, mejor, se piraba Dios sabe dónde y disfrutaba del décimo. Y Rafa partió de aquella ciudad donde la libertad y el coraje son a prueba de balas para ser cada vez más diente de león en una tarde de viento. Su abuelo lo siguió esperando.