lunes, 30 de marzo de 2015


Tras lo amargo, siempre se esconde la fórmula de la dulzura. Y es tan difícil encontrarla… The Bucket List me marcó no tanto por el contenido como por el planteamiento de una lista de deseos que cumplir antes de la muerte. Confeccioné el inventario días atrás. Para ello, fue fundamental desproveerme de imposibles y de aspiraciones vagas; concentrarme en deseos concretos también ayudó: saltar en paracaídas, componer una canción, volar en globo, dar rienda suelta a la perversión… Junto a estos deseos algo librescos, hay otros cotidianos, simples, asequibles, porque ser feliz es sencillo, lo difícil es querer serlo.

Deseaba rencontrarme con una de esas esponjas de harina, huevos y azúcar no muy grandes, abultadas, moldadas en conchas de papel rizado. Deseaba, exactamente, perderme en el sabor de una magdalena. Pero no en el de esas que nacen de los ardientes hornos de la fría industria alimentaria, que casi siempre acaban atrapadas en bolsas de plástico, como las muestras de un crimen rumbo al laboratorio. Destinadas principalmente a tomarlas mojadas en leche, como un mero acompañamiento. A veces incluso con rapidez y con inercia por el vasallaje de la rutina y el temor a llegar tarde a la escuela o al trabajo. Las magdalenas que deseaba eran aquellas que merecen toda la atención, que se comen por méritos propios, y no por acompañar el desayuno, con los ojos apenas abiertos y dando en cada bocado un paso más hacia el deleite, los recuerdos y, en definitiva, hacia uno mismo.

No me contentaba con cualquier magdalena: quería la más sabrosa, la más esponjosa, la mejor horneada, la mejor. Por ella acabé en Lugo, junto a Angelines, la doméstica, y a Roi, mi novio. Allí doce años atrás compré aquella magdalena, la culpable de que las demás me supieran a indiferencia y, cuando no, a desprecio. El problema es que allí en este caso abarcaba toda la ciudad de Lugo.

Recorrimos las calles como ya lo hice a mediados de junio de 2003 en medio del ambiente festivo del Arde Lucus. Los vecinos entregados, vestidos con ropas romanas, castreñas o las habituales; el bullicio, alimentado por turistas y curiosos; los restaurantes y bares sirviendo como si no hubiera un mañana raciones de pulpo a feira, lacón con cachelos, y raciones de empanada gallega. La distancia temporal me impidió recordar las coordenadas exactas de aquella confitería lucense, templo consagrado al artificio de la masa, a la repostería artesana, al arte.

Pasamos por la puerta de una confitería pequeña, que trajo un aroma familiar a mis narices. El tiempo es capaz de borrar las aristas de los momentos, pero las sensaciones, jamás. Ellas sobreviven, aunque a veces se camuflen bajo la indulgencia que nos dispensa el tiempo. Debía de ser la que buscaba. Entramos. Con delantal y gorro blancos la repostera nos atendió.
—Tres magdalenas, por favor –pedí.
—¿De qué tipo? –preguntó ella.
—Normales.
—¿Caseras o integrales?
—Integrales, que no quiero las sobras de nadie. Y caseras, obviamente, para comer magdalenas amortajadas ya tengo los supermercados.
—Señorita, magdalenas medio caseras y medio integrales no tenemos. Dígame, ¿las quiere al estilo tradicional o con ingredientes integrales?
—¡Ah, era eso! Caseras, al estilo tradicional.
—¿Normales o mini? ¿Con aceite de oliva o sin?
—Normales y… Con aceite… No sin él… Yo que sé, quiere magdalenas normales, como las haga no me importa.
—¿Normales o rellenas? Pueden ser de calabaza, chocolate, yogur…
—Normales, señora, y no me pregunte más. Si lo sé, me pido un cruasán.
—De acuerdo, hija, tres magdalenas normales caseras normales normales normales.
—Pobre señora –mascullé–, y que sea ella lo único anormal de la confitería. Un poco menos de iniciativa y ya tenemos presidenta del Gobierno.

Llegaron las tres en sendos platos bajo servilletas rojas. Mordí con ansia el bizcocho. Y sí, era ella, me supo a gloria… En el primer bocado. Tan desmesuradas eran mis ganas que quise engañarme. Sin éxito. La apariencia irresistible, el color apetecible y ese aroma a dulce casero no hundieron mis verdaderas percepciones. Era insulsa y amazacotada, a resultas de una cocción insuficiente. Pagué la cuenta con reticencia, diciéndole: «¿Tiene usted licencia por tenencia de armas? Sí, no me mire así: con esos tres mazacotes que nos ha despachado podría denunciarla por intento de homicidio».



Confitería Carmen Ruiz. Ese era el nombre de la pastelería que buscaba. No lo tuve claro hasta que, recorriendo la ciudad amurallada, repleta de musgo oportunista en las esquinas interiores del empedrado muro, descubrí el rótulo de la confitería. «Tres magdalenas normales, por favor», volví a pedir, esta vez, a una ecuatoriana cincuentona tan cortés como inexpresiva.

—Aquí tienen, señores, sus dulces. ¡Qué aproveche!

Miré de arriba abajo, de izquierda a derecha, acerqué mi nariz a diez centímetros de distancia para olerlos, y los ojos, a cinco.

—Camarera, ha habido un error. ¿Dónde está el copete tan elevadito y azucarado? ¿Dónde se ha dejado la levadura? Esto no son magdalenas.
—Aquí tenemos cupcakes y muffins, que son como las magdalenas pero con nata o yogur.
—Lo que aquí tienen es un ejemplo claro de que la mano de obra barata es lo único que importa. Un muffin no es una magdalena. ¿Dónde está el libro de reclamaciones?
—Señora, no se enoje. ¿Por qué lo pide?
—Porque podría pedirle algo de inteligencia, pero no me gusta preguntar por cosas inexistentes. Y ya sabe, tráigame el libro. Usted ha violado a las magdalenas con la nata y me ha querido dar gato por liebre.
—No, gato por liebre no, muffin por magdalena. No reclame, tengo cinco hijos que alimentar y luego mi hija está preñada y vienen gemelos. ¿Quiere ver las ecografías?
—Fetos, ¿por la mañana? Me hago una idea viéndola.

Tres horas después estaba en otra ciudad con Roi, Angelines y el hermano de mi madre. Carlos, que así se llamaba, nos llevó en coche a León. ¿Por qué? Es una larga historia, pero con un origen preciso: un vagabundo. Este nos avisó de que la confitería actual no era sino una copia barata de la confitería Carmen Ruiz, la cual echó el cierre por la crisis. Por suerte, la dueña dirigía otro local en Astorga, y el mendigo estuvo dispuesto a revelarme la dirección por algunas pelas. Cincuenta euros me distanciaban del deleite, del éxtasis. Me negué a rechazar tanto placer. Me negué a ser de esa clase de personas que nunca se dan un capricho, que ahorran y ahorran para ser ricos en el otro lado de la vida. ¡Qué tontos! ¿Acaso olvidan que el dinero pesa demasiado como para cruzar con él el charco que nos traslada a la muerte?

En la Plaza Mayor, anunciaba las cinco de la tarde la gran campana de bronce del ayuntamiento, repicada por los célebres maragatos de Astorga: Colasa y Perico. Nos sumergimos por las calles, que las tropas árabes y cristianas recorrieron en otro tiempo. Calles que aún emanaban ese aire medieval fruto del cruce del Camino de Santiago y de la ruta Vía de la Plata. La confitería, al parecer, se hallaba a tres calles del Palacio Episcopal.

En efecto, allí estaba. Era una confitería de las de siempre y de las de nunca, pequeña y humilde, tradicional, con un mostrador de madera y mesas elegantes, una de esas que rehúyen de los nuevos tiempos de franquicias de café y bollería industrial. Para no hacinarnos en un local tan pequeño, entramos primero Angelines y yo. Carlos y Roi esperaron en el coche. Abracé a la dueña y le dediqué una sonrisa con una efusividad tan grande que debió de confundir mi alegría con los síntomas de una esquizofrénica.

¡Grandioso! Coger esa magdalena con mis manos, aún no sometidas a los estragos de mi enfermedad mortal, fue grandioso, volcánico, enorme, un milagro, un himno no reproducible ni por el propio Mozart, un placer divino, mítico… Guardaba silencio, mientras la tenía en mis manos, bien amarrada, no quería que escapara de mi boca húmeda. Atada a mis deseos y yo a ella, la miraba, la desnudaba con los ojos. De arriba abajo, planeando cómo devorarla. Quería verla sonrojada, sudando, hasta el punto de que el azúcar de arriba se derritiera y fuera todo líquido, agua. Bebí un poco, mas mis ojos siguieron fijos en mi objetivo, en ella. Comencé a recorrer la geografía de su cuerpo con las yemas de mis dedos. Al principio me respaldé en la casualidad, en lo fortuito; luego descubrió que mis dedos no eran movidos por el azar, sino por el deseo, por placer, por mi ansia de cosquillear sus entrañas, de hacerla vibrar… Mordí y mordí. Intensa tensión. De la pura emoción, palpité. Al acabar, no cesaron los espasmos, ni mucho menos las oleadas de placer.

Como dice el proverbio chino, dale una magdalena a un hombre y le darás felicidad durante un día, enséñale a hacer magdalenas y lo harás feliz para el resto de su vida. Aunque compré treinta magdalenas, me resistí a regresar a Galicia sin la receta. Se la pedí a la confitera, casi rogando.


De nada sirvió. Me iba a morir y eso en este momento podía ayudarme. Dar pena y aprovecharse de la desgracia propia, y también de la ajena, es el deporte por excelencia en España. ¿Qué queráis que haga? ¡Si solo soy española! Una chica de a pie y de pie, aunque por poco tiempo.
—De acuerdo, anciana. No se preocupe, seguro que ha hecho todo lo que podía hacer por esta jovenzuela pobre, triste, angustiada, que va a morir pronto –fingí que mis piernas desfallecían e hice amago de desmayarme. Angelines me siguió el juego–. De verdad, no se sienta culpable de no poder endulzar mis últimos días de vida. ¿Ha visto mis piernas? Pues en pocas semanas dejarán de sostenerme, serán menos firmes que una marioneta, menos firmes incluso que la honestidad de un político ante un sobre con dinero negro. ¿Ha visto mis manos? Pues lo mismo, acabarán igual de rígidas como las púas de los peines. Por su culpa seré una amargada, y mis padres tendrán que esconderme las maquinillas de afeitar temiendo que me corte las venas. ¿Ve cuán triste sería mi adiós? 
—¡Niña, qué lástima! Rezaré por tu alma. Venga, llévate esta caja de magdalenas también. Pero la receta, no, no puedo dártela. Entiéndeme.
—Ya, ya, adiós, anciana. Perdona si no le digo hasta luego, pero en 54 días seré cadáver y, claro, en esas circunstancias…

Nada cobarde o enormemente incauta, proseguí mi lucha por la receta de las magdalenas. Esta vez, solo fui la directora. Una navaja, dos pelucas estrambóticas y dos máscaras de la película Scream. Con todo ello y con algo de chantaje emocional, Roi y Carlos simularon un atraco o, más bien, atracaron en la confitería no por hacerse con el dinero, sino con la receta.
—¿Qué desean? –preguntó la confitera boquiabierta.
—¿Alquilan aquí mujeres? –distorsionó su voz Carlos.
—Señor, lo más parecido a mujeres que vendemos son magdalenas –se dio la vuelta para mostrárselas.

Carlos aprovechó para colarse tras el mostrador y le puso la hoja de la navaja en la garganta. Ella quiso gritar, pero Carlos le tapó la boca.
—No grite, señora, danos la receta de las magdalenas.
—Yo vivo de esto, déjenme por caridad cristiana. Si se la doy, ¿qué como yo?
—Pues magdalenas, cruasanes y lo que venda. Mal te vendes, si luego no te lo comes lo que haces. Ahora, zorra, cállate y díctanosla –acercó aun más la navaja.
—Sí, sí, se la doy, pero no me mate… Medio kilo de harina, otro de azúcar, 6 huevos, levadura, 15 centilitros de aceite, ralladura de limón…
—Espere, señora –interrumpió Roi, quien apuntaba los ingredientes–, que aún voy por arina, ¿lleva tilde azúcar? Me he perdido. Repita, por favor.

Y repitió. De hecho, repitió la confitera mil veces la clave que diferencia esas magdalenas del resto de bollos industriales y de otros establecimientos donde el amor por la repostería es inversamente proporcional al apego a la máxima de rentabilidad. «Gracias, vieja decrépita. ¿Ha visto cómo hablando se entiende la gente? ¡Qué despiste! ¡Si le está sangrando el cuello! He debido de acercársela demasiado. Cuídese», exclamó entusiasmado Carlos. Objetivo logrado.

A decir verdad, al llegar a territorio galaico, descubrimos que la receta se había perdido. En otra fase de mi vida me habría enfadado con el mundo y conmigo misma, pero, a 54 días para morir, solo he sentido un pellizco, un pequeño empujón quizá. Estoy convencida de que la muerte estará revolviéndose en su tumba, porque la experiencia, el esfuerzo y las ganas de vivir no me las quita nadie.


viernes, 27 de marzo de 2015

 
Descree como Dios manda. Ese es el lema que me acompañó en los meses de nanas y biberones, el que me entretuvo cuando mis amigos acudían a la Iglesia, el que me escoltó en mis aventuras ante las lenguas fisgonas y fariseas, el lema que debía acompañarme hasta la tumba. Pero, con la muerte en los talones, mi sólido ateísmo se derretía a la velocidad de un helado en Venus.

Me desperté aquella mañana con la intención de dar un paso definitivo hacia mis creencias, a bautizarme. Vestí a mis cuervos con esmóquines de pelícano, a pesar de que el halcón de mi cabeza seguía picoteando mi mente cargada de dudas. «¿Creo en Dios o quiero creer en él? ¿Qué me lleva hasta aquí? ¿La fe o el miedo?», me preguntaba. Departí todo el santo día conmigo misma, afirmando una cosa y, al segundo, la contraria, revisando los teoremas que me hicieron atea y valorando, luego, la fe que me conducía a dejar de serlo. Es fácil negar la existencia de un ser supremo cuando estás en la flor de la vida, cuando intuyes que aún queda mucho por vivir. Es fácil hasta que te encuentras con la muerte en las narices, a 57 días de distancia, y más cuando ni la ciencia ni el credo pueden trastocar los planes del destino.

Aquel sacerdote que consumía las tardes en aquella funeraria sombría y gris fue quien me atrajo hacia el cristianismo. Tras dar cientos de vueltas tanto por mi habitación como por mi psique, lo llamé dos días atrás.
—Francisco, soy Irene Meroño, la de la funeraria, la que se va a morir.
—…
—¿¡Cómo que no me recuerda, calvo de mierda!?
—…
—Sí, soy la que le amenazó con arrancarle los huevos y se cagó en sus muertos –contesté con una naturalidad pasmosa–. Perdone por lo de ayer. ¿Podemos vernos? Necesito reorientar mi vida… Creo que creo en Dios.
—…
—Esta tarde a las siete en la plaza de la iglesia. Adeus.

Procuré ser puntual. La fría Galicia fue el escenario de mis reflexiones, y de mis contrastes. Pero, ella permanecía impasible tanto a la pulcritud de mi vestido gris con bordados en rojo cereza como a todo lo que irrumpía en mi mente con la fuerza devastadora de un ciclón.

Ni la actividad de conocimiento científico ni la transformación técnica de la naturaleza ni la actividad social y política han despojado al ser humano de un déficit. Una carencia invisible, pero de muestras evidentes; un resto de naturaleza desconocido que a veces amenaza y otras veces maravilla.

Existe en la propia condición del ser humano una zona de oscuridad que ni la potente luz solar ha conseguido iluminar. Esta zona es, al mismo tiempo, el corazón que, en la sístole ventricular, bombea y oxigena nuestro deseo de saber. Un deseo del que aseguro que no habrá un zahorí que descubra los manantiales de esta cosmología inalcanzable.

Sentada en un banco, con la iglesia al fondo, esperé al expárroco, quien, cinco minutos después, vino con un paraguas en la mano previendo, quizá, que las nubes negras solo podían anunciar tormenta. Tras romper el hielo con banalidades, consideramos mi ateísmo desgastado.
—Francisco, ¿realmente cree en Dios?
—Creo en la humildad, en la compasión, en el amor al prójimo, en la bondad del ser humano. Eso es Dios, luego creo en Él.
—¿Y qué me dice de los jeques del petróleo?–me asombré–. ¿Y del pasotismo de las instituciones ante el Ébola? ¿Y de la corrupción y del mercado negro?
—Eso no quita que los cristianos sean pura bondad.
—¿Me está diciendo que los no cristianos son mala gente? Le recuerdo que muchos discriminan al diferente, que están en contra del progreso de la ciencia, que alardean de tolerancia y de humildad, pero luego son los primeros en juzgarme por ser atea o por acostarme con quien quiero… Y luego está la cúpula de la jerarquía eclesiástica –escupí–.
—Llamarte cristiano no te hace serlo. Hay mucha hipocresía, de ahí surgieron las procesiones y los rituales públicos.
—¿Sabes? Me choca demasiado la palabra de Dios. Mucho hablar de humildad, pero luego es el primero que nos exige que lo amemos si queremos salvarnos del fuego eterno. Eso es coacción y prepotencia, aquí y en Albacete.
—Virgen Santa, Irene –se escandalizó–.
—Ni virgen ni santa, Padre. Que solo le falta apuntarnos con una pistola en las sienes.
—Lucas 14: «Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado».
—Si humillado es, otro cosa no, pero humillado sí que está Dios.
—Niña, si ha venido a patear mis creencias, váyase por donde ha venido. Está claro que el ateísmo es otro modo de nombrar la intolerancia. ¿Crees en Dios o no?
—¿Sinceramente? Pues no tengo ni idea. Siempre he sido de escupir en crucifijos y tal, pero ahora que... Creo que… Quiero decir que…
—¿Qué quieres decir? ¿Que crees en Dios?
—Pues no lo sé. No sé si creo en Dios o si quiero que crea que creo, cuando en verdad no creo, aunque quiera creerlo, o creo que quiero creer que en Él no creo.
—Comprendo… Ahora en español, querida.
—Pues que no creo, pero quiero hacerlo, quiero bautizarme por si acaso. A ver si va a ser verdad lo del infierno y, por incrédula, paso una eternidad bien jodida.
—De acuerdo. Pues vete a casa, que ya hablo con el cura y el viernes ya serás oficialmente cristiana.


Ya en casa, por la noche, les anuncié a mis padres mi inminente bautizo. Con ello reventé las pretensiones de una cena tranquila. Mi padre enmudeció enojado; en cambio, mi madre fue más visceral. Con las anteojeras de su ateísmo se marchó azotando el aire con su servilleta de tela. «¿Bautizarte tú? ¡Y que quieran prohibir el aborto, joder! Yo no sé cómo, siendo tan imbécil, sigas viva. Bueno, aunque por poco tiempo», acuchilló mi madre la compasión protocolaria e hipócrita. Subí las escaleras de dos en dos, de inmediato, y ocupé el baño. Me duché, entonces, con agua fría; sentí cómo la fatiga y las dudas se iban por el sumidero. Mas, no todas. ¿Cómo olvidar que en menos de dos meses seré polvo? Me muero y, ante esto, ¿cómo mantener la calma?

No estaba sola. Angelines, la doméstica, a sus 26 años se sublevó contra la rigidez de mis padres. Mi novio Roi, también. Con ella aprendí las oraciones católicas básicas y conocí los más célebres pasajes bíblicos. Conmigo, ella descubrió mi inmunidad ante los sentimientos de culpa y conoció mis dudas ciclópeas. Con Roi me explayé. Salimos el miércoles a tomar lo de siempre en el restaurante de siempre y a la hora de siempre. Hablamos de lo de lo siempre, pero también de mis dudas.

«Lo que revela a Dios lo sigue manteniendo oculto, Roi. Menuda paradoja, ¿verdad? Por mucho que progrese la humanidad nunca se podrá reducir a Dios. Es tan grande el miedo a morir que… Yo no sé. Vencer el miedo es vencer a la religión, me dirás. Pero también es posible que me haya aferrado al ateísmo desde que nací para no temer… Es cómodo pensar que nuestros actos no traen consecuencias… ¿Y si…? ¿Y si…? Hay tantos por si acasos… ¿Por qué en cada sociedad prevalece siempre una religión? ¿La fe es real o simplemente una costumbre que se perpetúa? Supongo que el sistema de valores de cada sociedad influye… Pero, ¿y si el cristianismo no es la religión verdadera?».

El vehículo que me condujo al cristianismo fue un autobús; Roi y Angelines, mi compañía. Un trayecto guarnecido por los continuos besos, y habituales, de mi novio y por la catequesis espontánea de Angelines, que a sus 26 años profesaba una fe casi obsesiva, la propia de quienes ansían el regreso de la Semana Santa con sus procesiones y estandartes, con la ilusión de un niño en la noche de reyes.

De repente, cotidianidad violada. Una vía, dos carriles, dos sentidos, una parada del autobús, un joven motorista impaciente, línea continua, un adelantamiento prohibido, una ciclista respetuosa… Peligro, peligro. Miedo, pasmo, siniestro, bloqueo, terror. Terror. Choque. Silencio. Negro. Sangre. Adiós. Muerte. Muerto… ¿Muertos? Muerto. Murió el motorista que quiso adelantar al autobús sin deber. Adelantó no al autobús, sino a su propia muerte y casi a la de una joven en bicicleta. Dos cuerpos en el suelo. El motorista muerto al maniobrar a la desesperada. Ella, con la cadera rota y con la pierna izquierda para amputar, era toda sangre, pero respiraba. Su vida era un milagro. Dios existía. Que muriera el motorista no me importó, porque quien no se respeta ni a sí mismo ni a los demás y es capaz de hacer peligrar la vida de los otros, no merece ni un llanto. Solo desprecio.



En la Iglesia, sentí estar en el camino correcto, y más aún cuando vi sentada en uno de los bancos laterales a mi madre con un destornillador en el bolsillo. Comenzó la misa. No habría más de cincuenta personas, pero las suficientes para carecer de escapatoria. Treinta minutos de espera. Y llegó. «Estamos aquí para celebrar con Irene sus primeros pasos por el sendero de Dios, nuestro Señor, quien guiará nuestros almas hacia la luz. Acércate hermana», me pidió el sacerdote.

Bla, bla, bla… Roi, mi padrino, encendió una vela. Nos acercamos a la pila bautismal.
—Irene, ¿has venido a comulgar…?
—A comulgar, no, padre. A bautizarme.
—Decía, Irene, a comulgar con el catolicismo. Aunque, tenemos un pack muy asequible con que te vas hoy bautizada, comulgada y confirmada. Con solo la voluntad, hija.
—Tengo tres euros y la mitad es para el bus, padre.
—Ni hablar. La voluntad son 300 euros.
—Entiendo, hijoputa. Te referías a tu voluntad, no a la mía.
—Maleducada, pues no te bautizo. Para limpiarte de pecados tendrías que arder como el Windsor.

Los allí presentes, salvo las viejas beatas, putas de alma e hipócritas puras, pidieron mi bautizo. Ante esto, accedió el impresentable. Al fin y al cabo creer en Dios no debe implicar creer en el business de la Iglesia. Entonces, hizo amago de verter el agua en mi cabeza. De golpe, golpe. El Cristo crucificado cayó sobre mí. La intención fue clara: golpearme la crisma. Lo esquivé. Pero casi muero. Sobre la cruz cayó un cirio. Comenzó a arder. El presbiterio parecía el videoclip de Like a Prayer. «A tomar por culo todos. Atea hasta la muerte». Dios no existe y si existiera, estoy convencida de que nos invitaría a descreer. A descreer como Dios manda. A creer, ante todo, en nuestra fuerza y en nuestra libertad. Desde ahora, viviré sin las ataduras de una moral caduca y represora. A 57 días de morir, acabo de nacer. Ahora empieza la vida. 


54 DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO LUNES 30 DE MARZO 11.00

martes, 24 de marzo de 2015

Hagas lo que hagas vas a morir. Que subas o que bajes por la escalera de la vida qué más da, vas a morir. Que gires a la izquierda o a la derecha es inútil, porque todos los caminos llevan a la amada inmóvil. Que hayas sonreído a la vida o que le hayas tirado piedras con ira suprema no cambia nada. Venimos con fecha de caducidad, al igual que los artículos del supermercado, como cualquier ser vivo, que a cada segundo se acerca más a lo fatal. Debemos de llevar la fecha en la espalda para no verla, para olvidarnos de vez en cuando de que el telón de nuestra existencia bajará. Se apagarán las luces, los espectadores quedarán dormidos y ciegos bajo el manto de sus párpados y todo se habrá esfumado. Todo y todos. Los ancianos, los adultos, los niños, los recién nacidos, los que están aún por nacer, los que no conocerán otro abrigo más que el de la placenta.

Nos reconforta el campo prolijo de estadísticas y excusas, entre las cuales el factor tiempo y la esperanza de vida devienen en el mayor consuelo, y en el mayor engaño, porque, en innumerables ocasiones, la muerte se adelanta y descubrimos que no es más que un erial donde la esperanza, la vida y el tiempo se marchitan con la nula solidez del humo de las velas.

Siempre fui una chica decidida, atrevida, repleta de vivencias y cargada de proyectos por realizar. Los costes de mis sueños mi familia, algo singular y adinerada, me los financió. Una infancia feliz, una adolescencia trepidante y unos proyectos vitales soberbios. Eso fui. Viví, viví y viví. Hasta ahora. Unos dolores musculares y un desmayo me condujeron precipitadamente a la consulta de un doctor con el pelo disperso por su cabeza y concentrado en el bigote. Prosiguió una serie de pruebas. Y el huracán emocional y físico concluyó en un diagnóstico breve, pero certero. «Irene Meroño, le quedan sesenta días de vida», me espetó el médico con adustez y frialdad. Primero, la incredulidad me poseyó. Mis padres le pidieron que comprobara el nombre, con la esperanza de que el paciente fuera otro y no yo, su hija mayor. La respuesta no varió. Segundo, grité, pataleé, lloré, me enfurecí con la vida, me enfurecí con todos y hasta con el dispensador de bebidas de la sala de espera. Grité hasta que la voz se esfumó. Pataleé hasta desfallecer. Lloré hasta no poder más. El almacén de lágrimas había quedado desvalijado y mi alma amazónica, devastada, convertida en un páramo señero.

El hervidero de emociones y la conciencia de mi inminente muerte me indujeron el sueño. El plácido descanso me supo a veinte meses de letargo y absorbió el impacto de los golpes de mi final prematuro. Ocho horas después, estaba sola en la habitación, acompañada de mi enfermedad, sin nombre, pero de huellas patentes. Abrí los ojos, respiré, observé la estancia, descubrí que había una presencia más: la vida. La saludé y le prometí que juntas venceríamos a la muerte. El proyecto se resumía en vivir el presente, en guardar en el cajón el pasado y en no salir a pescar el futuro, porque el porvenir se escabulle como el legendario monstruo del lago Ness de los turistas.

Pedí papel y boli. Escribí todo lo que deseo hacer antes de morir. Hacer deporte, adelgazar o nadar entre delfines fueron algunos proyectos que descarté. ¿Para qué adelgazar si en dos meses estaré en la línea de mi cadáver? Viajes, venganzas, caprichos y acciones de moral cuestionable ocupan gran parte de los cuadraditos de la hoja arrancada del cuaderno. Derrotaré a la muerte aceptándola, ignorándola, porque solo el miedo la engrandece. Desde hoy, acepto que me acabaré pronto, sin reproches, con serenidad, inyectando más vida a la vida, escupiendo el hedor de un zombi ahora llamado Pretérito y ventilando mi alma para que la ansiedad de un futuro inalcanzable no asfixie el instante, el hoy, el soy, el aquí y el ahora.


No serían más de las cinco de la tarde cuando mi madre entró a mi habitación, la 317. Se llama Asun, tiene treinta y ocho años y, al igual que las botellas de ron, los oculta tras su apariencia severa de catedrática de Biología y su humor ácido y mordaz. De aquí hasta que la enfermedad me dé tregua, viviré en casa con la condición de someterme a continuas revisiones y pruebas y bajo la jurisprudencia de la medicina paliativa. Atravesamos los pasillos, dejamos atrás las miradas de compasión y acabamos en el Audi. Ella, conduciendo, y yo, de copiloto, guardamos silencio.
—Mamá, ¿adónde vamos?
—De shopping. Vamos a comprarte tu último vestido.
—¡Fantástico! –exclamé–. Ayer hojeé el catálogo de la nueva temporada de Zara y… me encantó. ¿Vamos a ir?
—No exactamente.
—Entonces, ¿al centro comercial? Allí están todas las tiendas que me gustan… Stradivarius, Blanco...
—Que no, hija. Cállate, ya lo verás.

En silencio mi curiosidad fue creciendo. A decir verdad, que el trayecto fuera tan largo y cada vez más alejado de los centros neurálgicos de la ciudad y del consumismo me desalentó. Recorrimos carreteras que cortaban en dos bandos el bosque de eucaliptos, rascacielos naturales, y la guarnición de retamas y tojos galaicos.

Avisté dos sombras del tamaño de las fichas de dominó; parecían dos edificios colindantes. En mi afán por descubrir adónde iba, apagué la radio del coche. Miré a mi madre durante dos minutos. Más cerca, percibí mejor mi objetivo. Una brigada de cruces se asomaba por la tapia del cementerio. Mi madre redujo a tercera, luego a segunda, luego a primera… Conjugando la primera con la marcha atrás, aparcó, echó el freno de mano, quitó la llave de contacto… Me pidió que bajara.
—Mamá, pero ¿¡qué hacemos aquí!? ¿No íbamos de tiendas a comprarme mi último conjunto?
—Irene, hija mía, ¿y qué crees que hacemos aquí? Pues comprarte el último traje, tu ataúd.
—¡Vaya madre! Que me lleva al cementerio.
—Un respeto, y disfruta, que la próxima vez vendrás en una caja de pino y muerta.

Entraron al edificio contiguo al cementerio: una funeraria. Un hombre de mediana edad, de cejas pobladas y de caballerosidad anquilosada, nos atendió y nos llevó hasta la exposición de féretros y ataúdes. Aquella sala debía de ser el paraíso de la carcoma, la Arcadia para toda termita. Perpendicularmente a las paredes estaban colocadas las cajas de la eternidad, de diversas maderas y tonalidades, con vetas de distinto grosor y con detalles que encarecían el precio, a golpe de tiradores de bronce o plata y de crucifijos. Acaricié la madera de cada una de mis posibles casas eternas. Mi madre me dio a elegir, pero los desorbitados precios de las más lujosas, y más bonitas, me privaron de dormir eternamente en un ataúd acolchado. El empleado de la funeraria nos recomendó un modelo: el féretro básico negro.
—Señoritas, ¿han pensado en este? –nos indicó–. La tapa no se divide en dos secciones, pero viene acolchado y forrado.

Me introduje en él y pedí que cerraran la tapa. Sentí claustrofobia y la sensación de no poder moverme me sobrecogió, pero, bien pensado, cuando me esfume, el concepto de comodidad también se habrá esfumado.
—Mamá, me gusta. Eso sí: el crucifijo de madera lo quiero fuera. Con una sierra lo quitamos, ¿eh? Tiene cojones que en una funeraria no haya cajas para ateos.
Por desgracia, Asun, esa que dicen que es mi madre, desestimó comprarme el “último” vestido al negarse a pagar unos míseros quinientos cincuenta euros.
—¡Ni loca voy a pagar eso! Si no encuentras ataúd, pues te enterramos en la caja de cartón del frigorífico y ya está. Y de mortaja, ni hablamos. La sábana más vieja te vale. Total, cuando te mueras, vamos a quemar todas tus cosas.



Salí de la exposición llorando, ni podía ni quería ver a mi madre. Antes de salir un cincuentón, que estaba sentado frente a la recepción, me dijo: «Vaya con Dios, señorita, y bautícese».
—Mire, señor calvo, por nada en el mundo creeré en la Iglesia católica, jamás. Y como me vuelva a mencionar a Dios, le arranco los huevos.
—Tome –me dio su tarjeta de visita–. Si quiere salvarse y cambia de opinión, hablamos. Muchos descreídos encuentran en la religión la salvación y alivio para enfrentarse a la muerte.

No le respondí. Esperé a mi madre en el coche, mientras oía al trabajador decir a aquel hombre maduro: «Don Francisco, malditos sean el ébola y usted, ¿por qué no cogió el avión a Sierra Leona? ¡Vaya misionero está hecho!».


A pesar de mi adversidad, me dormí enseguida reconfortándome al pensar que yo moriría, pero que mi familia, mis amigos, mis adversarios e, incluso, tú vais a morir, y quizá os falten menos días que a mí.


54 DÍAS PARA MORIR. PRÓXIMO CAPÍTULO LUNES 30 DE MARZO 11.00

lunes, 23 de marzo de 2015

Con 19 años y con una pericia vital cada vez más dilatada, Irene Meroño debe encarar el último trance, el más difícil: la muerte. Justo en la efervescencia de la juventud, en el momento en que debe buscar un rumbo e ir trazando los proyectos de su existencia, los soportes de su presente y su futuro, la noticia de que en 60 días morirá le cae de la cabeza a los pies como un jarro de agua fría. Lejos de angustiarse, de caer en una depresión y llorar por lo que perderá, ella opta por escurrir sus últimos días con todas las fuerzas que irá perdiendo, a veces con una moral cuestionable. A lo largo de la postrimería de su existencia, luchará por cumplir los deseos de su lista, en ocasiones, cotidianos, en otras, inusuales, surrealistas. 60 días para morir es un viaje hacia un adiós apresurado y hacia el principio de unas creencias firmes que comenzarán a tambalearse. Pretende, en definitiva, ser un relato, una historia, pero, ante todo, otra forma de sentir.

¡Por fin! Es lo que me puedo decir con emoción. Por fin, mañana publicaré el primer capítulo de los 20 que conforman la historia. Por fin, después de seis meses, si bien con períodos de descansos incluidos, mañana podréis conocer a esta chica, a Irene Meroño. Os invito a que la leáis, a que la améis o la odiéis, a que comentéis, a que la recomendéis o no, a que compartáis conmigo una historia escrita con tesón, ilusión y tiempo, mucho tiempo. Está claro que la repercusión de esto no va más allá de la personal, que esto se parece a la presentación de una novela de autores como María Dueñas o Arturo Pérez Reverte lo mismo como un huevo a una castaña. ¡Qué más quisiera yo tener (ese) apoyo editorial y ese séquito de lectores con que cuentan! No obstante, eso no me impide ilusionarme con la posibilidad de que a alguno de vosotros le seduzca o, simplemente, siga la trama.

En este blog he publicado varias creaciones literarias mías. Entre diciembre de 2013 y julio de 2014 publiqué una serie de 60 capítulos, Villanos, y cuatro cuentos navideños estas Navidades. Esta, por tanto, sería mi segunda serie de capítulos, mucho más pequeña: solo 20. A mi parecer –y persiguiendo ese objetivo–, poco tienen que ver mis anteriores relatos con 60 días para morir. Considero que ahora hay en mí otras influencias, otras referencias, gracias a mi lectura de El Quijote, de la poesía de Borges o de César Vallejo, o de Niebla de Unamuno, y, por supuesto, al mazazo emocional, y madurez, que implica ver los 63 capítulos de A dos metros bajo tierra. Reconozco que, sin ellos, la calidad de mi nuevo relato habría sido notablemente inferior, como también admito que, desde entonces, el paso del tiempo y mi aprendizaje vital también han contribuido a imprimir una profundización psicológica, una hondura emocional y unas reflexiones mayores. 


Sin lugar a dudas, el mayor reto, junto a la expresión, a cuidar la forma del relato, a ofrecer una narrativa ágil y fresca, ha sido el rehuir de los tópicos, del sentimentalismo barato, la lágrima fácil y de esas expresiones gastadas. La afectación y el dramatismo de culebrón los he apartado para proponer una lectura donde sobresalga la naturalidad, el tema de la muerte desde la crudeza, el humor negro y, a veces, desde cierta comicidad benevolente que rompa con la afectación. Ha sido bastante duro ponerme en la piel de Irene, ya que nos separan el sexo, la ciudad, las experiencias vitales y, obviamente, la muerte repentina (¿verdad?). Para darle cuerpo, me he servido de mis sentimientos, de mis problemas, de mis alegrías y de mi modo de ver la vida, pero no directamente, sino que he manipulado este material a veces para reducirlo, otras veces para retorcerlo, o para caricaturizar, o para invertirlo. Me he servido, también, de experiencias de terceras personas o de percepciones que tengo hacia ellas. En definitiva, Irene Meroño no es mi álter ego, nos parecemos en nada, pero me ha tocado ponerme en sus carnes, en su piel, pensar como pensaría ella.


En cuanto a la estructura y a los niveles textuales, iréis descubriendo sorpresas en el transcurso de los capítulos. En principio, parecerá una historia contada en primera persona, pero, más adelante, descubriréis que el relato es algo más complejo. También hallaréis pequeños homenajes a la literatura, reflexiones de crítica literaria y diversos juegos narrativos. 

La extensión de los capítulos oscila entre las 1600-2000 palabras, aunque habrá un par de excepciones. En cada uno, insertaré una canción para quien le apetezca acompañar con una música afín al espíritu del capítulo. Una última cosa que quería explicar es que, al hablar de personas, establecimientos y negocios, he evitado por todos los medios utilizar un nombre que exista. Diría que no se da el caso, pero, si me equivoco, quería dejar claro que es solo una coincidencia. Evidentemente, si digo que tal personaje está escuchando Calvin Harris o viendo Águila Roja, pues hay referencias directas y conscientes, pero eso no afecta a nadie. Solo pretendo con ello darle más verosimilitud, pero, por supuesto, no hay un ataque, no daño la imagen pública de nadie en particular. 

En definitiva, mañana publico el primer capítulo. Ojalá alguno se anime a leer y, si le apetece, comparte el enlace para darle mayor difusión y no escribir para el vacío. 


Gracias. 


Sé que esta entrada llega tarde: hace más de un mes y medio que acabó Hit. La canción. Pero, me apetece hablaros de este gran programa que pasó por TVE sin pena ni gloria. Al menos, vuelvo hacia unas semanas atrás, no como Alfombra Roja, el nuevo viejo programa de José Luis Moreno en este mismo canal. Tal vez el día no era el adecuado (los fines de semana los talents no suelen funcionar, porque su público potencial está fuera; tampoco el envoltorio ayudó. Pecaba de austeridad, las actuaciones de los compositores no venían envueltas en una puesta en escena contundente para atrapar a la audiencia, como las de Tu cara me suena. Tampoco la imagen de nuestra televisión pública levanta expectación por sus contenidos. Sea como sea, es una lástima que un programa bueno, que busca entretener con inteligencia, sin caer en la caspa, en la lágrima fácil y en los mensajes de autosuperación, como Pequeños gigantes o Levántate, no haya sido apreciado por la audiencia. Con tal panorama nuestra tele no puede evolucionar  y, por ello, no es de extrañar que se repitan los mismos modelos continuamente. 

En cada programa de Hit, acudían dos artistas españoles (Vanesa Martín, Sergio Dalma, Pastora Soler, Melendi, Auryn, Marta Sánchez, Rosa López, Antonio Carmona, David Bustamante y Mojinos Escozíos) para elegir dos canciones cada uno de las ocho presentadas e interpretadas por sus compositores. De esas dos, al final de la gala los artistas bajaban las escaleras cantando una de las dos, en playback y en su versión de estudio. Ese era sin duda el momento más emocionante. Finalmente, hubo una gala final en la que se decidió la mejor de todas, según la audiencia, en este caso, la de Rosa, Me da igual. Por cierto, Jaime Cantizano fue el presentador y, como siempre, demostró una gran eficacia y una capacidad camaleónica para adaptarse a formatos tan dispares como un talent o un programa del corazón.

Sin más dilación, paso a listar las canciones que, en mi opinión, merecían ser hit o, si no, tener un recorrido mayor del que tuvieron. Es solo la opinión de un chico de 20 años que disfruta escuchando música y conociendo nuevos artistas.

VIRGINIA MOSS - Un ratito más
La escogida por Pastora Soler. Es de esas canciones que suenan tan bien desnudas como arropadas por una banda. La hacen ganar mucho su sutileza, su letra romántica, pero sin caer en la ñoñería, su crescendo y su perfecta estructura, sin caer en la evidencia de un tema pop simplón. Pudo llegar muy lejos y más aún con una artista tan portentosa, que con su variedad de registros y la personalidad de su voz emociona, atrapa, cante lo que cante, sea la lista de la compra o la canción más exigente de la historia. Ella, por cierto, se dio a conocer en La Voz 2, pero su popularidad aún no ha alcanzado la altura de talento. Ojalá lo consiga.

CRISTINA MOLLA - Sus zapatos
Dedicada a unas amigas, cargada de esperanza y con mensaje social, su letra la podríamos aplicar tanto a ella como a su canción. Emocionante, desgarradora. Espero que algún día la grabe en un estudio, conservando, por supuesto, la frescura y la capacidad "hipnótica" que te llevan a darle al play una y otra vez.

SEILA ÁLVAREZ - Duermes mientras yo escribo
Esta gallega me entusiasmó con esta fantástica mixtura de influencias: rap, funk, rock o blues. Marta Sánchez supo elegir y, muestra de ello, es que la ha incluido en su brillante nuevo disco, 21 días. La estructura de la canción, atípica, sin una división clara, resulta una de sus grandes bazas, porque, a priori, parece que se repite una estrofa una y otra vez con algo que podría ser un estribillo que no despega, pero engaña: acaba seduciendo hasta límites inimaginables. Pero, tranquilos, que no por ello pierde consistencia. 


CRISTINA PORCEL - Talones
Heavy metal y un verso que se repite constantemente con pequeñas variaciones. Pese a ello, pese a una estructura en apariencia "caótica", seduce, apetece reescucharla. Y eso en mí no es habitual.



JUANRA VICENTE - La última canción
La canción me transmite cierta desesperanza, incluso, rabia. No fue elegida por ninguno de los artistas, pero para mí es de las más memorables del concurso, principalmente, por la emoción que despierta en la segunda mitad del estribillo. 


LAURA GRANADOS - Tu mirada
Una balada delicada, con una letra elaborada, madura, sin caer en tópicos, desbordante de personalidad. Transmite angustia, precisamente de la que habla la letra. 

DAVID MOYA - Quién dijo miedo
Recuerda al estilo de Leiva, bueno, al de muchos artistas de rock acústico. ¿Puedo llamarlo así? Con todo, me sorprendió la melodía de la canción. Sencilla en apariencia, pero tal vez esa es su primera virtud: ocultar la complejidad, el trabajo y los sudores entre los resortes de una canción pegadiza, con una buena lírica y sustanciosa. Por cierto, en Internet se pueden escuchar fragmentos de otras canciones. Escuchándolos llegas a la conclusión de que David no escribió por un golpe de suerte la canción, sino que, detrás de ella, hay un músico talentoso.

DANAE SEGOVIA - Un minuto más
Si con 17 es capaz de componer una canción pop tan rotunda, es que estamos ante una futura promesa, y no tan futura, de la música en español. Vanesa Martín la eligió, por cierto.

MARÍA Y ADRIANO - Caroline
La versión de Mojinos Escozíos no me convenció, pero la materia prima, la de este vídeo, todo lo contrario. Frescura, desparpajo, letra tan divertida como real, y una buena interpretación son los ingredientes para que hubieran sido un hit.


LARA PINILLA - Palabra de mujer
De las nueve canciones es la que posee una estructura más evidente y predecible. Me parece la más "comercial", pero eso no le quita méritos. No es un mal tema. Es más accesible al público, sin más.