miércoles, 30 de julio de 2014



CAPÍTULO 6. EL CONCEPTO DE VILLANO
La decadencia del villano es un concepto que cae por su propio peso, al igual que un edificio diseñado por un arquitecto nefasto. Un edificio que se tambalea por la falta de cimientos de mayor firmeza. El villano nunca decae, puesto que más bajo no puede caer. A lo largo de la historia, han corrido ríos de tinta sobre monarcas absolutistas, sobre imperios grandiosos de apariencia invencible pero, finalmente, derrotados, sobre luchas obreras o sobre héroes nacionales que han defendido su patria con lágrimas, sudor y sangre. En cambio, los libros de texto, las enciclopedias o los ensayos suelen olvidarse de aquellos que nacieron con la misma condición que la de los ilustres caballeros, pero que murieron con la etiqueta de villanos. Y, cuando los recuerdan, optan por dedicarles unas míseras líneas. Salteadores, bandoleros, pícaros, estafadores, alcahuetas... Siempre, descritos a grandes rasgos; siempre, representados con la imprecisión de las células procariotas. Membrana, citoplasma y núcleo, siempre sumidos en la vaguedad. Pocos conocen realmente a los villanos, sus límites y sus limitaciones. A su vez, una minoría de ellos sabe qué les conduce a atajos de moral cuestionable, pero necesarios para subir un escalón más en la búsqueda de la felicidad.

Pocos saben de verdad qué es sentirse excluido en una sociedad que barre al diferente, que aparta lo mediato y que premia lo inmediato, lo convencional y lo que no cuestiona que otras opciones sean posibles. Pocos pueden presumir de ser tolerantes, pues, tras el disfraz de las palabras, muchos encuentran traiciones, malentendidos y barbarie cada vez que quienes tienen al lado difieren con ellos. Pocos saben qué es morir de hambre, de frío y, especialmente, de soledad. Pocos, al fin y al cabo, conocen de cerca a un villano, porque, tras el parapeto de la indiferencia y la distancia, la cruda realidad se enmascara. Pocos me conocen. Sí, basta ya de escribir en tercera persona la historia de mi vida. Basta ya de disfrazarme de narrador omnisciente y de maquillar la ansiedad, las congojas y mis carencias con el afilado cuchillo de la objetividad.
 
Me llamo Francisco García. Tengo cincuenta y tres años y he sido tantas cosas a lo largo de mi vida que hace mucho tiempo que ya no sé quién soy. Fui hijo, pero mis padres murieron. Hermano, pero mi hermana sigue tratándome como a un bebé mimado. Estudiante, con resultados notables, pero carecí de excelencia. Novio, pero ella partió en busca de horizontes más pasionales y menos atormentados. Sacerdote, pero mi ideología progresista derribó los pilares de una vida consagrada a la oración y a la vida espiritual de los feligreses. Amigo, pero por fascículos, por meses, temporal, de repuesto. Político, pero me convertí tan pronto en carne de titulares sensacionalistas que caí en el pozo del descrédito. Feliz y seguro, pero la desdicha, la soledad y el silencio se encargaron de apuñalar mis pretensiones gentiles y descuartizaron mi ser de un plumazo.
 
 
Me convertí en un villano. He pronunciado palabras y discursos a mil quinientas millas de ser sentidos; he colaborado en el secuestro de un recién nacido. Incluso, he puesto mi honradez patas arriba al robar lo que el pueblo donaba en recolectas. He llegado a ser un fantasma de lo que fui. Una fotocopia, un calco, una sombra de mi propia sombra. Incumplir promesas, mentir, desear el mal ajeno, cometer vilezas o convertirme con todas las letras en un villano. Por culpa de la soledad, del resentimiento interior, de la necesidad de vengarme de mí y de quienes me rodean, he inventado esta farsa. Este teatro. Es más, Antonio, Emilio y Carlos son fruto de mi imaginación. Necesitaba pagar mis frustraciones creando personajes más mezquinos que yo. Necesitaba justificar que, al igual que yo, hay miles de personas que sufren y que, a raíz de ese sufrimiento, atraviesan la frontera de la moral e incumplen su promesa de ser gente de bien. Así que he redactado estos sesenta capítulos durante los últimos seis meses y, al final, un amigo los ha ido publicando en su blog, El acantilado de las palabras. El éxito ha sido tan relativo como escaso, pero me enorgullece de que unas pocas personas en este mundo hayan dedicado, cuando menos, un segundo de sus vidas en conocer la vida de un sacerdote fracasado.

No creas que os he mentido durante este tiempo. Antonio, Emilio y Carlos existen. Están vivos. No compartiendo conmigo el cuarto de baño, la mesa o mis quebraderos de cabeza, pero sí en otros cuerpos, con otros condicionantes y otras apariencias. Son de verdad. No solo ellos, sino los cien personajes –seguro que en el cómputo alguno ha quedado fuera– que me han acompañado a lo largo de mis vivencias aderezadas por la imaginación. Efectivamente, la imaginación. Porque solo con ella se pueden suplir las carencias del día a día, los desengaños, las traiciones, los huecos vacíos en una alma repleta de ambiciones, de deseos y de nostalgia empecinada en recordar cuán felices fuimos en un pasado remoto no dispuesto a regresar. Si la literatura posee una virtud, sin duda, es la de rellenar ese hueco, los defectos de la realidad. De hacernos viajar, soñar; de endulzar las amarguras, de volar; de llegar a territorios insospechados, de persuadirnos de que, por muy pronunciada que sea la pendiente de la montaña, tarde o temprano, llegaremos a la cima. Que no hay que perder el ánimo, ya que las energías positivas son el tungsteno de nuestro cuerpo, y sin él, no hay bombilla convencional que brille, que luzca.

Ahora toca poner fin a esta historia, mas, antes de que llegue ese punto final, temido y deseado a partes iguales, querría repetir que esta historia no ha sido el resultado de una mentira, que todos los personajes han existido. De un amalgama de personas que han marcado mi existencia, surgieron mis tres compañeros de piso en la ficción. Comulgantes, vecinos, amigos, parejas dispuestas a contraer matrimonio, charlas en confesonarios, compañeros de seminario, profesores, mis padres, mi hermana y, posiblemente, tú. Sí, tal vez nos hayamos encontrado alguna vez. O, tal vez, aún no se ha dado la ocasión, pero el mundo es un pañuelo y quién sabe si mañana rompemos el hielo y descorchamos juntos una nueva etapa.


Antes de ese punto final, querría decir también que el mundo está repleto de Emilios, de Carlos, de Antonios y de Franciscos, que representan, en buena medida, los defectos de la humanidad. No me tachéis de pretencioso, pero es que, a decir verdad, las personas no somos tan distintas, a pesar de que nos guste diferenciarnos. Al fin y al cabo, somos humanos, somos un cúmulo de defectos propiciados por el Big Bang. Compartimos la misma materia, los mismos defectos y las mismas virtudes. Somos, por mucho que nos pese, villanos. Villanos desde que nacemos y villanos hasta que morimos, aunque las sábanas bajo las que ocultamos nuestros miedos sean de seda, algodón o se reduzcan a dos trozos de celulosa. Bajo la mísera luz de esta bombilla pelada que cuelga del techo, pongo punto y final a esta historia de villanos y arranco otra etapa, esta vez, como misionero por África. Una nueva etapa en un mundo de villanos.



FIN DE "VILLANOS". 
Gracias a los que habéis estado ahí a lo largo de los 60 capítulos y, por supuesto, a los habéis dedicado unos segundos de vuestras vidas en leer alguna línea. Me reconforta saber que el éxito de este relato "fascículos", siempre relativamente moderado", se ha mantenido a lo largo de cada una de las entregas. De hecho, gracias a ello, esta historia ha tenido 60 capítulos, en lugar de 6 iniciales. Os invito a dejar vuestros comentarios y opiniones, según positivas o negativas. Gracias. 

martes, 29 de julio de 2014


CAPÍTULO 5. CINCO HORAS CON ANTONIO
Don Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos muertos aderezándolos de reflexiones y filosofía. Después de sentarse en un sofá mullido, pero helado como un albornoz de hielo, tras la visita de Adriana, Francisco recuesta levemente la nuca en la pared hasta notar el contacto frío de su superficie. Siente la mano derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Besos, apretones y otras muestras de afecto desfilan por la sala 3 del tanatorio. Es medianoche y a falta de nueve horas para el funeral, la concurrencia no decrece. La gente nunca es la misma, pero la densidad no disminuye. Al principio, el velatorio resultó convencional y previsible. Caras largas, silencios insidiosos. Fue José, un vecino tan inoportuno como un herpes horas antes de una primera cita, quien quebró la tirantez con un chiste, el de la prostituta con halitosis. Un chiste de mal gusto en una boca inoportuna que tiró por tierra más de diez horas de rostros serios y caras hipócritas de responsabilidad fingida. De peor gusto fueron las reacciones de La Pili, una prostituta de moral laxa y sin miramientos a la hora de chantajear a sus clientes, y de Belén, un olor a ajo permanente en un cuerpo femenino de infarto. «Ya no eres cura, así que... ¿quieres ver mis ingles depiladas?», le propuso ella. «Cierra ese estercolero que tienes por boca o por ano, Belén, o te denuncio por homicidio», le contesta Francisco.

— Debes dormir un poco, Paco. Me encanta verte así de entero, pero reconoce que estás agotado. Como yo –Emilio disimula con la mano un bostezo sonoro.
— Dormir, no, Emilio. Tenemos que estar con él. Es su última noche. Aún me parece mentira, fíjate; hace algo más de un año lo conocimos, nos conocimos; le ayudamos a superar el divorcio con la loca de Pilar y a hacer las paces con su hija Laura... Y, ahora, míralo; ahí tras el escaparate, dentro de una caja de pino y una mortaja del año catapún. No somos nadie.
— Oye, un respeto –tercia aludida Pilar, que había puesto la oreja–. Me divorcié porque era una marido cojín. Cuarenta años casados y el único regalo que me hizo en su vida fue una máquina de coser y de eso hace ya veinticinco años.
— No quiero meter el dedo en la llaga –replica Francisco–, pero la loca eres tú, que siendo cura te me tiraste varias veces a la bragueta...
— Una cremallera no se baja si dos no quieren –contesta ella–. Yo, por lo menos, no soy una asesina, como él. ¡Ay, mi Laura, que está en la cárcel y no se va a poder despedir de su padre!

«¡Pobre Antonio! No se lo merecía», «Que Dios lo guarde en su gloria» o «¡Qué vida más injusta! ¡Siempre se van los mejores!» son expresiones que se repiten en la sala constantemente, con la insistencia de los estribillos de las canciones del verano. «Bueno, lo que se dice bueno no era, ¡que mató a Isidoro y le echó el muerto a sus amigos», apostilla una y otra vez Julián, el nuevo sacerdote de Galínez del Azahar, tras la expulsión de Francisco, quien no veía con buenos ojos que un chantajista de primera clase pudiera dar lecciones de moral.
— ¡Eh, Carlos! ¿Sabes si el tal Julián es gay? Da gusto ver hombres tan rudos y con esa barba de tres días... –salió, de repente, el amigo de Carlos de algún lugar recóndito, como el cotillón.
— ¡Es el cura, Javier! ¿No has visto la sótana?
— ¿Y? Todos tenemos defectos.
— ¡¿Que tiene defectos el cura?! Y yo que le iba a pedir semen para ver si me quedo preñada de una puta vez –les interrumpe la señora que negoció con Emilio por sus espermatozoides.
— Obviamente, es cura –responde Javier–. Ya hay que ser tontos para perderse los placeres de la carne. Y qué carne, madre mía.
— ¿Que se pierde los placeres de la carne el cura? Ja. Ya te aseguro que no. Disfruta, exactamente, dos veces por semanas, cuando vengo de pilates –tercia la exnovia de Emilio, Débora, que los estaba escuchando.
— ¡Solo de imaginármelo, me está poniendo burro! –exclama Javier.
— Un poco burro sí que eres –replica Carlos.
— Pues te hostio –el gay le pega un puñetazo en medio de la concurrencia.

Algunos aprovechan el percance para hacerse notar. Un político nuevo licenciado en Ciencias políticas y experto en despotricar contra la casta con cinismo y discursos populistas reparte octavillas y arranca una proclama.
— Reformemos la Constitución, el modelo socieconómico y devoremos a la casta. No más represión hacia vosotros, obreros míos. Los empresarios han de escarmentar.
— Oye, que yo soy empresario –se ofende João, el antiguo jefe de Emilio–. Restaurante João el Portugués en Galínez del Azahar.
— Pues iré por la vía rápida... Quién me ayude a implantar una dictadura en el país, le invito a una ración de pizza con atún. ¿Quién quiere pizza? –llama a una pizzería al ver el apoyo de los asistentes con complejo de borrego–. Tenía que haberles comprado sus votos con una galletita salada por cabeza. Seguro que pican.
— Bueno, ahora déjame a mí publicitarme –tercia una empleada de Movistorm–. ¿Quién quiere contratar una línea de ADSL con una oferta incomparable?
— Pues mi operador también dice lo mismo de la suya, que era incomparable –la corrige Helena, la exalumna adolescente de Francisco, mientras se morreaba con El Balas.
— Pero, la de Movistorm es mejor, es más incomparable.
— Eso es una incoherencia –le reprocha Rodolfo, el cuñado filósofo del expárroco, mientras Isabel, su mujer, intenta taparle la boca–. ¡Cómo se nota que en clase de Filosofía te metías rayas, porrera!
— He-he al-algui-alguien ha dicho-cho ra-ra-ra-rayas chorayas –grita un camello tartamudo desde la otra punta de la sala, a pesar de que su interlocutor, otro camello, está a su lado.
— Y, además, las condiciones serán para cagarse en la madre que las parió –apostilla El Balas a la de Movistorm.
— ¡Paparruchas! Solo tienes que sernos fiel doce meses; luego, si nos dejas, solo te torturaremos llamándote a todas horas y persiguiéndote por las calles hasta que vuelvas agradecido con la mano que te llevó a la fibra óptica. Si te quejas por la mala conexión, tampoco pasa nada. Tú llámanos, que ya nosotros te haremos el caso que mereces: cero. Y como nos demandes, te mandamos un sicario y ya está.
— ¡Tenemos coca, de la buena, de la que coloca! Coca, coca, señores –interrumpe la tertulia el otro camello.
— Venga, dame un gramo –le dice la joven que siete meses atrás le había ofrecido al difunto el décimo que acabó siendo el Gordo de Navidad–. Que me voy de campamento.
— ¡Arrestados quedan, señores, por venta de estupefacientes! –dicen al unísono la comisaria Rodríguez y el inspector Gómez, quienes descubrieron que el crimen pasional de Antonio, tras dejar en la cuneta su apariencia de anciano entrañable.
— No, policías. Esto no es coca, es bicarbonato, que es muy bueno para la acéatica. Suéltenos.
— Os vais a podrir en la cárcel –amenaza ella.
— ¡Por fin! ¡Ya era ho-hora, po-po-policías! ¡Que que que ganas te-tenía de co-memer todos los dí-días! Se acabó-bó pa-pa-pa-sar hambre. ¡Hu-hu-rra por la cárcel-cel!











La concurrencia declina su trasiego a las tres de la madrugada. Pocos quedan ya en la sala 3 del tanatorio. Y de esas pocas almas presentes, una minoría puede jactarse de tener los ojos abiertos. En un rincón, dos ancianas rezan con el rosario entre las manos. Probablemente, más por permanecer despiertas que por la salvación del alma del difunto, un almacén de pecados comprimido en un cuerpo desgarbado, calvo y contrahecho. Pilar, junto con su yerno, pasea por los pasillos, trufando los descansos con saqueos a las máquinas expendedoras. Galletas de nata, café con leche, chocolate caliente, cruasanes rancios o zumo de naranja, que, de acuerdo a sus arcadas, debe de saber a todo menos a naranja. Emilio y Carlos duermen plácidamente. Rozando los límites de la contaminación acústica con ronquidos generosos y acompasados. Parece aquello una canción de Pimpinela. Francisco pone las manos sobre el escaparate tras el que descansa el cadáver y lee por enésima vez los mensajes de las coronas funerarias. Se vanagloria, a su vez, del maquillaje del muerto. «¡Hay que joderse! ¡Para verlo adecentado, ha tenido que morirse!», se dice para sí.

«En esto hemos conocido la caridad, en que Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviera bienes de este mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas, ¿cómo mora en él la caridad de Dios?... En lo que a ti te concierne, amigo, no te puedes quejar. Una exmujer tan liberal que por su cama han pasado más hombres que ácaros; una hija que, además de darte un nieto, te ayudó a envenenar a Isidoro; y unos amigos, más pobres y hambrientos que un perro en un poblado chabolista, pero ¿acaso podías encontrar algunos mejores? No, desengáñate. Eras un buen hombre. Honrado, sensato y entrañable, como cualquier anciano que se conforma con que su dentadura postiza no se desplace por las encías desnudas. Pero, ahora, cuando más te necesitaba, zas, te marchas. O, mejor dicho, envenenas al nuevo novio de tu mujer (pobre Isidoro, él no se lo merecía) y, en lugar de delatarte, como haría un hombre de pelo en pecho, o de huir, como haría el inteligente, te quedas y nos culpas a todos. A Rodrigo, el socio de Isidoro, a su empleado sin papeles (¿Abdul, verdad?) o a su exmujer. Que no te digo que seas mala gente, Dios me libre, ¿me oyes?, pero eso no se hace.

Siendo sincero, no pondría la mano en el fuego. Que sí, que repartías con Emilio y conmigo tu pensión, pero también pretendiste repartir la responsabilidad en ese crimen. ¿¡Cómo se te ocurrió, inconsciente!? Y, suerte que has tenido, amigo, que no todos los presos encuentran entre rejas a alguien que los proteja de la villanía de los otros encarcelados. Considérate afortunado, hombre. Siempre quejándote de tu mala suerte, de los desagradecidos... ¿Y tú qué? ¿Es que tú nos has tenido nada que ver? Que no niego que seas sensato, pero, mira, ¿recuerdas aquella semana que te dio por hablar a lo retro, como si esto fueran los ochenta y en las radios sonara Like a Virgin de Madonna? «La cagaste, Burn Lancaster», «¿de qué vas, Bitter Kas?» o «Dabuten, mola cantidubi». Hasta las narices, amigo, de oír eso. Desfasado total. Llegué a soñar con walkmans y diskmans que me perseguían y con las tapas, cual perro hambriento, querían morderme. Y, ¿qué me dices de aquella noche que te drogaste? ¡Menuda vergüenza me hiciste pasar! ¿A quién se le ocurre con sesenta y siete años irse de fiesta y meterse de todo? ¡Insensato! Sí, insensato. Quería evitar el tema del envenamiento, sin embargo, no me puedo reprimir. ¿Por qué tuviste que envenenarlo? ¿No te valía con maniatarlo y ponerle en bucle Los peces en el río?

Querido Antonio, a ver, que eras sensato, honrado y entrañable. Mas, ¿no me negarás que eras un hombre de otro siglo? Con una mentalidad más anticuada que la del inventor de la rueda. Que no me preguntes cómo se llama, que no lo sé. Pregúntale a San Pedro que lo tendrás al lado. O a Satán. Es que Dios se tuvo que confundir en el reparto de órganos. Debió de colocarte por error un corazón de lagartija y, cuando se dio cuenta, ya te había puesto las costillas y el esternón y se dijo: «Lo dejo así, que a lo mejor da el pego». Sí, algo así. Ya le pasó, por ejemplo, con la creación de las tortugas. A todas les dio casas y las que sobraron las repartió entre las cajas del Monopoly y entre los humanos. Al parecer, empezó por el hemisferio norte, por eso, amigo mío, en África hay tantos sin techo. Y, no me entretengas más, camarada. Que por muy muerto que estés, eso no te da derecho a arrebatarme la palabra. Eres un antiguo, un austrolopitecus, un carca. Un día le comenté tu caso a Lola, la psicóloga de Carlos, y me dio la razón. ¿Insultas, disfrazado de Melchor, a un niño afeminado? ¿Te burlas de una niña pija? Me duele en el alma decirlo, pero eres un machista y así has acabado: solo y divorciado. ¿Y qué opinas de las madres solteras? Venga, no me lo digas. Prejuicios y más prejuicios, amigo. Mira, Rocío Palazón, a la Carlos embarazó hace ocho años. Sacó adelante a su hijo sola y, al final, ¿para qué? ¿Para que una atracción de la feria lo descalabrara? ¡Ay, Samuel, que en paz descanse! Eso sí que es una madre coraje.

Deséngañate de una vez, Antonio, que tú eres el único responsable de tus problemas. Conoció Emilio el otro día a una pareja de lesbianas felices, a pesar de los miles de obstáculos que se han interpuesto en su relación por culpa de esta sociedad retrógada. Ya ves tú, como si importara con quien se acuesta uno. Conoció, también, a Amalia aquel día que vino a casa fingiendo ser la nueva novia de su padre. Mira que está más ida que venida, pero es feliz. Con el cerebro de adorno, con su madre y su padre pescador, sí, pero feliz. Conoció Carlos a Jenny, una inmigrante con hepatitis, pero feliz. Quien cree en la felicidad es feliz. Pero, tú no, tú eras un descreído. Siempre alicaído, siempre tragando bilis. De tanta bilis te atragantaste, y mírate ahí, con el sanbenito de asesino y muerto.

Amigo, y cuando más te necesito, te vas. Te abrí las puertas de mi casa y, cuando me descuido, diste portazo a una paz que me estaba ganando con sudor y lágrimas y a base de presidir misas sábados y domingos. Y, claro, te has perdido muchas cosas. Hace nada he conocido a la novia que le jodió la adolescencia y casi media vida a nuestro Emilio. Sí, al final, se llamaba Alicia. También ha fallecido hace nada Fulgencio y, claro, Emilio está destrozado. Un padre no se muere todos los días. Por cierto, si algún día el Señor te perdona tus perrerías, porque no te engañes, que no has sido bueno, que has sido un judas de mucha cuidado, te suplico que saludes a mis padres, a Salvadora, que es la madre de Emilio y a Nabila, una amiga de Carlos. Diles que aquí nadie les olvida. Y, no como hiciste tú con nosotros. Traidor. Pero, hablemos de otra cosa, que no quiero ponerte a parir, que te lo mereces, pero no quiero romper la tradición de recordar solo las virtudes de los muertos.


Y lo peor de esto es que me estás poniendo de los nervios, es que te rociaría gasolina y encendería fuego hasta verte arder. De los nervios, ¿me oyes? Casi acabo en la cárcel por tu culpa, que no te lo querido mencionar por respeto. Y, encima que te digo esto para que en otra vida seas mejor persona, y tú ahí. Como si nada. Impávido. Pero di algo, joder. Tú, ahí, descansando, como si por un oído te entrara y por otro te saliera. ¡Un poquito de consideración! Seguro que te estás mordiendo la lengua porque prefieres que yo acabe como el malo de la película, ya ves tú. A mí no me engañas, que el ictus que te dio ayer era un argucia para salir de la cárcel y que la gente hablara de ti. Pues, mira dónde estás ahora por obsesivo. ¿Cómo osas decir que «Los amigos son como la recuperación de la economía española, que todos hablan de ella, pero que nadie la nota»? Te quejarás. Reconozco que, tras acabar en la cárcel, nos distanciamos y llegué a olvidarte. ¿Y? ¿Qué derecho tiene a protestar alguien que se pea delante de sus amigos? Ahora te callas, ¿verdad, cobarde? Pues que sepas que un político negoció conmigo para convertir nuestra casa en una cámara de gas. Para exterminar a toda la oposición mediante gas metano. Yo solo tenía que darte fabadas, fabadas y más fabadas, y cerrar todos los conductos de ventilación. Y rechacé la oferta. Eso no lo hace cualquiera. Pero, aquí tienes al idiota de Francisco, dándolo todo por los demás sin recibir nada a cambio. Es que de bueno paso a tonto.

Querido amigo, que sí, que eres honrado, sensato y entrañable. Lo sé. El pueblo lo sabe. De hecho, han venido aquí todos, con quienes hemos compartido nuestras vivencias, nuestras historias. Pero, esto se acaba. Lo presiento con un pálpito real y no de esos de los tuyos. ¿Te acuerdas delos ricos que íbamos a ser con el décimo que compraste? Me río. No teníamos ni para comer y te gastante veinte eurazos, más tres del autobús, en un puto décimo. Ni el reintegro, amigo. Tú juegas a los dardos y te los lanzas a tu propia cara, que te lo digo yo. Pues eso, que esto se acaba. Emilio me dijo ayer: «Francisco, me marcho del país, me voy a Portugal. A ver si me gano la vida y huyo de la justicia, que antes o temprano vendrán a tomarme declaración por robar a aquel bebé en el hospital. He sido muy feliz con nuestras villanías, pero es el momento de comenzar una nueva etapa». Nuestro Emilio, ¡que se va a Portugal! ¿Qué sabe él de portugués? Tiene menos futuro que la insignia de un Mercedes en un barrio marginal, que el olor a rosas en un contenedor o que una jeringa en manos de un yonqui. Y Carlos, igual. «Francisco, que vivir con dos proletarios es un asco. ¡A tomar por culo los dos! ¡He hecho las paces con mis padres adoptivos y ya está! Se acabó perder la dignidad burguesa por un camastro, cuatro alubias duras y negras y un sofá apolillado. ¡A la mierda!», me dice.

Y ya llevo aquí casi cinco horas. ¡Cinco, Antonio, cinco! El tiempo en que pierde la frescura el jamón york, el tiempo necesario para cabrearme. Di algo; levántate del atáud. No te quedes quieto. Siempre llevándome la contraria. ¡Siempre! ¡Absolutamente siempre! Parece como si no te conociera. Es que no te reconozco. Si es verdad que deseabas mantener el contacto conmigo, levántate y vivamos juntos. No me valen las excusas. Aunque sea un paseo. Cinco minutos, al menos. Uno, por favor. No pido más. Todos se van. Mis padres, muertos; mi hermana y su familia, en el pueblo; mis otros amigos enseguida los perderé de vista. ¡Tú no me puedes fallar!

Que no va a dar tiempo a que los gusanos me devoren, que antes me devorará la soledad. Que no quiero pasar el resto de mi vida hablando con el exprimidor y la tostadora por verme solo, mientras la soledad me arranca los pies, las manos, las piernas, los brazos, los dientes, los ojos... La vida. Claro, tú ya estás acostumbrado, pero yo no. Recuerda que, si nos hicimos compañeros de piso fue por eso, por batallar contra el hastío vital y el silencio ruidoso del abandono. Quédate, quédate. Te lo suplico. Perdóname si alguna vez te dije que eras mala gente y un desgraciado. Eso es mentira. Habladurías. Pero, en cualquier caso, no volverá a ocurrir. Me tragaré esa basura para mis adentros. Que me veo dentro de unos años muerto sin nadie que se acuerde de mí. Ni mis sobrinos, ni mis parroquianos... Seré un cuerpo sin alma, movido por la inercia de incrementar las pelusas de debajo de los muebles y engordar gatos, mientras dejan el sofá lleno de pelos. No te vayas, cobarde. Hablaré con la Virgen, con quien haga falta, pero no te vayas. Seremos invencibles hasta que Dios nos cierre el chiringuito. Sí, montaremos uno y coquetearemos con alemanas borrachas, y rubias. Rubísimas. Pero, quédate. Que ya habrá tiempo para la soledad y la oscuridad eternas, que eres demasiado joven para morir. Eres un mozo aún. Ya ves tú, que sesenta y ocho años no son nada. Nada es como yo me siento; nada es lo que soy cuando el silencio cae sobre mí con la pesadez de un edredón de plomo; nada soy cuando, a solas, descubro que, tarde o temprano, os iréis yendo todos y que mi felicidad quedará recluida, por los siglos de los siglos, en las garras de la soledad».
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Este capítulo es un humilde homenaje al gran Delibes, que hace unos años falleció, pero, a pesar de todo, mi admiración por él (y la de los amantes de la literatura) y por sus obras como El camino, La hoja roja o Cinco horas con Mario se mantiene intacta. Su producción literaria ha sido y seguirá siendo in saecula saeculorum un espejo donde los aspirantes escritores (y también los más célebres) se han de mirar. 
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Próximo capítulo: EL CONCEPTO DE VILLANO (VI, 6) - Capítulo final definitivo.

jueves, 24 de julio de 2014


 

CAPÍTULO 4. PALOMITAS DE MAÍZ Y DOS ESPECTROS DEL PASADO
Cuando los problemas no tienen solución, dejan de ser problemas y pasan a ser hechos. Para bien o para mal, la infertilidad de Emilio y la muerte del pequeño Samuel habían pasado del cajón de los problemas por solucionar al de los hechos y, también, a la estantería de las derrotas que exhibir en cuanto trofeos de experiencia. El último jueves de julio se convirtió en otro jueves legendario en sus vidas. Legendario, no por un gozo inmenso sino por un aluvión de desgracias que, convertidas en agua, podrían eliminar las sequías de la faz de la Tierra. El jueves resultó tan negro que el crac del 29 sería, tras el parapeto de los años pasados, un instante más grisáceo que carbón.

 Antes de que el reloj marcara las diez de la noche, Emilio y Carlos se fueron a la cama. Hallaron en dormir la medicina más eficaz contra el calvario mundano. Aprovechó el expárroco para disfrutar del salón y la parrilla televisiva, un árido desierto de reposiciones, documentales y películas trasnochadas. Tumbado en el sofá, repasó dos hojas de papel que había escrito por la tarde. Testimonios del amargo pesar que viajaba por las arterias compungidas de sus compañeros.

El primer testimonio narraba un encuentro, esperado y temido por Emilio a partes iguales. Ocho días atrás, espoleados por los irresistibles descuentos del día del espectador, fueron al cine. La cartelera carecía de un largometraje potente, así que la elección final, una comedia americana, les resultó tan insustancial como el argumento de esta. El ahora político leyó:

«Si nos hubiéramos ido directamente a la sala Emilio y yo, la desgracia de mi amigo jamás hubiera tenido lugar. Pero no. Con el cenizo, tenaz y eficiente, que nos persigue desde hace mucho, esperamos casi media hora para comprar un cubo de palomitas. Ambientaron el encontronazo con el fantasma del pasado la cola kilométrica, el calor mortal, y nuestras manos en los bolsillos, temiendo que nuestras empobrecidas carteras quedaran a merced de carteristas, parásitos del guirigay y el bullicio. Alguien le estaba dando golpecitos en la espalda a Emilio. Se giró. Era una mujer de su edad. Su apariencia, sus gestos, su forma de mirar y su seguridad indiscutible le resultaron familiares. Más turbadores que familiares, en verdad. En cinco segundos, se percató de quién era aquella señora refinada, pero con dosis de astucia y de pasión. Emilio estaba cara a cara con su primera novia, un ciclón que devastó sus esperanzas amorosas a los dieciséis años.


— ¿Qué haces tú por aquí, Alicia? –habló Emilio con crudeza, tragando la bilis a destajo y previendo que la inundación de lágrimas por su cuerpo rechoncho poco se haría de rogar.
— Emilio, había olvidado lo caballeroso que eras –ironizó ella.
— Yo, en cambio, todavía recuerdo lo zorra que eres.
— Rencoroso –lo abofeteó–. ¿Todavía no me has perdonado? Te vas a podrir con tanto rencor, hijo mío.
— ¿Cómo quieres que te perdone? ¡Te pillaron con una china! ¿Recuerdas?
— ¡Embustero! Yo nunca me he tirado a ninguna asiática. A mí van los penes.
— No hace falta que lo jures. Me pusiste los cuernos con mi mejor amigo. Eso no te lo perdono ni muerto.
— Es que José María estaba muy bueno… ¡Menuda melena tenía! Además, tenía moto. Tú, en cambio, solo una bicicleta y con ruedines.
— ¿José María? Me estaba refiriendo a Rafa… –se enfadó–. Zorra, ¿¡también te tiraste a José María!?
— Abre tu mente, Emilio… ¿Qué querías que hiciera?
— ¡Los tenía que haber matado a los dos!
— Pues muy bien, te hubieras quedado sin amigos.
— No, porque tenía a Luismi, a Antonio, a Vicente… ¡Éramos un puñado! –se alegró recordando a su pandilla.
— Pues eso, que te hubieras quedado sin amigos –respondió con un matiz picante.
— ¡Hija de puta! Te acostaste con todos mis amigos uno por uno.
— Uno por uno y de dos en dos. Bueno, ahora recuerdo cómo nos lo montamos Vicente, Rafa y yo cuando mis padres se fueron de crucero.
— Zorra más que zorra. Me robaste el corazón —le espetó iracundo.
— ¡Embustero! Yo te robaba el bocadillo, el aguinaldo de tus abuelos… Pero el corazón, nunca. Estarías muerto, entonces.
— ¿Y qué me dices de nuestra relación? –lo abofeteó de nuevo–. Tú hiciste el mejor papel de tu vida cuando salimos. Tú lo que querías es que mi padre te contratara en nuestra empresa en verano.
— Bueno, pues nada. Había venido a saludarte y tú me sales con tus celos y una china con la que no me acosté.
— Estaba hablando del hachís. Tus padres te pillaron con una china y fuiste tan zorra de decir que era mía. Por tu hijoputismo, mi padre me ingresó en una clínica de desintoxicación. Tres meses y pico ahí dentro, en un infierno. ¡Maldigo el día en que me inscribí en la compañía teatral para conocerte!

 De inmediato, se dieron la espalda, enterrando para la eternidad aquel noviazgo que los había unido y, en parte, destrozado, pues el único modo de encarar el porvenir es plantando cara a los espectros de un ayer traumático y consagrándose a las momentos venideros. Con todo, la gran tragedia que Emilio había engullido no se disolvió ante la comedia que vimos, a pesar de sus gags desternillantes. De hecho, lo sentí tan lejos, aun teniéndolo al lado. Buceando en su adolescencia, maldiciendo los caprichos del destino, prometiéndose no tropezar en la misma piedra».

Tras leer su escrito, guarnecido con abundantes tachones, prosiguió la revisión del segundo. Versaba sobre una confesión. La noche anterior, mientras el microondas se dignaba a explotar todos los granos de maíz, Carlos se atrevió a revelar el germen de su xenofobia. Un germen, por cierto, con nombre propio: Nabila. Si bien la animadversión que profesaba hacia los inmigrantes no tenía justificación, Emilio y el ahora político pudieron empatizar con aquel cerebro incomprensible, excéntrico y confuso, aunque maquillara su cruda verdad con un baño de firmeza y tres capas de soberbia fingida. Don Francisco leyó la nueva hoja de su diario:


«En esta noche oscura de nuestra alma, he tenido doble demanda de consuelo. Por un lado, Emilio acaba de sufrir el mayor varapalo de su vida. Debido a su infertilidad, jamás podrá cumplir su sueño de traer al mundo un niño, con sus genes y sus apellidos. Por otro, Carlos ha abierto en canal los vericuetos de sus entrañas y he conocido su historia con Nabila.

 Según nos ha confesado, Nabila fue una amiga. Sí, una amiga auténtica, a la que le unía simple y asombrosamente una amistad pura, y no las pretensiones de llevarla a la cama y gozar de ella entre sábanas, como nos tiene acostumbrados. La adoró desde que la conoció a los quince años. Eran de la misma edad y compartían una buena ración de intereses y el mismo ambiente burgués. Todo ello les llevó a convertirse en almas gemelas, en inseparables amigos. Iban juntos a cada lado en su tiempo libre. Bares, tascas, piscinas, clubes de golf, centros comerciales... Salvo a la hora de ir al baño o en los momentos de devoción religiosa. Ella, marroquí, acudía a la mezquita; él, a la iglesia, aunque las vicisitudes de la vida lo llevó a distanciarse de Dios Nuestro Señor.

 Mas, como la desdicha releva a la buena ventura, al igual que, tras otoño, llega el invierno, y del mismo modo en que, durante unas horas, la luna arrebata al sol la antorcha del manto celestial, su amistad comenzó a contaminarse. Nabila se zambulló en el mundo de la droga y fue tal la intensidad, que la perdición la arrastró hasta el final de sus días. Primero, los porros esporádicos e, incluso, compartidos con Carlos; luego, aumentó la frecuencia y la cantidad; más adelante, se adentró en el océano de la cocaína, el cristal, las drogas de diseño y, cuando quiso sacar la cabeza del agua, no encontró la salida. Con quince años, Carlos era aún un joven ilusionado y carente de experiencia. Vaciló en tantas ocasiones en chivarse del problema de su amiga a sus padres que, cuando halló una respuesta firme, ya era tarde. Ya estaba en el atáud, enterrada bajo una lápida de granito oscuro y frío. Cada inmigrante le recordaba a Nabila, a una amistad acabada por su inexperiencia, sus buenas intenciones y sus nefastas medidas. A día de hoy seguía arrepintiéndose de haber financiado la adicción de esta y la muerte prematura de un ser con demasiada vida por delante».

Finalmente, cayó en brazos de Morfeo leyendo una tarjeta, de esas que guardaba Carlos en el bolsillo de su camisa, que había encontrado entre los huecos del sofá.

miércoles, 23 de julio de 2014



CAPÍTULO 3. EL SURTIDO DE ESPERMATOZOIDES    
Cuando más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Una hipótesis que, en la vida de Emilio, había ascendido a teoría con la inmediatez con que estalla un explosivo activo. El saco de desdichas que cargaba a la espalda se había hecho más abultado de un día a otro. Ahora no solo soportaba el fallecimiento temprano de su madre, su paternidad frustrada e inexistente, sus amores contrariados o su carrera profesional en pañales, sino que añadía un elemento más, el reciente óbito de su padre. Para mayor desgracia, tales cargas se guarnecían por la noche con pesadillas, quebraderos de cabeza y la idea, tan enfermiza como verdadera, de que su vida se consumiría no en lo que duran dos telediarios, sino en lo que dura el sumario. Un pestañeo, la mitad de un bostezo, un tercio de empujón. La desazón le recorría por el cuerpo a la par que los planes desesperados por traer descendencia a la Tierra buceaban por su estómago abultado y su corazón exaltado. «Si no tengo una pareja con la que traer hijos al mundo, entonces donaré mi esperma para que cualquier mujer pueda ser la madre de mis niños», pensó entusiasmado y orgulloso de su idea.

El desayuno del miércoles vino trufado con la manifestación eufórica de su propósito. Fue oírlo y a Carlos se le cayó la magdalena en la leche. Francisco, en cambio, aplaudió ese acto de generosidad indiscutible en un cuerpo que, en otro tiempo, había secuestrado a un recién nacido y cometido otro tipo de vilezas…
¿¡Emilio, estás enfermo?! ¿Cómo se te ocurre donar? ‒le gritó Carlos.
― ¿Enfermo? ¡Claro que no! Por eso voy a donar, aunque antes tienen que analizar el esperma.
¿Analizar eso? ¡Qué pérdida de tiempo! Saldrá defectuoso, como su dueño. Es que son ganas de hacer perder el tiempo a la sanidad pública a lo tonto ‒Carlos respondió con desdén.
Ni caso, Emilio ‒terció el párroco‒. Dios te pagará por tu buena obra.
― Claro, que te las pagará, Emilio. Pero trayendo a un monstruo al mundo. El embarazo es una enfermedad.

A las nueve de la mañana, con una premura insólita en sus pasos, salió de casa con los ánimos frescos, a pesar de que la canícula estival había convertido las calles en la forja de Vulcano. Quince minutos después, estaba en un banco de semen consultando sus dudas a una recepcionista, algo fría, bastante solvente en su trabajo y absolutamente nada de buen ver.
― Buenos días, señorita. Quisiera donar mis semillitas, pero tengo unas preguntas sobre las condiciones de anonimato y la inseminación artificial.
― ¿IAC o IAD?
Ya, ya... ‒contestó Emilio por inercia.
¿IAC o IAD? ‒insistía ella.
¿Qué leche habla esta mujer? ¿Inglés, alemán...? ‒masculló‒. Yo no speak inglés. Canspeak español? Spanish, please.
¿Que si quiere información sobre inseminación artificial conyugal o de donante? No me haga perder más el tiempo ‒protestó.
De donante, ya ‒respondió el soltero cuarentón‒. Thank you, señorita ―respondió cuando esta le proporcionó un folleto sobre el protocolo de donación y el de inseminación‒.
You're welcome, sheriff ‒contestó irónicamente ella.
¡Qué bien se me dan los idiomas! Tengo un inglés medio, que ya es más que el de los políticos españoles ‒masculló.


A las once menos veinte, regresó del banco, tras cumplimentar un formulario kilométrico, depositar su esperma en un frasco de plástico transparente y, por ende, tras cruzar la primera puerta en el camino hacia la paternidad. A decir verdad, pensándolo con la frialdad de la que carecía la ciudad a mediados de verano, le desazonaba la idea de que, en un futuro próximo, pudiera tener hijos, pero sin reconocerlos. La quiosquera, soltera, podría engendrar a su hijo y Emilio, aunque se tropezará con él día tras día, jamás sabría que compartían algo más que el código postal. Su primo, infértil desde que un toro lo invistió en los San Fermines y su esposa, podrían recurrir a sus espermatozoides. Con el mismo resultado, el de caer en un mar de vacilaciones, conflictos emocionales y en la sed insaciable de vivir activamente su paternidad. En pocas palabras, Emilio sería el Tántalo del siglo XXI. Un personaje mitológico más que lo representaba, al igual que Sísifo, pues, desde hace mucho, empujaba una roca por la ladera de la paternidad y, a dos pasos de la cima, esta caía rodando. Y Emilio, o Sísifo, se veía obligado a empujar el canto de nuevo. Una vez y otra, y otra...

No estaba dispuesto a esperar un resplandor divino. Buscó una solución más terrenal y no mucho menos inmediata. Vender su esperma. Al menos así podría conocer a la madre de sus retoños en proyecto. Salió a la calle con un cartón gigantesco, al igual que esos que publicitan a empresas de compraventa de oro, que se dignan a pagarles con unos billetes del mismo valor, o casi, que los del Monopoly. En él se leía «Bendo mi semen». ¿Dónde podría encontrar féminas luchar por sus embarazos, escurridizos y de pies esquivos? El primer lugar que tocá la aldaba de su cerebro fue un club LGBT. Así las cosas, corrió apresuradamente y esperó en la puerta de un bar de ambiente. Una transexual. Next. Dos hombres. Next. Nadie le vende pescados al pescador. Por suerte, halló a una pareja de lesbianas. Dos mujeres que, con su elegancia, su donaire y con una feminidad de revista, desafiaban los tópicos del lesbianismo al vuelo.
― Buenos días, amigas tortilleras, ¿queréis semen? Lo tengo en oferta ‒dijo animado Emilio.
― ¿Perdona? ¿A qué llamo a la policía, depravado? ‒le espetó una de ellas asustada.
― Mari, no le hagas caso. Ya conoces a los hombres ‒le aconsejó su compañera.
― ¿Otra vez con la cantinela de siempre, Juana? ¡Que no he probado varón nunca! Me gustan las mujeres, me gustas tú.
― ¡Oh, qué feliz coincidencia! ‒terció Emilio‒. ¡Si juntáis vuestros nombres, da Mari Juana! Así llaman a la droga en inglés.
― Tú lo has querido ‒sacó un espray antivioladores y pulverizó la cara del solterón hasta cegarlo‒. Y es Mary Jane Holland, no Mari Juana, cateto.
― ¡¿Pero qué haces tortillera resentida?! ¡Me has dejado ciego! ¿Ahora cómo voy a ver la Interviú? ¿Ahora cómo os desnudaré con la mirada? ‒gritó.
― ¡Salido! ‒le espetó la delicada Mari‒. Cari, corramos.


Pasados veinte minutos, con la vista totalmente recuperada y con el cartón de «Bendo mi semen», a la par que se avistaban con una nitidez extrema sus carencias ortográficas, se dirigió a un bloque de pisos, donde habían instalado una colosal antena de telefonía móvil. Según había leído en un periódico local, algunos vecinos temían por su salud y preveían un aluvión de tumores, disfunciones y enfermedades por culpa de ese artefacto de tan mala reputación. Así pues, esperó a que una mujer con edad de concebir saliera o entrara de la comunidad de vecinos. La espera le resultó eterna y eso que estaba acostumbrado a echarle paciencia a sus metas. Para bien o para mal, una señora, más próxima a los cuarenta que a los treinta, penetró en el inmueble. Emilio la llamó. «Buenas, señora, no quisiera meterme en su vida privada, pero si su marido no puede embarazarla, yo vendo mi semen», comenzó a hablar con timidez y cierto recato. Ella se desplomó, lloró y, a pesar de los pronósticos de cualquier persona cuerda, acabó alimentando el desmadre de Emilio.
― ¡Menuda desgracia, buen hombre! Mi marido es manso. Sus espermatozoides tienen menos movilidad que la pobre de mi madre, que está en coma. Y todo por culpa de la puta antenita de los cojones.
― ¿La antenita de los cojones? ¡La primera vez que escucho a alguien llamarle al pene así! Según tengo entendido, buena mujer, y muy buena que está ‒sacó a relucir su faceta pícara‒, en esto del semen influyen los testículos sobre todo.
― ¡No me haga reír, señor! Me está interesando comprarle el semen, pero antes quiero conocerlo mejor y hablar con mi esposo ‒calló de repente‒. Definitivamente, ¿vende con b?
― ¿Qué es be? ‒se extrañó‒. ¡A mí con dinero contante y sonante!
― ¿¡Quiere que le compre el semen en B!? ‒se escandalizó ella.
― ¿De qué me habla, señora? ¿Qué es be?
― En negro. No pienso estafar al Estado. Yo no le pienso comprar el semen en negro ‒dijo decidida.
― ¡Por supuesto que es en blanco! ¿Cómo va a haber semen negro?
― Inculto, claro que hay semen en negro, ¿cómo nacen, si no, los negros? Pues del semen negro, ¿y los blancos? Del semen blanco.
― ¿Y los chinos? ¿Del amarillo? ¿Y los mulatos? ¿Qué hacen, mezclarlo como si fuera leche con cacao? ‒ironizó Emilio.
― Mira, déjalo, se lo pido a mi padre, que ya veo que usted tiene genes defectuosos.


Las adversidades se iban encadenando y, según los pronósticos, la cadena venía acompañada de pretensiones bien ambiciosas. Un kilómetro de largo a base de eslabones de tormento, sorpresas aciagas y amargura. Un SMS se convirtió en el meteorólogo al pronosticar la tempestad emocional de Emilio. Abrir aquel mensaje supuso inaugurar una etapa complicada, cuya salida se encontraba inmediatamente después de la aceptación de la realidad. «Don Emilio Molina el banco de semen de Galínez del Azahar le comunica que, una vez revisada su muestra de esperma, ha detectado que usted padece una infertilidad idiopática. Para más información, visite nuestra clínica». Con el alma helada y el cuerpo petrificado, consultó Wikipedia y descubrió que su ilusión de ser padre tendría el mismo final que aquel sueño en que él era un afamado capitán de un crucero y las mujeres y el dinero le llovían a cántaros.

Entre lágrimas y güisqui, se despidió de la paternidad. Adiós a cambiar pañales, a hacer biberones o a calentar potitos. Adiós a acabar con los tímpanos destrozados de tanto llanto… Jamás tendría un retoño con que disfrutar de sus primeros pasos y de sus primeras palabras, al que enseñar a montar en bicicleta o ayudarle con los deberes del colegio. Un retoño con el que emocionarse al ver cómo iba creciendo y madurando, mientras su padre afrontaba la soledad y las enfermedades de la vejez. 

Próximo capítulo: PALOMITAS DE MAÍZ Y DOS ESPECTROS DEL PASADO