La
decadencia del villano es un concepto que cae por su propio peso, al
igual que un edificio diseñado por un arquitecto nefasto. Un
edificio que se tambalea por la falta de cimientos de mayor firmeza.
El villano nunca decae, puesto que más bajo no puede caer. A lo
largo de la historia, han corrido ríos de tinta sobre monarcas
absolutistas, sobre imperios grandiosos de apariencia invencible
pero, finalmente, derrotados, sobre luchas obreras o sobre héroes
nacionales que han defendido su patria con lágrimas, sudor y sangre.
En cambio, los libros de texto, las enciclopedias o los ensayos
suelen olvidarse de aquellos que nacieron con la misma condición que
la de los ilustres caballeros, pero que murieron con la etiqueta de
villanos. Y, cuando los recuerdan, optan por dedicarles unas míseras
líneas. Salteadores, bandoleros, pícaros, estafadores,
alcahuetas... Siempre, descritos a grandes rasgos; siempre,
representados con la imprecisión de las células procariotas.
Membrana, citoplasma y núcleo, siempre sumidos en la vaguedad. Pocos
conocen realmente a los villanos, sus límites y sus limitaciones. A
su vez, una minoría de ellos sabe qué les conduce a atajos de moral
cuestionable, pero necesarios para subir un escalón más en la
búsqueda de la felicidad.
Pocos
saben de verdad qué es sentirse excluido en una sociedad que barre
al diferente, que aparta lo mediato y que premia lo inmediato, lo
convencional y lo que no cuestiona que otras opciones sean posibles.
Pocos pueden presumir de ser tolerantes, pues, tras el disfraz de las
palabras, muchos encuentran traiciones, malentendidos y barbarie cada
vez que quienes tienen al lado difieren con ellos. Pocos saben qué
es morir de hambre, de frío y, especialmente, de soledad. Pocos, al
fin y al cabo, conocen de cerca a un villano, porque, tras el
parapeto de la indiferencia y la distancia, la cruda realidad se
enmascara. Pocos me conocen. Sí, basta ya de escribir en tercera
persona la historia de mi vida. Basta ya de disfrazarme de narrador
omnisciente y de maquillar la ansiedad, las congojas y mis carencias
con el afilado cuchillo de la objetividad.
Me
llamo Francisco García. Tengo cincuenta y tres años y he sido
tantas cosas a lo largo de mi vida que hace mucho tiempo que ya no sé
quién soy. Fui hijo, pero mis padres murieron. Hermano, pero mi
hermana sigue tratándome como a un bebé mimado. Estudiante, con
resultados notables, pero carecí de excelencia. Novio, pero ella
partió en busca de horizontes más pasionales y menos atormentados.
Sacerdote, pero mi ideología progresista derribó los pilares de una
vida consagrada a la oración y a la vida espiritual de los
feligreses. Amigo, pero por fascículos, por meses, temporal, de
repuesto. Político, pero me convertí tan pronto en carne de
titulares sensacionalistas que caí en el pozo del descrédito. Feliz
y seguro, pero la desdicha, la soledad y el silencio se encargaron de
apuñalar mis pretensiones gentiles y descuartizaron mi ser de un
plumazo.
Me
convertí en un villano. He pronunciado palabras y discursos a mil
quinientas millas de ser sentidos; he colaborado en el secuestro de
un recién nacido. Incluso, he puesto mi honradez patas arriba al
robar lo que el pueblo donaba en recolectas. He llegado a ser un
fantasma de lo que fui. Una fotocopia, un calco, una sombra de mi
propia sombra. Incumplir promesas, mentir, desear el mal ajeno,
cometer vilezas o convertirme con todas las letras en un villano. Por
culpa de la soledad, del resentimiento interior, de la necesidad de
vengarme de mí y de quienes me rodean, he inventado esta farsa. Este
teatro. Es más, Antonio, Emilio y Carlos son fruto de mi
imaginación. Necesitaba pagar mis frustraciones creando personajes
más mezquinos que yo. Necesitaba justificar que, al igual que yo,
hay miles de personas que sufren y que, a raíz de ese sufrimiento,
atraviesan la frontera de la moral e incumplen su promesa de ser
gente de bien. Así que he redactado estos sesenta capítulos durante
los últimos seis meses y, al final, un amigo los ha ido publicando
en su blog, El acantilado de las palabras. El éxito ha sido
tan relativo como escaso, pero me enorgullece de que unas pocas
personas en este mundo hayan dedicado, cuando menos, un segundo de
sus vidas en conocer la vida de un sacerdote fracasado.
No
creas que os he mentido durante este tiempo. Antonio, Emilio y Carlos
existen. Están vivos. No compartiendo conmigo el cuarto de baño, la
mesa o mis quebraderos de cabeza, pero sí en otros cuerpos, con
otros condicionantes y otras apariencias. Son de verdad. No solo
ellos, sino los cien personajes –seguro que en el cómputo alguno
ha quedado fuera– que me han acompañado a lo largo de mis
vivencias aderezadas por la imaginación. Efectivamente, la
imaginación. Porque solo con ella se pueden suplir las carencias del
día a día, los desengaños, las traiciones, los huecos vacíos en
una alma repleta de ambiciones, de deseos y de nostalgia empecinada
en recordar cuán felices fuimos en un pasado remoto no dispuesto a
regresar. Si la literatura posee una virtud, sin duda, es la de
rellenar ese hueco, los defectos de la realidad. De hacernos viajar,
soñar; de endulzar las amarguras, de volar; de llegar a territorios
insospechados, de persuadirnos de que, por muy pronunciada que sea la
pendiente de la montaña, tarde o
temprano, llegaremos a la cima. Que no hay que perder el ánimo, ya
que las energías positivas son el tungsteno de nuestro cuerpo, y sin
él, no hay bombilla convencional que brille, que luzca.
Ahora
toca poner fin a esta historia, mas, antes de que llegue ese punto
final, temido y deseado a partes iguales, querría repetir que esta
historia no ha sido el resultado de una mentira, que todos los
personajes han existido. De un amalgama de personas que han marcado
mi existencia, surgieron mis tres compañeros de piso en la ficción.
Comulgantes, vecinos, amigos, parejas dispuestas a contraer
matrimonio, charlas en confesonarios, compañeros de seminario,
profesores, mis padres, mi hermana y, posiblemente, tú. Sí, tal vez
nos hayamos encontrado alguna vez. O, tal vez, aún no se ha dado la
ocasión, pero el mundo es un pañuelo y quién sabe si mañana
rompemos el hielo y descorchamos juntos una nueva etapa.
Antes
de ese punto final, querría decir también que el mundo está
repleto de Emilios, de Carlos, de Antonios y de Franciscos, que
representan, en buena medida, los defectos de la humanidad. No me
tachéis de pretencioso, pero es que, a decir verdad, las personas no
somos tan distintas, a pesar de que nos guste diferenciarnos. Al fin
y al cabo, somos humanos, somos un cúmulo de defectos propiciados
por el Big Bang. Compartimos la misma materia, los mismos defectos y
las mismas virtudes. Somos, por mucho que nos pese, villanos.
Villanos desde que nacemos y villanos hasta que morimos, aunque las
sábanas bajo las que ocultamos nuestros miedos sean de seda, algodón
o se reduzcan a dos trozos de celulosa. Bajo la mísera luz de esta
bombilla pelada que cuelga del techo, pongo punto y final a esta
historia de villanos y arranco otra etapa, esta vez, como misionero
por África. Una nueva etapa en un mundo de villanos.
FIN DE "VILLANOS".
Gracias a los que habéis estado ahí a lo largo de los 60 capítulos y, por supuesto, a los habéis dedicado unos segundos de vuestras vidas en leer alguna línea. Me reconforta saber que el éxito de este relato "fascículos", siempre relativamente moderado", se ha mantenido a lo largo de cada una de las entregas. De hecho, gracias a ello, esta historia ha tenido 60 capítulos, en lugar de 6 iniciales. Os invito a dejar vuestros comentarios y opiniones, según positivas o negativas. Gracias.
Don
Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos muertos
aderezándolos de reflexiones y filosofía. Después de sentarse en
un sofá mullido, pero helado como un albornoz de hielo, tras la
visita de Adriana, Francisco recuesta levemente la nuca en la pared
hasta notar el contacto frío de su superficie. Siente la mano
derecha dolorida y los labios tumefactos de tanto besar. Besos,
apretones y otras muestras de afecto desfilan por la sala 3 del
tanatorio. Es medianoche y a falta de nueve horas para el funeral, la
concurrencia no decrece. La gente nunca es la misma, pero la densidad
no disminuye. Al principio, el velatorio resultó convencional y
previsible. Caras largas, silencios insidiosos. Fue José, un vecino
tan inoportuno como un herpes horas antes de una primera cita, quien
quebró la tirantez con un chiste, el de la prostituta con halitosis.
Un chiste de mal gusto en una boca inoportuna que tiró por tierra
más de diez horas de rostros serios y caras hipócritas de
responsabilidad fingida. De peor gusto fueron las reacciones de La
Pili, una prostituta de moral laxa y sin miramientos a la hora de
chantajear a sus clientes, y de Belén, un olor a ajo permanente en
un cuerpo femenino de infarto. «Ya no eres cura, así que...
¿quieres ver mis ingles depiladas?», le propuso ella. «Cierra ese
estercolero que tienes por boca o
por ano, Belén, o te denuncio por homicidio», le contesta
Francisco.
— Debes
dormir un poco, Paco. Me encanta verte así de entero, pero reconoce
que estás agotado. Como yo –Emilio disimula con la mano un bostezo
sonoro.
—
Dormir,
no, Emilio. Tenemos que estar con él. Es su última noche. Aún me
parece mentira, fíjate; hace algo más de un año lo conocimos, nos
conocimos; le ayudamos a superar el divorcio con la loca de Pilar y a
hacer las paces con su hija Laura... Y, ahora, míralo; ahí tras el
escaparate, dentro de una caja de pino y una mortaja del año
catapún. No somos nadie.
— Oye,
un respeto –tercia aludida Pilar, que había puesto la oreja–. Me
divorcié porque era una marido cojín. Cuarenta años casados y el
único regalo que me hizo en su vida fue una máquina de coser y de
eso hace ya veinticinco años.
— No
quiero meter el dedo en la llaga –replica Francisco–, pero la
loca eres tú, que siendo cura te me tiraste varias veces a la
bragueta...
— Una
cremallera no se baja si dos no quieren –contesta ella–. Yo, por
lo menos, no soy una asesina, como él. ¡Ay, mi Laura, que está en
la cárcel y no se va a poder despedir de su padre!
«¡Pobre
Antonio! No se lo merecía», «Que Dios lo guarde en su gloria» o
«¡Qué vida más injusta! ¡Siempre se van los mejores!» son
expresiones que se repiten en la sala constantemente, con la
insistencia de los estribillos de las canciones del verano. «Bueno,
lo que se dice bueno no era, ¡que mató a Isidoro y le echó el
muerto a sus amigos», apostilla una y otra vez Julián, el nuevo
sacerdote de Galínez del Azahar, tras la expulsión de Francisco,
quien no veía con buenos ojos que un chantajista de primera clase
pudiera dar lecciones de moral.
— ¡Eh,
Carlos! ¿Sabes si el tal Julián es gay? Da gusto ver hombres tan
rudos y con esa barba de tres días... –salió, de repente, el
amigo de Carlos de algún lugar recóndito, como el cotillón.
— ¡Es
el cura, Javier! ¿No has visto la sótana?
— ¿Y?
Todos tenemos defectos.
— ¡¿Que
tiene defectos el cura?! Y yo que le iba a pedir semen para ver si me
quedo preñada de una puta vez –les interrumpe la señora que
negoció con Emilio por sus espermatozoides.
—
Obviamente,
es cura –responde Javier–. Ya hay que ser tontos para perderse
los placeres de la carne. Y qué carne, madre mía.
— ¿Que
se pierde los placeres de la carne el cura? Ja. Ya te aseguro que no.
Disfruta, exactamente, dos veces por semanas, cuando vengo de pilates
–tercia la exnovia de Emilio, Débora, que los estaba escuchando.
— ¡Solo
de imaginármelo, me está poniendo burro! –exclama Javier.
— Un
poco burro sí que eres –replica Carlos.
— Pues
te hostio –el gay le pega un puñetazo en medio de la concurrencia.
Algunos
aprovechan el percance para hacerse notar. Un político nuevo
licenciado en Ciencias políticas y experto en despotricar contra la
casta con cinismo y discursos populistas reparte octavillas y arranca
una proclama.
—
Reformemos
la Constitución, el modelo socieconómico y devoremos a la casta. No
más represión hacia vosotros, obreros míos. Los empresarios han de
escarmentar.
— Oye,
que yo soy empresario –se ofende João, el antiguo jefe de Emilio–.
Restaurante João el Portugués en Galínez del Azahar.
— Pues
iré por la vía rápida... Quién me ayude a implantar una dictadura
en el país, le invito a una ración de pizza con atún. ¿Quién
quiere pizza? –llama a una pizzería al ver el apoyo de los
asistentes con complejo de borrego–. Tenía que haberles comprado
sus votos con una galletita salada por cabeza. Seguro que pican.
—
Bueno,
ahora déjame a mí publicitarme –tercia una empleada de
Movistorm–. ¿Quién quiere contratar una línea de ADSL con una
oferta incomparable?
— Pues
mi operador también dice lo mismo de la suya, que era incomparable
–la corrige Helena, la exalumna adolescente de Francisco, mientras
se morreaba con El Balas.
— Pero,
la de Movistorm es mejor, es más incomparable.
— Eso
es una incoherencia –le reprocha Rodolfo, el cuñado filósofo del
expárroco, mientras Isabel, su mujer, intenta taparle la boca–.
¡Cómo se nota que en clase de Filosofía te metías rayas, porrera!
— He-he
al-algui-alguien ha dicho-cho ra-ra-ra-rayas chorayas –grita
un camello tartamudo desde la otra punta de la sala, a pesar de que
su interlocutor, otro camello, está a su lado.
— Y,
además, las condiciones serán para cagarse en la madre que las
parió –apostilla El Balas a la de Movistorm.
—
¡Paparruchas!
Solo tienes que sernos fiel doce meses; luego, si nos dejas, solo te
torturaremos llamándote a todas horas y persiguiéndote por las
calles hasta que vuelvas agradecido con la mano que te llevó a la
fibra óptica. Si te quejas por la mala conexión, tampoco pasa nada.
Tú llámanos, que ya nosotros te haremos el caso que mereces: cero.
Y como nos demandes, te mandamos un sicario y ya está.
—
¡Tenemos
coca, de la buena, de la que coloca! Coca, coca, señores –interrumpe
la tertulia el otro camello.
—
Venga,
dame un gramo –le dice la joven que siete meses atrás le había
ofrecido al difunto el décimo que acabó siendo el Gordo de
Navidad–. Que me voy de campamento.
—
¡Arrestados
quedan, señores, por venta de estupefacientes! –dicen al unísono
la comisaria Rodríguez y el inspector Gómez, quienes descubrieron
que el crimen pasional de Antonio, tras dejar en la cuneta su
apariencia de anciano entrañable.
— No,
policías. Esto no es coca, es bicarbonato, que es muy bueno para la
acéatica. Suéltenos.
— Os
vais a podrir en la cárcel –amenaza ella.
— ¡Por
fin! ¡Ya era ho-hora, po-po-policías! ¡Que que que ganas te-tenía
de co-memer todos los dí-días! Se acabó-bó pa-pa-pa-sar hambre.
¡Hu-hu-rra por la cárcel-cel!
La
concurrencia declina su trasiego a las tres de la madrugada. Pocos
quedan ya en la sala 3 del tanatorio. Y de esas pocas almas
presentes, una minoría puede jactarse de tener los ojos abiertos. En
un rincón, dos ancianas rezan con el rosario entre las manos.
Probablemente, más por permanecer despiertas que por la salvación
del alma del difunto, un almacén de pecados comprimido en un cuerpo
desgarbado, calvo y contrahecho. Pilar, junto con su yerno, pasea por
los pasillos, trufando los descansos con saqueos a las máquinas
expendedoras. Galletas de nata, café con leche, chocolate caliente,
cruasanes rancios o zumo de naranja, que, de acuerdo a sus arcadas,
debe de saber a todo menos a naranja. Emilio y Carlos duermen
plácidamente. Rozando los límites de la contaminación acústica
con ronquidos generosos y acompasados. Parece aquello una canción de
Pimpinela. Francisco pone las manos sobre el escaparate tras el que
descansa el cadáver y lee por enésima vez los mensajes de las
coronas funerarias. Se vanagloria, a su vez, del maquillaje del
muerto. «¡Hay que joderse! ¡Para
verlo adecentado, ha tenido que morirse!», se dice para sí.
«Enesto hemos conocido la
caridad, en que Él dio su vida por nosotros y nosotros debemos dar
nuestra vida por nuestros hermanos. El que tuviera bienes de este
mundo y viendo a su hermano pasar necesidad le cierra sus entrañas,
¿cómo mora en él la caridad de Dios?... En
lo que a ti te concierne, amigo, no te puedes quejar. Una exmujer tan
liberal que por su cama han pasado más hombres que ácaros; una hija
que, además de darte un nieto, te ayudó a envenenar a Isidoro; y
unos amigos, más pobres y hambrientos que un perro en un poblado
chabolista, pero ¿acaso podías encontrar algunos mejores? No,
desengáñate. Eras un buen hombre. Honrado, sensato y entrañable,
como cualquier anciano que se conforma con que su dentadura postiza
no se desplace por las encías desnudas. Pero, ahora, cuando más te
necesitaba, zas, te marchas. O, mejor dicho, envenenas al nuevo novio
de tu mujer (pobre Isidoro, él no se lo merecía) y, en lugar de
delatarte, como haría un hombre de pelo en pecho, o de huir, como
haría el inteligente, te quedas y nos culpas a todos. A Rodrigo, el
socio de Isidoro, a su empleado sin papeles (¿Abdul, verdad?) o a su
exmujer. Que no te digo que seas mala gente, Dios me libre, ¿me
oyes?, pero eso no se hace.
Siendo
sincero, no pondría la mano en el fuego. Que sí, que repartías con
Emilio y conmigo tu pensión, pero también pretendiste repartir la
responsabilidad en ese crimen. ¿¡Cómo se te ocurrió,
inconsciente!? Y, suerte que has tenido, amigo, que no todos los
presos encuentran entre rejas a alguien que los proteja de la
villanía de los otros encarcelados. Considérate afortunado, hombre.
Siempre quejándote de tu mala suerte, de los desagradecidos... ¿Y
tú qué? ¿Es que tú nos has tenido nada que ver? Que no niego que
seas sensato, pero, mira, ¿recuerdas aquella semana que te dio por
hablar a lo retro, como si esto fueran los ochenta y en las radios
sonara Like a
Virgin
de Madonna? «La
cagaste, Burn Lancaster», «¿de qué vas, Bitter Kas?» o «Dabuten,
mola cantidubi». Hasta las narices, amigo, de oír eso. Desfasado
total. Llegué a soñar con walkmans
y diskmans
que me perseguían y con las tapas, cual perro hambriento, querían
morderme. Y, ¿qué me dices de aquella noche que te drogaste?
¡Menuda vergüenza me hiciste pasar! ¿A quién se le ocurre con
sesenta y siete años irse de fiesta y meterse de todo? ¡Insensato!
Sí, insensato. Quería evitar el tema del envenamiento, sin embargo,
no me puedo reprimir. ¿Por qué tuviste que envenenarlo? ¿No te
valía con maniatarlo y ponerle en bucle Los
peces en el río?
Querido
Antonio, a ver, que eras sensato, honrado y entrañable. Mas, ¿no me
negarás que eras un hombre de otro siglo? Con una mentalidad más
anticuada que la del inventor de la rueda. Que no me preguntes cómo
se llama, que no lo sé. Pregúntale a San Pedro que lo tendrás al
lado. O a Satán. Es que Dios se tuvo que confundir en el reparto de
órganos. Debió de colocarte por error un corazón de lagartija y,
cuando se dio cuenta, ya te había puesto las costillas y el esternón
y se dijo: «Lo dejo así, que a lo mejor da el pego». Sí, algo
así. Ya le pasó, por ejemplo, con la creación de las tortugas. A
todas les dio casas y las que sobraron las repartió entre las cajas
del Monopoly y entre los humanos. Al parecer, empezó por el
hemisferio norte, por eso, amigo mío, en África hay tantos sin
techo. Y, no me entretengas más, camarada. Que por muy muerto que
estés, eso no te da derecho
a arrebatarme la palabra. Eres un antiguo, un austrolopitecus, un
carca. Un día le comenté tu caso a Lola, la psicóloga de Carlos, y
me dio la razón. ¿Insultas, disfrazado de Melchor, a un niño
afeminado? ¿Te burlas de una niña pija? Me duele en el alma
decirlo, pero eres un machista y así has acabado: solo y divorciado.
¿Y qué opinas de las madres solteras? Venga, no me lo digas.
Prejuicios y más prejuicios, amigo. Mira, Rocío Palazón, a la
Carlos embarazó hace ocho años. Sacó adelante a su hijo sola y, al
final, ¿para qué? ¿Para que una atracción de la feria lo
descalabrara? ¡Ay, Samuel, que en paz descanse! Eso sí que es una
madre coraje.
Deséngañate
de una vez, Antonio, que tú eres el único responsable de tus
problemas. Conoció Emilio el otro día a una pareja de lesbianas
felices, a pesar de los miles de obstáculos que se han interpuesto
en su relación por culpa de esta sociedad retrógada. Ya ves tú,
como si importara con quien se acuesta uno. Conoció, también, a
Amalia aquel día que vino a casa fingiendo ser la nueva novia de su
padre. Mira que está más ida que venida, pero es feliz. Con el
cerebro de adorno, con su madre y su padre pescador, sí, pero feliz.
Conoció Carlos a Jenny, una inmigrante con hepatitis, pero feliz.
Quien cree en la felicidad es feliz. Pero, tú no, tú eras un
descreído. Siempre alicaído, siempre tragando bilis. De tanta bilis
te atragantaste, y mírate ahí, con el sanbenito de asesino y
muerto.
Amigo,
y cuando más te necesito, te vas. Te abrí las puertas de mi casa y,
cuando me descuido, diste portazo a una paz que me estaba ganando con
sudor y lágrimas y a base de presidir misas sábados y domingos. Y,
claro, te has perdido muchas cosas. Hace nada he conocido a la novia
que le jodió la adolescencia y casi media vida a nuestro Emilio. Sí,
al final, se llamaba Alicia. También ha fallecido hace nada
Fulgencio y, claro, Emilio está destrozado. Un padre no se muere
todos los días. Por cierto, si algún día el Señor te perdona tus
perrerías, porque no te engañes, que no has sido bueno, que has
sido un judas de mucha cuidado, te suplico que saludes a mis padres,
a Salvadora, que es la madre de Emilio y a Nabila, una amiga de
Carlos. Diles que aquí nadie les olvida. Y, no como hiciste tú con
nosotros. Traidor. Pero, hablemos de otra cosa, que no quiero ponerte
a parir, que te lo mereces, pero no quiero romper la tradición de
recordar solo las virtudes de los muertos.
Y
lo peor de esto es que me estás poniendo de los nervios, es que te
rociaría gasolina y encendería fuego hasta verte arder. De los
nervios, ¿me oyes? Casi acabo en la cárcel por tu culpa, que no te
lo querido mencionar por respeto. Y, encima que te digo esto para que
en otra vida seas mejor persona, y tú ahí. Como si nada. Impávido.
Pero di algo, joder. Tú, ahí, descansando, como si por un oído te
entrara y por otro te saliera. ¡Un poquito de consideración! Seguro
que te estás mordiendo la lengua porque prefieres que yo acabe como
el malo de la película, ya ves tú. A mí no me engañas, que el
ictus que te dio ayer era un argucia para salir de la cárcel y que
la gente hablara de ti. Pues, mira dónde estás ahora por obsesivo.
¿Cómo osas decir que «Los amigos son como la recuperación de la
economía española, que todos hablan de ella, pero que nadie la
nota»? Te quejarás. Reconozco que, tras acabar en la cárcel, nos
distanciamos y llegué a olvidarte. ¿Y? ¿Qué derecho tiene a
protestar alguien que se pea delante de sus amigos? Ahora te callas,
¿verdad, cobarde? Pues que sepas que un político negoció conmigo
para convertir nuestra casa en una cámara de gas. Para exterminar a
toda la oposición mediante gas metano. Yo solo tenía que darte
fabadas, fabadas y más fabadas, y cerrar todos los conductos de
ventilación. Y rechacé la oferta. Eso no lo hace cualquiera. Pero,
aquí tienes al idiota de Francisco, dándolo todo por los demás sin
recibir nada a cambio. Es que de bueno paso a tonto.
Querido
amigo, que sí, que eres honrado, sensato y entrañable. Lo sé. El
pueblo lo sabe. De hecho, han venido aquí todos, con quienes hemos
compartido nuestras vivencias, nuestras historias. Pero, esto se
acaba. Lo presiento con un pálpito real y no de esos de los tuyos.
¿Te acuerdas delos ricos que íbamos a ser con el décimo que
compraste? Me río. No teníamos ni para comer y te gastante veinte
eurazos, más tres del autobús, en un puto décimo. Ni el reintegro,
amigo. Tú juegas a los dardos y te los lanzas a tu propia cara, que
te lo digo yo. Pues eso, que esto se acaba. Emilio me dijo ayer:
«Francisco, me marcho del país, me voy a Portugal. A ver si me gano
la vida y huyo de la justicia, que antes o temprano vendrán a
tomarme declaración por robar a aquel bebé en el hospital. He sido
muy feliz con nuestras villanías, pero es el momento de comenzar una
nueva etapa». Nuestro Emilio, ¡que se va a Portugal! ¿Qué sabe él
de portugués? Tiene menos futuro que la insignia de un Mercedes en
un barrio marginal, que el olor a rosas en un contenedor o que una
jeringa en manos de un yonqui. Y Carlos, igual. «Francisco, que
vivir con dos proletarios es un asco. ¡A tomar por culo los dos! ¡He
hecho las paces con mis padres adoptivos y ya está! Se acabó perder
la dignidad burguesa por un camastro, cuatro alubias duras y negras y
un sofá apolillado. ¡A la mierda!», me dice.
Y
ya llevo aquí casi cinco horas. ¡Cinco, Antonio, cinco! El tiempo
en que pierde la frescura el jamón york, el tiempo necesario para
cabrearme. Di algo; levántate del atáud. No te quedes quieto.
Siempre llevándome la contraria. ¡Siempre! ¡Absolutamente siempre!
Parece como si no te conociera. Es que no te reconozco. Si es verdad
que deseabas mantener el contacto conmigo, levántate y vivamos
juntos. No me valen las excusas. Aunque sea un paseo. Cinco minutos,
al menos. Uno, por favor. No pido más. Todos se van. Mis padres,
muertos; mi hermana y su familia, en el pueblo; mis otros amigos
enseguida los perderé de vista. ¡Tú no me puedes fallar!
Que
no va a dar tiempo a que los gusanos me devoren, que antes me
devorará la soledad. Que no quiero pasar el resto de mi vida
hablando con el exprimidor y la tostadora por verme solo, mientras la
soledad me arranca los pies, las manos, las piernas, los brazos, los
dientes, los ojos... La vida. Claro, tú ya estás acostumbrado, pero
yo no. Recuerda que, si nos hicimos compañeros de piso fue por eso,
por batallar contra el hastío vital y el silencio ruidoso del
abandono. Quédate, quédate. Te lo suplico. Perdóname si alguna vez
te dije que eras mala gente y un desgraciado. Eso es mentira.
Habladurías. Pero, en cualquier caso, no volverá a ocurrir. Me
tragaré esa basura para mis adentros. Que me veo dentro de unos años
muerto sin nadie que se acuerde de mí. Ni mis sobrinos, ni mis
parroquianos... Seré un cuerpo sin alma, movido por la inercia de
incrementar las pelusas de debajo de los muebles y engordar gatos,
mientras dejan el sofá lleno de pelos. No te vayas, cobarde. Hablaré
con la Virgen, con quien haga falta, pero no te vayas. Seremos
invencibles hasta que Dios nos cierre el chiringuito. Sí, montaremos
uno y coquetearemos con alemanas borrachas, y rubias. Rubísimas.
Pero, quédate. Que ya habrá tiempo para la soledad y la oscuridad
eternas, que eres demasiado joven para morir. Eres un mozo aún. Ya
ves tú, que sesenta y ocho años no son nada. Nada es como yo me
siento; nada es lo que soy cuando el silencio cae sobre mí con la
pesadez de un edredón de plomo; nada soy cuando, a solas, descubro
que, tarde o temprano, os iréis yendo todos y que mi felicidad
quedará recluida, por los siglos de los siglos, en las garras de la
soledad».
______
Este capítulo es un humilde homenaje al gran Delibes, que hace unos años falleció, pero, a pesar de todo, mi admiración por él (y la de los amantes de la literatura) y por sus obras como El camino, La hoja roja o Cinco horas con Mario se mantiene intacta. Su producción literaria ha sido y seguirá siendo in saecula saeculorum un espejo donde los aspirantes escritores (y también los más célebres) se han de mirar.
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Próximo capítulo: EL CONCEPTO DE VILLANO (VI, 6) - Capítulo final definitivo.
CAPÍTULO 4. PALOMITAS DE MAÍZ Y DOS ESPECTROS DEL PASADO
Cuando los problemas no tienen solución, dejan de ser problemas y pasan a ser hechos. Para bien o para mal, la infertilidad de Emilio y la muerte del pequeño Samuel habían pasado del cajón de los problemas por solucionar al de los hechos y, también, a la estantería de las derrotas que exhibir en cuanto trofeos de experiencia. El último jueves de julio se convirtió en otro jueves legendario en sus vidas. Legendario, no por un gozo inmenso sino por un aluvión de desgracias que, convertidas en agua, podrían eliminar las sequías de la faz de la Tierra. El jueves resultó tan negro que el crac del 29 sería, tras el parapeto de los años pasados, un instante más grisáceo que carbón.
Antes de que el reloj marcara las diez de la noche, Emilio y Carlos se fueron a la cama. Hallaron en dormir la medicina más eficaz contra el calvario mundano. Aprovechó el expárroco para disfrutar del salón y la parrilla televisiva, un árido desierto de reposiciones, documentales y películas trasnochadas. Tumbado en el sofá, repasó dos hojas de papel que había escrito por la tarde. Testimonios del amargo pesar que viajaba por las arterias compungidas de sus compañeros.
El primer testimonio narraba un encuentro, esperado y temido por Emilio a partes iguales. Ocho días atrás, espoleados por los irresistibles descuentos del día del espectador, fueron al cine. La cartelera carecía de un largometraje potente, así que la elección final, una comedia americana, les resultó tan insustancial como el argumento de esta. El ahora político leyó:
«Si nos hubiéramos ido directamente a la sala Emilio y yo, la desgracia de mi amigo jamás hubiera tenido lugar. Pero no. Con el cenizo, tenaz y eficiente, que nos persigue desde hace mucho, esperamos casi media hora para comprar un cubo de palomitas. Ambientaron el encontronazo con el fantasma del pasado la cola kilométrica, el calor mortal, y nuestras manos en los bolsillos, temiendo que nuestras empobrecidas carteras quedaran a merced de carteristas, parásitos del guirigay y el bullicio. Alguien le estaba dando golpecitos en la espalda a Emilio. Se giró. Era una mujer de su edad. Su apariencia, sus gestos, su forma de mirar y su seguridad indiscutible le resultaron familiares. Más turbadores que familiares, en verdad. En cinco segundos, se percató de quién era aquella señora refinada, pero con dosis de astucia y de pasión. Emilio estaba cara a cara con su primera novia, un ciclón que devastó sus esperanzas amorosas a los dieciséis años.
— ¿Qué haces tú por aquí, Alicia? –habló Emilio con crudeza, tragando la bilis a destajo y previendo que la inundación de lágrimas por su cuerpo rechoncho poco se haría de rogar.
— Emilio, había olvidado lo caballeroso que eras –ironizó ella.
— Yo, en cambio, todavía recuerdo lo zorra que eres.
— Rencoroso –lo abofeteó–. ¿Todavía no me has perdonado? Te vas a podrir con tanto rencor, hijo mío.
— ¿Cómo quieres que te perdone? ¡Te pillaron con una china! ¿Recuerdas?
— ¡Embustero! Yo nunca me he tirado a ninguna asiática. A mí van los penes.
— No hace falta que lo jures. Me pusiste los cuernos con mi mejor amigo. Eso no te lo perdono ni muerto.
— Es que José María estaba muy bueno… ¡Menuda melena tenía! Además, tenía moto. Tú, en cambio, solo una bicicleta y con ruedines.
— ¿José María? Me estaba refiriendo a Rafa… –se enfadó–. Zorra, ¿¡también te tiraste a José María!?
— Abre tu mente, Emilio… ¿Qué querías que hiciera?
— ¡Los tenía que haber matado a los dos!
— Pues muy bien, te hubieras quedado sin amigos.
— No, porque tenía a Luismi, a Antonio, a Vicente… ¡Éramos un puñado! –se alegró recordando a su pandilla.
— Pues eso, que te hubieras quedado sin amigos –respondió con un matiz picante.
— ¡Hija de puta! Te acostaste con todos mis amigos uno por uno.
— Uno por uno y de dos en dos. Bueno, ahora recuerdo cómo nos lo montamos Vicente, Rafa y yo cuando mis padres se fueron de crucero.
— Zorra más que zorra. Me robaste el corazón —le espetó iracundo.
— ¡Embustero! Yo te robaba el bocadillo, el aguinaldo de tus abuelos… Pero el corazón, nunca. Estarías muerto, entonces.
— ¿Y qué me dices de nuestra relación? –lo abofeteó de nuevo–. Tú hiciste el mejor papel de tu vida cuando salimos. Tú lo que querías es que mi padre te contratara en nuestra empresa en verano.
— Bueno, pues nada. Había venido a saludarte y tú me sales con tus celos y una china con la que no me acosté.
— Estaba hablando del hachís. Tus padres te pillaron con una china y fuiste tan zorra de decir que era mía. Por tu hijoputismo, mi padre me ingresó en una clínica de desintoxicación. Tres meses y pico ahí dentro, en un infierno. ¡Maldigo el día en que me inscribí en la compañía teatral para conocerte!
De inmediato, se dieron la espalda, enterrando para la eternidad aquel noviazgo que los había unido y, en parte, destrozado, pues el único modo de encarar el porvenir es plantando cara a los espectros de un ayer traumático y consagrándose a las momentos venideros. Con todo, la gran tragedia que Emilio había engullido no se disolvió ante la comedia que vimos, a pesar de sus gags desternillantes. De hecho, lo sentí tan lejos, aun teniéndolo al lado. Buceando en su adolescencia, maldiciendo los caprichos del destino, prometiéndose no tropezar en la misma piedra».
Tras leer su escrito, guarnecido con abundantes tachones, prosiguió la revisión del segundo. Versaba sobre una confesión. La noche anterior, mientras el microondas se dignaba a explotar todos los granos de maíz, Carlos se atrevió a revelar el germen de su xenofobia. Un germen, por cierto, con nombre propio: Nabila. Si bien la animadversión que profesaba hacia los inmigrantes no tenía justificación, Emilio y el ahora político pudieron empatizar con aquel cerebro incomprensible, excéntrico y confuso, aunque maquillara su cruda verdad con un baño de firmeza y tres capas de soberbia fingida. Don Francisco leyó la nueva hoja de su diario:
«En esta noche oscura de nuestra alma, he tenido doble demanda de consuelo. Por un lado, Emilio acaba de sufrir el mayor varapalo de su vida. Debido a su infertilidad, jamás podrá cumplir su sueño de traer al mundo un niño, con sus genes y sus apellidos. Por otro, Carlos ha abierto en canal los vericuetos de sus entrañas y he conocido su historia con Nabila.
Según nos ha confesado, Nabila fue una amiga. Sí, una amiga auténtica, a la que le unía simple y asombrosamente una amistad pura, y no las pretensiones de llevarla a la cama y gozar de ella entre sábanas, como nos tiene acostumbrados. La adoró desde que la conoció a los quince años. Eran de la misma edad y compartían una buena ración de intereses y el mismo ambiente burgués. Todo ello les llevó a convertirse en almas gemelas, en inseparables amigos. Iban juntos a cada lado en su tiempo libre. Bares, tascas, piscinas, clubes de golf, centros comerciales... Salvo a la hora de ir al baño o en los momentos de devoción religiosa. Ella, marroquí, acudía a la mezquita; él, a la iglesia, aunque las vicisitudes de la vida lo llevó a distanciarse de Dios Nuestro Señor.
Mas, como la desdicha releva a la buena ventura, al igual que, tras otoño, llega el invierno, y del mismo modo en que, durante unas horas, la luna arrebata al sol la antorcha del manto celestial, su amistad comenzó a contaminarse. Nabila se zambulló en el mundo de la droga y fue tal la intensidad, que la perdición la arrastró hasta el final de sus días. Primero, los porros esporádicos e, incluso, compartidos con Carlos; luego, aumentó la frecuencia y la cantidad; más adelante, se adentró en el océano de la cocaína, el cristal, las drogas de diseño y, cuando quiso sacar la cabeza del agua, no encontró la salida. Con quince años, Carlos era aún un joven ilusionado y carente de experiencia. Vaciló en tantas ocasiones en chivarse del problema de su amiga a sus padres que, cuando halló una respuesta firme, ya era tarde. Ya estaba en el atáud, enterrada bajo una lápida de granito oscuro y frío. Cada inmigrante le recordaba a Nabila, a una amistad acabada por su inexperiencia, sus buenas intenciones y sus nefastas medidas. A día de hoy seguía arrepintiéndose de haber financiado la adicción de esta y la muerte prematura de un ser con demasiada vida por delante».
Finalmente, cayó en brazos de Morfeo leyendo una tarjeta, de esas que guardaba Carlos en el bolsillo de su camisa, que había encontrado entre los huecos del sofá.
Cuando
más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Una
hipótesis que, en la vida de Emilio, había ascendido a teoría con
la inmediatez con que estalla un explosivo activo. El saco de
desdichas que cargaba a la espalda se había hecho más abultado de
un día a otro. Ahora no solo soportaba el fallecimiento temprano de
su madre, su paternidad frustrada e inexistente, sus amores
contrariados o su carrera profesional en pañales, sino que añadía
un elemento más, el reciente óbito de su padre. Para mayor
desgracia, tales cargas se guarnecían por la noche con pesadillas,
quebraderos de cabeza y la idea, tan enfermiza como verdadera, de que
su vida se consumiría no en lo que duran dos telediarios, sino en lo
que dura el sumario. Un pestañeo, la mitad de un bostezo, un tercio
de empujón. La desazón le recorría por el cuerpo a la par que los
planes desesperados por traer descendencia a la Tierra buceaban por
su estómago abultado y su corazón exaltado. «Si no tengo una
pareja con la que traer hijos al mundo, entonces donaré mi esperma
para que cualquier mujer pueda ser la madre de mis niños», pensó
entusiasmado y orgulloso de su idea.
El
desayuno del miércoles vino trufado con la manifestación eufórica
de su propósito. Fue oírlo y a Carlos se le cayó la magdalena en
la leche. Francisco, en cambio, aplaudió ese acto de generosidad
indiscutible en un cuerpo que, en otro tiempo, había secuestrado a
un recién nacido y cometido otro tipo de vilezas…
―
¿¡Emilio,
estás enfermo?! ¿Cómo se te ocurre donar? ‒le gritó Carlos.
―
¿Enfermo?
¡Claro que no! Por eso voy a donar, aunque antes tienen que analizar
el esperma.
―
¿Analizar
eso? ¡Qué pérdida de tiempo! Saldrá defectuoso, como su dueño.
Es que son ganas de hacer perder el tiempo a la sanidad pública a lo
tonto ‒Carlos respondió con desdén.
―
Ni
caso, Emilio ‒terció el párroco‒. Dios te pagará por tu buena
obra.
―
Claro, que te
las pagará, Emilio. Pero trayendo a un monstruo al mundo. El
embarazo es una enfermedad.
A
las nueve de la mañana, con una premura insólita en sus pasos,
salió de casa con los ánimos frescos, a pesar de que la canícula
estival había convertido las calles en la forja de Vulcano. Quince
minutos después, estaba en un banco de semen consultando sus dudas a
una recepcionista, algo fría, bastante solvente en su trabajo y
absolutamente nada de buen ver.
―
Buenos días,
señorita. Quisiera donar mis semillitas, pero tengo unas preguntas
sobre las condiciones de anonimato y la inseminación artificial.
―
¿IAC o IAD?
―
Ya,
ya... ‒contestó Emilio por inercia.
―
¿IAC
o IAD? ‒insistía ella.
―
¿Qué
leche habla esta mujer? ¿Inglés, alemán...? ‒masculló‒. Yo no
speak inglés. Can
tú speak español?
Spanish, please.
―
¿Que
si quiere información sobre inseminación artificial conyugal o de
donante? No me haga perder más el tiempo ‒protestó.
―
De
donante, ya ‒respondió el soltero cuarentón‒. Thank
you, señorita ―respondió cuando esta le
proporcionó un folleto sobre el protocolo de donación y el de
inseminación‒.
―
¡Qué
bien se me dan los idiomas! Tengo un inglés medio, que ya es más
que el de los políticos españoles ‒masculló.
A
las once menos veinte, regresó del banco, tras cumplimentar un
formulario kilométrico, depositar su esperma en un frasco de
plástico transparente y, por ende, tras cruzar la primera puerta en
el camino hacia la paternidad. A decir verdad, pensándolo con la
frialdad de la que carecía la ciudad a mediados de verano, le
desazonaba la idea de que, en un futuro próximo, pudiera tener
hijos, pero sin reconocerlos. La quiosquera, soltera, podría
engendrar a su hijo y Emilio, aunque se tropezará con él día tras
día, jamás sabría que compartían algo más que el código postal.
Su primo, infértil desde que un toro lo invistió en los San
Fermines y su esposa, podrían recurrir a sus espermatozoides. Con el
mismo resultado, el de caer en un mar de vacilaciones, conflictos
emocionales y en la sed insaciable de vivir activamente su
paternidad. En pocas palabras, Emilio sería el Tántalo del siglo
XXI. Un personaje mitológico más que lo representaba, al igual que
Sísifo, pues, desde hace mucho, empujaba una roca por la ladera de
la paternidad y, a dos pasos de la cima, esta caía rodando. Y
Emilio, o Sísifo, se veía obligado a empujar el canto de nuevo. Una
vez y otra, y otra...
No estaba dispuesto a esperar un resplandor divino. Buscó una solución más terrenal y no mucho menos inmediata. Vender su esperma. Al menos así podría conocer a la madre de sus retoños en proyecto. Salió a la calle con un cartón gigantesco, al igual que esos que publicitan a empresas de compraventa de oro, que se dignan a pagarles con unos billetes del mismo valor, o casi, que los del Monopoly. En él se leía «Bendo mi semen». ¿Dónde podría encontrar féminas luchar por sus embarazos, escurridizos y de pies esquivos? El primer lugar que tocá la aldaba de su cerebro fue un club LGBT. Así las cosas, corrió apresuradamente y esperó en la puerta de un bar de ambiente. Una transexual. Next. Dos hombres. Next. Nadie le vende pescados al pescador. Por suerte, halló a una pareja de lesbianas. Dos mujeres que, con su elegancia, su donaire y con una feminidad de revista, desafiaban los tópicos del lesbianismo al vuelo.
― Buenos días, amigas tortilleras, ¿queréis semen? Lo tengo en oferta ‒dijo animado Emilio.
― ¿Perdona? ¿A qué llamo a la policía, depravado? ‒le espetó una de ellas asustada.
― Mari, no le hagas caso. Ya conoces a los hombres ‒le aconsejó su compañera.
― ¿Otra vez con la cantinela de siempre, Juana? ¡Que no he probado varón nunca! Me gustan las mujeres, me gustas tú.
― ¡Oh, qué feliz coincidencia! ‒terció Emilio‒. ¡Si juntáis vuestros nombres, da Mari Juana! Así llaman a la droga en inglés.
― Tú lo has querido ‒sacó un espray antivioladores y pulverizó la cara del solterón hasta cegarlo‒. Y es Mary Jane Holland, no Mari Juana, cateto.
― ¡¿Pero qué haces tortillera resentida?! ¡Me has dejado ciego! ¿Ahora cómo voy a ver la Interviú? ¿Ahora cómo os desnudaré con la mirada? ‒gritó.
― ¡Salido! ‒le espetó la delicada Mari‒. Cari, corramos.
Pasados veinte minutos, con la vista totalmente recuperada y con el cartón de «Bendo mi semen», a la par que se avistaban con una nitidez extrema sus carencias ortográficas, se dirigió a un bloque de pisos, donde habían instalado una colosal antena de telefonía móvil. Según había leído en un periódico local, algunos vecinos temían por su salud y preveían un aluvión de tumores, disfunciones y enfermedades por culpa de ese artefacto de tan mala reputación. Así pues, esperó a que una mujer con edad de concebir saliera o entrara de la comunidad de vecinos. La espera le resultó eterna y eso que estaba acostumbrado a echarle paciencia a sus metas. Para bien o para mal, una señora, más próxima a los cuarenta que a los treinta, penetró en el inmueble. Emilio la llamó. «Buenas, señora, no quisiera meterme en su vida privada, pero si su marido no puede embarazarla, yo vendo mi semen», comenzó a hablar con timidez y cierto recato. Ella se desplomó, lloró y, a pesar de los pronósticos de cualquier persona cuerda, acabó alimentando el desmadre de Emilio.
― ¡Menuda desgracia, buen hombre! Mi marido es manso. Sus espermatozoides tienen menos movilidad que la pobre de mi madre, que está en coma. Y todo por culpa de la puta antenita de los cojones.
― ¿La antenita de los cojones? ¡La primera vez que escucho a alguien llamarle al pene así! Según tengo entendido, buena mujer, y muy buena que está ‒sacó a relucir su faceta pícara‒, en esto del semen influyen los testículos sobre todo.
― ¡No me haga reír, señor! Me está interesando comprarle el semen, pero antes quiero conocerlo mejor y hablar con mi esposo ‒calló de repente‒. Definitivamente, ¿vende con b?
― ¿Qué es be? ‒se extrañó‒. ¡A mí con dinero contante y sonante!
― ¿¡Quiere que le compre el semen en B!? ‒se escandalizó ella.
― ¿De qué me habla, señora? ¿Qué es be?
― En negro. No pienso estafar al Estado. Yo no le pienso comprar el semen en negro ‒dijo decidida.
― ¡Por supuesto que es en blanco! ¿Cómo va a haber semen negro?
― Inculto, claro que hay semen en negro, ¿cómo nacen, si no, los negros? Pues del semen negro, ¿y los blancos? Del semen blanco.
― ¿Y los chinos? ¿Del amarillo? ¿Y los mulatos? ¿Qué hacen, mezclarlo como si fuera leche con cacao? ‒ironizó Emilio.
― Mira, déjalo, se lo pido a mi padre, que ya veo que usted tiene genes defectuosos.
Las adversidades se iban encadenando y, según los pronósticos, la cadena venía acompañada de pretensiones bien ambiciosas. Un kilómetro de largo a base de eslabones de tormento, sorpresas aciagas y amargura. Un SMS se convirtió en el meteorólogo al pronosticar la tempestad emocional de Emilio. Abrir aquel mensaje supuso inaugurar una etapa complicada, cuya salida se encontraba inmediatamente después de la aceptación de la realidad. «Don Emilio Molina el banco de semen de Galínez del Azahar le comunica que, una vez revisada su muestra de esperma, ha detectado que usted padece una infertilidad idiopática. Para más información, visite nuestra clínica». Con el alma helada y el cuerpo petrificado, consultó Wikipedia y descubrió que su ilusión de ser padre tendría el mismo final que aquel sueño en que él era un afamado capitán de un crucero y las mujeres y el dinero le llovían a cántaros.
Entre lágrimas y güisqui, se despidió de la paternidad. Adiós a cambiar pañales, a hacer biberones o a calentar potitos. Adiós a acabar con los tímpanos destrozados de tanto llanto… Jamás tendría un retoño con que disfrutar de sus primeros pasos y de sus primeras palabras, al que enseñar a montar en bicicleta o ayudarle con los deberes del colegio. Un retoño con el que emocionarse al ver cómo iba creciendo y madurando, mientras su padre afrontaba la soledad y las enfermedades de la vejez.
Próximo capítulo: PALOMITAS DE MAÍZ Y DOS ESPECTROS DEL PASADO