lunes, 30 de junio de 2014


CAPÍTULO 12. HABLAR, EL MEJOR MEDICAMENTO
Algunas veces el ser humano se obceca en encarcelar la angustia en la boca, sin expresarla, como si esta fuera un caramelo que, en cuestión de tiempo, se disuelve en el paladar. En todo caso, es un caramelo de hiel que más vale escupir, a menos que uno desee tragar bilis hasta que la rabia termine por engullirlo.

Carlos acaparaba grandes y aparatosos defectos, pero hay que reconocer su gran virtud, su disposición a escabullirse de la feroz neurosis sin escatimar en gastos o en dañar su orgullo. Pidió ayuda. Y su amigo Javier le prestó un fajo de billetes para que acudiera a una consulta psicológica, como ya había hecho para que le reconstruyeran el diente partido. Así pues, aguardó en la sala de espera hasta que una tal Lola le atendiera. Le sorprendió que el resto de paciente fuera gente normal, muy alejada de estereotipos de pirómanos, violadores y tarotistas. Aguardó, pues, en un sillón de polipiel. Quieto, tan quieto que parecía que el asiento había absorbido su característica vitalidad. Su actitud se justificaba por medio de una explicación escatológica. Cada vez que se acomodaba, buscando la postura perfecta, buscando, por tanto, imposibles, aquel sucedáneo de cuero crujía como una flatulencia. «Ese pedo, esa flatulencia, ese cuesco, esa ventosidad, esa mofeta, ese hedor, no es mío. Es el sillón, más mugriento y vende discos piratas en las ferias de pueblos para pillar unos gramos de cocaína que llevarse a la nariz», se defendió con mal gusto, como siempre y, a la vez, como nunca. Movió el trasero para certificar sus palabras, pero el ruido fue inaudible, es más, fue inexistente. «¡Mierda! Ahora no suena nada. Ya está, pues me lo tiro. ¡Metano va!», dijo para sus adentros.

Miró el reloj y maldijo la hora en que echaron por la televisión un reportaje sobre la telequinesia y cambió de canal. Observó fijamente las manecillas como si quisiera adelantar los acontecimientos. En la mesa de centro había varias revistas. Repasó las portadas y leyó los titulares uno por uno. «10 consejos para guardar la línea este verano», «Cómo afrontar la pérdida de un familiar en diez pasos», «Los padres no deberían comportarse como amigos con sus hijos» o «El verano, la estación más proclive para los divorcios». Finalmente, tomó una de ellas, bajo el criterio de que la modelo de la portada contaba con una deliciosa sonrisa y cuerpo escultural. Un hombre, que estaba sentado en el sillón contiguo, parecía fijar sus ojos en la portada. Carlos se sentía incómodo, pues parecía que ese señor, más cincuentón que cuarentón, asía hipnotizado la revista con los ojos.


— Pedro, deja al hombre leer, o mejor, de desnudar a la de la revista con los ojos. Me eres infiel, lo sé, lo intuyo, y no me equivoco nunca.
— Maribel, estoy hasta los mismísimos de tus celos. Es solo una modelo. ¿¡Que no te equivocas!? Te recuerdo que hace tres semanas decías: «España gana el mundial otra vez». Y mira qué ridículo ha hecho la selección este año.
— Hasta la seta me tienes. Fíjate lo que me haces decir delante de estos locos —se dirigió ahora hacia los allí presentes—. ¿Habéis visto qué marido tengo? Siempre tiene que tener la última palabra. Pues tú ganas.
— ¿Y, si me tiro por el balcón, quién ganaría entonces?
— Pues la sociedad.
— ¿Y si me descalabro?
— No te atreverás, marido cojín. Si te quedas impedido, me divorcio. Más cargas no, que suficiente tenemos con tu madre.
— ¡Mi madre es una santa, Maribel!
— Ella es una… Tu madre no se muere por joder. Miren, señores; llevó tres años haciéndole vudú, poniéndole velas negras y clavando alfileres en su vientre de botijo, y todo, ¿para qué? Solo le dan gases.
— Cariño, no hables así de mamá —le reprochó el marido—. Maribel, ¿yo te importo?
— ¿A dónde?

La psicóloga salió de la habitación para invitarle a pasar. Ya era su turno. Estaba nervioso, era su primera vez en un lugar como aquel y la sola idea de estar tumbado en el diván para abrir sus miedos y sus ilusiones en canal le provocaba cierta agrura. Lola cerró la puerta y le invitó a que sentara en un sillón mullido. A decir verdad, le inspiró confianza. Se dejó llevar, se dejó, al fin y al cabo, ponerse en sus manos.

Primero, esta le hizo unas preguntas generales y relacionadas con su infancia; luego, se zambulló en el sufrimiento que lo condujo hasta la consulta, en el arrepentimiento por sentirse atraído por mujeres de color y por haber consumado esa pasión entre sábanas.
— Cuéntame, Carlos, ¿qué te ha llevado a venir aquí?
— Un trauma malo, muy malo. Espantoso. Un sueño que me ha matado —se expresó a trompicones.
— Bien, comprendo. Los nervios fuera, ¿eh? Veamos, ¿qué tipo de sueño?
— Erótico.
— ¡No me digas! ¿A qué lo adivino? ¿Has soñado con ver a alguien practicando sexo? No te preocupes, hombre, no eres un depravado; tienes mucha imaginación y ese lado de voyeur.
— No. Es que tenía relaciones sexuales con…
— ¿Una celebridad? No problem! Nuestra mente facilita esas experiencias oníricas para expresar nuestro deseo de poder y de ser requeridos. Eso significa que buscas aumentar tu estima.
— No, señora. Todo lo contrario. A veces me preguntó cómo podría vivir yo sin mí. Como ve, tengo la autoestima muy alta.
— Ya veo, entonces, ¿era un sueño homosexual? No siente deseos de conocer íntimamente a otros hombres, ¿verdad? En ese caso, no se coma el coco, el cerebro está siempre pensando en todas las posibilidades…
— Tampoco, ¿de verdad que eso suele pasar? A mí nunca, todo lo más, con la Abeja Maya… Bueno, entonces sería apisexual.
— ¿Con una persona casada entonces? —se frotaba la cabeza previendo las dificultades de asesorarlo—. ¿Con un ser querido?
— No, ¡qué va! Faltaba más.
— No se escandalice, que es algo muy habitual. Suele ser un reflejo de quitarse de en medio a una persona o corromperla, o incluso de imponer nuestra voluntad sobre la suya.
— Con una negra. Me acosté en sueños y en realidad con una negra. Pero, ¿esto no saldrá de aquí, verdad?
— Joder, y ahora qué. ¡Los demás casos los encontré en Google! —aporreó el teclado con la mano derecha y con la rabia desenfrenada.
— El respeto es el medicamento. La tolerancia. Y, por supuesto, el hablar. Exprésate. Cuéntame por qué odias a los negros.


Lo hizo. Nabila, así se llamaba el germen de su xenofobia, pero eso es otro capítulo extenso y trágico que más vale postergar un poco más. Acto seguido y sin dar tregua a la debacle emocional, abordó el tema de la paternidad de la noche a la mañana. Para Carlos, no cabía duda de que Samuel, su retoño, era un muchacho estupendo, pero estaba matando sus anhelos amorosos y la libertad a la que tanto tiempo aspiró mientras invertía las noches y los días en el quirófano, operando a pacientes, no siempre por necesidad, sino la mayoría, por el ansía de alcanzar una juventud marchita y escurridiza como un pez en las manos. Le glosó sus andanzas como padre, de la noche a la mañana de un niño de ocho años. De sopetón, sin anestesia. Y lloró de desesperación.
— No es fácil ser padre y madre al mismo tiempo, sabes. Incluso siendo psicóloga.
— ¡¿Cómo no va a serlo?! Los psicólogos os dais cuenta de todo. Tenéis láseres, criptonita o qué sé yo, pero os percatáis de todo. Ya sabrás de sobra que te he mentido, que soñé que me acostaba con la novia de mi mejor amigo, que luego fue verdad, pero un sueño fue, que ponía en peligro la vida de mis pacientes con silicona barata y que le corté los frenos a la moto de Manu, mi compañero pizzero.
— No, ¡me asustas! —rió la psicóloga—. La gente se cree que los psicólogos somos de otro planeta, que leemos la mente… O que vamos por ahí analizando a la gente… ¡Con lo que cansaría eso! Hace un mes, por ejemplo, mi hijo dio un salto mortal en la piscina. ¡Vaya susto me pegué!
— ¿Hace natación?
— Hacía… —se entristeció ella.
— ¿Lo ha desapuntado? Si es porque no vas con el tiempo justo, yo podría llevarlo.
— No, está en el otro barrio.
— Entonces, no. Hace demasiado calor, a ver si me muero con estas calores… ¡Qué me queda aún mucho por vivir!
— Mi hijo se murió, quiero decir.
— ¿¡Muerto!? Pues menos aún. Que desenterrar y volver a enterrar es un follón… Hazlo tú. Por cierto, ahora será un hacha haciendo el muerto, ¿verdad?
— No me haga reír —intentó disimular la risa—. Le echaría a patadas, pero ha sido tan gracioso, que se lo tengo que agradecer. Y eso que me tiro el día comiendo helado de chocolate para olvidarlo, pero el amor verdadero no se olvida aún después de mil reencarnaciones.
— ¿Te gustaría ser la madre de mis hijos? —le preguntó en un momento de arrebato.
— ¡Por supuesto!
— Pues voy a llamar a mi hijo Samu para que venga a la consulta. Te lo regalo, pero tiene una tara: está gordo.
— No y no. Demasiado chupa mi coche como para estar alimentando a otra bestia más.
— ¡Qué va! Es solo un problema de tiroides.

Finalmente, pagó la hora de terapia y se volvió a casa. Esa tarde libraba así que aprovechó para pasar el tiempo junto a sus compañeros. Por el camino, reflexionó sobre el rumbo de su vida y su futuro incierto. Y las reflexiones fueron tan profundas que, por error, acabó en la puerta cural. Por un instante, había olvidado que su hogar ya no era ese, sino la vivienda donde pasó Emilio su infancia feliz, su adolescencia marcada por el dolor del fallecimiento de su madre, la sobreprotección de su padre y la angustia por una novia cruel, y gran parte de su adultez. El sábado don Francisco fue expulsado a divinis, bajo el yugo del Código de Derecho Canónigo, en concreto, bajo el precepto 1333. Jamás volvería a presidir una misa, jamás volvería a vestir sotana, jamás volvería a ser quien fue y quiso ser. Ahora consagraría su vida a la política, primando el bien de los ciudadanos frente al suyo, sorteando las tentaciones de corrupción y de poder, porque comprendía que un político debe ser íntegro, ya que, en caso contrario, sería un parásito en una sociedad marcada por el egoísmo, la insensatez y la caradura.

Capítulo anterior: HUBO UNA VEZ UN SUEÑO ERÓTICO (Capítulo 11)

domingo, 29 de junio de 2014


CAPÍTULO 11. HUBO UNA VEZ UN SUEÑO ERÓTICO
En medio de un bosque frondoso, los árboles enhiestos creaban una ambientación de ensueño. Las coníferas y las hayas parecían erigirse hacia el cielo sin tregua. Junto a ellas, la vegetación se expandía por el suelo a raudales, como si una alfombra aterciopelada recorriera las sendas del bosque. El encanto de aquel lugar se acentuaba con un sotobosque escaso de arándanos, helechos y líquenes. El clima nebuloso y borrascoso en verano se empeñaba en hacer de aquel paisaje natural el escenario perfecto de una postal. Carlos sentía un frío inefable y la humedad comenzaba a mermar su salud. Caminó por el sendero, admirando la longevidad de los árboles. Llegó hasta un lago.

No se hallaba solo, había una mujer. Joven, quizá ni siquiera tuviera veintitrés años. Su piel de abenuz era un claro indicio de la fogosidad, disimulada, pero latente. Su calor se disipó cuando se percató de que ella se desnudaba. Se retiró la falda vaquera desgastada y, de inmediato, él pudo comprobar que sus muslos, tonificados, habían sido torneados por el mejor artesano de la Tierra… Sus largas piernas arcillosas se unían en un vértice. Un paraíso carnal y unos glúteos capaces de incendiar el Ártico. Esquivó las madreselvas, en tanto también se desvestía. Le excitó ver cómo el sujetador de la chica de ébano desaparecía y dejaba relucir sus pechos, cuyos círculos rosados y redondos se difuminaban cuanto más se distanciaban de sus círculos concéntricos… Círculos enmarañados en sus tirabuzones de azabache. La vista obstaculizada le resultaba un reto que incrementaba el morbo. Se acercó a ella. A cincuenta centímetros de distancia. Las manos, los pies, el tronco y el resto de órganos de ambos se acercaron por inercia, retozaron por inercia, gozaron por inercia y confirmaron que los grandes placeres siempre se viven en compañía. Como colofón, se bañaron en el lago, desnudos, calientes y tiritando, continuando con el deleite de sus sentidos.


«¡No!, ¡no!, ¡no! Virgen Santa, pero ¿qué he hecho? Esto sí que no. Un sueño erótico con una negra. Esto no ha pasado. No puede saberlo nadie. Será mi secreto», se sobresaltó Carlos con malestar y alarmado, pues su xenofobia, cultivada desde sus primeros balbuceos, ahora pendía de un hilo. El sueño erótico comenzaba a oxidar su ideología retrógrada. A decir verdad, lo que le inquietaba era cómo su pasión y su seguridad comenzaban a corromperse con el poder desestabilizador del sueño.

— Carlos, ¡qué buena noche has pasado, macho! —exclamó don Francisco con socarronería.
— Déjate de bromas. Por tu culpa, voy a acabar con la espalda hecha polvo. ¿Acaso mis huesos se merecen agonizar en este camastro incómodo como una tapicería de chinchetas y con estas sábanas de estropajo? Prefiero un ataúd y una mortaja que esto.
— Falso. ¡Te has tirado toda la noche diciendo mulata, cabalga, cabalga» o «africana caliente, te voy a...»!
— ¡Cómo te atreves, hijo de gorrina! ¿Insinúas que en sueños he copulado con una negra en un bosque, junto a un lago? ¿Y que llevaba un tatuaje que decía «Only God can judge me» donde la espalda pierde su nombre, en ese culamen negro como el chocolate y ardiente como las ascuas?
— Efectivamente —sonrío el cincuentón—. Y, gracias por los detalles... ¿Y qué te hacía, la guarrilla africana?
— Sí —comenzó a tirarse de los pelos y del pijama sudado—. Me lo he montado con una africana. ¡Yo con una negra! ¡Que me hagan una trasfusión de sangre! ¡Que me hagan pruebas! ¡Seguro que me ha contagiado alguna enfermedad!
— Carlos, ¿esnifas pegamento o te faltó oxígeno al nacer? Solo ha sido un sueño, no puedes dejarla embarazada ni, mucho menos, contraer una ETS.
— Sabiondo de mierda, lo sé. He estudiado medicina durante diez años; he sido el mejor cirujano de este país, ¿recuerdas? Me ha contagiado una enfermedad, la de la duda. Tengo un trauma. Necesito olvidar lo ocurrido.

La solución fue trabajar más arduamente. Quería distraer la mente a través del reparto de pizzas en la Vespino, o preparando pizzas, o discutiendo con su compañera y con el gerente, o todo al mismo tiempo. Pero su turno comenzaba a las seis de la tarde, así que adelantó el inicio de la Misión olvido. Con otros menesteres, pero persiguiendo los mismos fines. Limpió el cuarto de baño tres veces, más por despiste que por voluntad; pasó el plumero a los muebles del comedor con insistencia; blanqueó las juntas del suelo; eliminó la grasa de los filtros de la campana extractora... Nunca sus compañeros lo habían visto trabajar con tan altas cotas de solvencia; realmente, nunca lo habían visto trabajar.

18.00. Dos horas después de dejar la casa resplandeciente, atravesó el umbral de la puerta de la pizzería. Saludó al gerente y a sus granos de acné con palabras gratas y pensamientos indignos de ser pronunciados. «Carlos, hoy te toca cocina. Manu se encargará del reparto», le informó el encargado. Se puso un delantal, en sus orígenes, blanco, ahora repleto de manchas de tomate. Harina, agua, sal, salsa de tomate y otros ingredientes, como olivas, bacón, jamón cocido o atún. Ingredientes que guarnecerían las próximas cuatro horas, mientras que el gerente le reprochaba continuamente y Jenny, su compañera, ponía cara de perro como si le fuera la vida en ello. La gran sorpresa fue cuando se percató de que la africana con que había ejecutado el mecanismo del amor en sueños se parecía sospechosamente a esta. Necesitaba pruebas, necesitaba comprobar si su piel estaba tatuada algo más arriba del trasero. Así pues, buscó métodos, rápidos, pero seguros, para comprobar la existencia de alguna inscripción a base de tinta negra. El primero, encender el ventilador para que se le levantara la camisa. Mas, al llevarla tan ceñida, la visibilidad era un deseo consumido en la imposibilidad. Halló otro recurso, con resultados minúsculos, pero con un consuelo refrescante.


— Carlos, dame un vaso de agua. ¡Qué calor hace esta tarde! —le ordenó su compañera.
— Aquí tienes —le lanzó el vaso hacia el trasero, tras llenarlo.
— ¿Qué haces, loco? ¿Qué te crees, que soy una conejita de striptease que me puedes mojar para verme húmeda? Al gerente que vas.
— Jenny, tú lo de «farlopa pa' la tropa” lo llevas al pie de la letra. Eres negra, ¿te crees sexy como para querer empotrarte contra la encimera, mientras empujas el rodillo? ¿Acaso piensas que me fijo en cómo te limpias las manos llenas de harina en los pechotes?
— Dios mío, estás salido. Al próximo día me pongo ropa interior, porque eres capaz de forcejearme contra el frigorífico.
— ¡No llevas ropa interior! —Carlos comenzó a babear—. Pues te hecho harina —cogió un puñado y lo esparció por su cara—.  Si no eres blanca, yo te haré... Pero tirarme a una negra, nunca.

El gerente, ante el alboroto, llegó a la cocina previendo un incendio entre esas dos almas fogosas, una incendiada por los celos, la otra, por el odio hacia aquel mujeriego xenófobo. Carlos se quitó el delantal; tomó unos alicates y salió a la calle. Batalló por empujar el estrés y la frustración a través de bocanadas vehementes de rabia. «No puedo trabajar junto a esa mulata del demonio, culpable de erecciones inútiles. Instalar la tienda de campaña para nada es de necios. Asimismo, las razas no tiene que mezclarse», pensó el treintañero. Para él, contar hasta diez antes de tomar una decisión era la manera más tonta de consumir la vida barajando posibilidades, descartando otras. Bajo el amparo de esta filosofía de vida, no dudó en cortar los frenos a la moto, aunque los efectos colaterales se resumieran en lesiones, en quemaduras de primer grado o en la muerte de Manu, un chico de dieciocho años obsesionado con las revistas para adultos, la PlayStation y la Fórmula 1. Todo con tal de no compartir más tiempo con Jenny.

Las consecuencias, impacientes, no se hicieron esperar y, a la velocidad del AVE, llegaron en forma de mensaje de texto. “Soy Manu. He tenido un accidente con la moto. El médico dice que voy a perder el brazo derecho y la pierna derecha. Adiós”.

— Carlos, corre. Te vas a encargar del reparto. Coge la bicicleta.
— ¿Qué le ha pasado a Carlos? No me preocupes -fingió inquietud, disimuló su regocijo.
— Ha tenido un accidente de tráfico. Y quizá pierda una pierna.
— ¡Uf! Menos mal, pues le queda la otra.
— Y el brazo, también, parece que lo va a perder.
— Pues le queda otra. Que no se queje y venga a currar. Si ese ser aparenemente superior que los ingenuos llaman Dios nos dio dos pares, por algo fue. Que pringue como todos.
— ¡Calla! Coge la bicicleta y haz el reparto -le ordenó con tiranía y un enfado nada aparente el gerente.
— Oye, un respeto, que yo no tengo la culpa de que seas un joven pringado, lleno de granos, desfigurado, como un cuadro de Picasso. No soy el culpable de que al salir por la vagina de tu madre acabaras deforme, pero no seas ingrato, da gracias porque la Madre naturaleza no te dio lo que te merecías, o seas, cuatro ojos, zarpas, hocico de morsa y cola de cerdo para que te avergonzarás de ti mismo, como un pardillo, embutido en ropa de cani, por no tener la suficiente autoestima como para ser tu mismo, y acabases, así, optando por el suicidio. Bueno, tu capacidad cerebral es tan limitada que tres palabras seguidas te son más indigestas que una pizza de esta mierda de local. Te lo resumiré: muérete, asqueroso.

Lo que no podría imaginar, aunque hubiera arramblado con la biblioteca más acaudalada del mundo, aunque hubiera memorizado cada una de las líneas del Quijote, es la clienta. Abrió la puerta una joven. Treintañera, piel de ébano, envuelta en una toalla rosa. Llevaba el pelo húmedo y el agua fresca caía a borbotones de su cabello. Sus caderas, generosas, quedaban subrayadas por el algodón de la toalla. Acariciaba su gruesa coleta negra, con fuerza, con vehemencia, con gozo. No parecía sentirse incómoda por los ojos golosos del pizzero. Todo lo contrario. El viento voló el billete de veinte euros con que iba a pagar. Se dio la vuelta, la toalla se precipitó al cálido parqué… Carlos pudo comprobar que su imaginación poco o nada difería de la realidad, y es que, en verdad, sus nalgas chocolate lo estimularon hasta el punto de estar dispuesto a romper para siempre la barrera de sus principios racistas. No le importaba ya el color de las mujeres, sino su cuerpo y cómo de bien talladas estaban, porque esa mujer era una diosa al fin y al cabo. Se desabotonó la camisa y mascullo: “Si la vida me ofrece selva negra, quién soy yo para negarme”. Ella aceptó y dio el pistoletazo a un tiempo de pasión desenfrenada quitándole el cinturón de su uniforme. Si algo había claro, es que lo de menos era si la pizza estaba fría o no.

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viernes, 27 de junio de 2014


CAPÍTULO 10. LA REBELIÓN DE LAS MATRICES
Con la cruz a las espaldas, con el alma en vilo, con el corazón palpitando a mil por hora y con la presión del rey en situación de jaque. Francisco era una suerte de peón de ajedrez que, a cada movimiento que realizaba, le correspondía coacción por arte de las voces disidentes de la reforma del aborto. Cada día, cada noche, presenciaba desde la ventana cómo los manifestantes, en su mayoría mujeres, defendían sus derechos, pero también le ponían entre la espada y la pared. La situación se recrudeció cuando seis días atrás decidieron dar un paso más o, tal vez, seis o siete zancadas, para defender la autonomía de sus úteros frente al poder opresor. El sacerdote, ante esto, tenía la impresión de ser una aceituna en una almazara inmensa lista para ser prensada. Llegados a este punto, donde llenar de aire los pulmones suponía un gran lujo como para un indigente un trozo de pan sin moho, su estado original vagaba en el recuerdo de una época pretérita. Se ahogaba en medio del río de la polémica. Llegar a una de las dos orillas podría haber sido la solución inmediata, mas vacilaba entre cuál de las dos era menos turbulenta. O acallaba su postura y defendía la oficial de la Iglesia, o rompía una lanza a favor del aborto siendo consciente de las astillas que su decisión podría acarrear a su vida religiosa.

El último viernes de junio lo vio despertar temprano y con el miedo aún enquistado en los huesos. No habían pasado veinticuatro horas del atraco callejero y el trauma se había aferrado a él. No se atrevía a salir a la calle solo, no se atrevía siquiera a pestañear, porque un segundo de oscuridad era un universo infinito de temor y ansiedad. Así pues, le rogó a Emilio que lo acompañara a algunas tiendas. Aceptó. A decir verdad, a este no le movía la empatía y la gratitud, sino promocionarse, disfrutar de la fama instantánea. Acababa de ser expulsado de un formato de telerrealidad y se oponía a que la llama de la popularidad se fuera extinguiendo. En la plaza aguardaba la prensa, con la paciencia infinita de la Guardia Real británica y con la indiscreción de un BMW aparcado en un barrio marginal.

— Emilio, ¿qué balance haces de tu paso por Gran hámster? —le preguntó una reportera que frisaría los veinticinco.
— Un balance positivo. Pero, admito sentir indignación porque mi expulsión ha sido injusta.
— ¿Cuáles son tus próximos proyectos? 
 Aprovechar esta popularidad y el cariño de la gente para…
— Me cago en tus muertos, joputa —gritó alguien en medio de la concurrencia.
— ¡Cuánta gentuza hay por este mundo! Lo que venía diciendo… Quiero aprovechar para hacerme un hueco en televisión y escribir mi propio libro.
— ¿Un libro? ¿Recuerdas el ridículo que hiciste en No te vayas de la lengua? ¿Te ves capaz de ello?
— Por supuesto. No os puedo adelantar gran cosa. Decir que será una novela basada en un hecho real y el protagonista será un hombre de mi edad que vende vómitos de famosos.
— ¿Podría deletrear Huelva?
— U de hundir; E de estrella, L de ladilla, B de váter y A de Andalucía. ¿Por qué lo preguntabas?
— Y ahora entrevistaré a Francisco García, el párroco de Galínez del Azahar … —hizo caso omiso al cuarentón—. ¿Qué opina de la manifestación?
— Pues yo… yo… —vaciló el sacerdote—. Bien, por un lado, todos tenemos el derecho a la huelga, pero es un caso perdido. El aborto va contra otro derecho de mayor envergadura, el de la vida. Queremos mujeres libres, no asesinas —espetó casi atragantándose, como si intentara tragar una cuchara de canela—.
— ¡Hostia puta! ¿Cómo se le ocurre decir eso? ¿No quiero retractarse?
— No… Sí… —respiró, tomó impulso y soportó el quemazón de la garganta—. Se acabó, voy a ser sincero, diré lo que pienso y no lo que la Iglesia me impone. Defiendo a esas mujeres que batallan contra viento y marea por no convertirse en productoras de fetos patrios. Estoy hasta los huevos de ver cómo los políticos juegan con los derechos de la mujer y, en general, del ser humano. Personalmente, me gustaría que nacieran niños y niños y niños, pero es intolerable que los dirigentes del país se apoderen de la libertad de los ciudadanos. Desde aquí, declaro la rebelión de las matrices… Sé que mi cargo corre peligro, pero, antes eso que extirparme la voluntad. ¿España es un Estado aconfesional? Ja. Entonces, ¿cómo es que la Iglesia católica tiene exención total del pago del IBI? ¿Qué hace una x en la declaración de la renta para sufragar los gastos de la Iglesia Católica? ¿Por qué el resto de religiones no tienen la propia? ¿Por qué en las escuelas públicas se imparte Religión Católica? ¡Cuánta hipocresía! Yo amo a Dios, creo fervorosamente en él y en los dogmas de fe, pero desconfío de esa jerarquía eclesiástica que tanto daño hace a la inmaculada imagen de nuestro Señor y de quienes entregamos nuestra vida a extender su mensaje.



Es difícil medir qué fueron más ruidosos, los semblantes boquiabiertos por la sorpresa de un sacerdote hablando con franqueza o los atronadores aplausos que recibió Francisco, aún temblando de orgullo y de excitación al haber dicho lo que su corazón y su alma sentían. Asimismo, adelantó que a  las ocho de la tarde daría una rueda de prensa en la parroquia, porque quería cambiar la historia del país, porque quería revolucionar la política y romper la tendencia al parasitismo que reinaba en la casta.

A las seis de la tarde, por su parte, Carlos salió de casa con un uniforme rojo. En su gorra, del mismo color, se podía leer «pizzería». A su parecer, ir ataviado de ese modo era tan ridículo como un cartelito en la espalda con el siguiente mensaje: «Soy tonto, dame una colleja». Treinta y cinco años de vida ninguneando al proletariado, y él iba a formar parte de él en cuestión de minutos. Desde su más tierna infancia, había sido un espíritu libre, alimentado por la tendencia de sus padres a colmar de caprichos las aspiraciones de su niño mimado; en cambio, desde ahora, su discurso contra los obreros resultaba incoherente, grotesco y deslavazado. Respira con fuerza, como si deseara expulsar la angustia y la frustración con cada bocanada de aire.

Tal y como le ordenó el gerente, se encargó del reparto a domicilio con la ayuda de un Vespino rojo, cuyo motor gruñón no olvidaría aunque viviera siete vidas más. Obedeció a regañadientes las órdenes del encargado, un joven de veintitantos años,. «¿Quién se cree este niñato para mandar en mí?», pensó. Con todo, se armó de prudencia para encarar la pesadilla. En verdad, la prudencia era, más bien, pavor a morir de hambre. El primer reparto vino rodeado de polémica. «Antes que ponerme este casco mugriento, pringoso, guarro, podrido, prefiero desenterrar a tu abuela, bailar con ella y chuparle el cráneo cual barquillo de stracciatella», masculló. Salió del establecimiento sin más dilación y condujo la moto sin casco, procurando que la pizza no llegara fría y, sobre todo, no despeinarse. Recorrió las calles, mientras se volvía loco buscando el domicilio en que debía depositar el pedido y preguntando a los viandantes. El altercado siguiente no se demoró. Solo precisó de una clienta que pagó con un billete de cincuenta euros, a pesar de haber asegurado que pagaría con el dinero justo. «Pero, ¿quién te crees que eres, vieja amargada? ¿Acaso tengo que rebajarme de esta manera, contando céntimos como un indigente en la puerta del supermercado para comprarse una cajetilla de cigarros con que aliviar la frustración de una vida marcada por el odio, el rechazo y la necedad? Pedazo zorra, aquí tienes tus 36,86 euros y espero que le hayan echado demasiada mierda a la pizza para que acabes donde te mereces, en la tumba, a merced de gusanos necrófagos y buitres carroñeros?», le espetó en la cara de la señora mientras acariciaba a su gato obeso.


La hoja de reclamación denunciando su descortesía y las protestas del gerente, sufridor del acné más agudo, no se hicieron esperar. Con cierta arrogancia y un arsenal de repulsión hacia el joven, Carlos lo escuchó y asumió su papel de subordinado. Ahora debía ser amable, simpático, y disfrazar su repugnancia hacia los clientes con una sonrisa y expresiones cordiales. Así pues, de un modo u otro, estaba dispuesta a ser cordial y la vía más accesible, sin lugar a dudar, le resultó la de los chistes. No era un aficionado a El club de la comedia ni a los monólogos trasnochados de Noche de Fiesta, pero todo fuera por comer. Segundo pedido: dos carbonaras medianas y una cuatro quesos. Golpeó la aldaba al grito de “Ábreme la puerta” y salió un hombre de su edad.
— Buenas noches, tío, aquí tienes tus tres pizzas. Son 26,75 euros.
— Aquí tiene —le dio la cantidad exacta e hizo amago de cerrar la puerta.
— Espere, espere. Le contaré un chiste. Una rubia va a una pizzería y, cuando le sirven la pizza, el encargado le pregunta: «¿Le corto la pizza en cuatro o en ocho trozos?». Y va la tonta y contesta: «En cuatro, mejor… Estoy a dieta… No creo que me vaya a comer 8 pedazos».
— Muy bueno, hasta luego que se enfrían —dijo no muy convencido.
— Pues ríase. ¿Así me lo agradece? Entonces, le cuento otro. Va un huérfano a una pizzería, y ¿a qué no sabes qué pide? ¡Dos familiares para llevar! —comprobó que el cliente tampoco reaccionaba con agrado—. ¿No pilla el chiste? ¡Ni que fueras hijo de la LOMCE!
— Soy huérfano, gilipollas. Mi madre murió la semana pasada.

— Tranquilo, si la echas de menos, cómete las tres pizzas de golpe, y morirás. Pero, no estés triste; así podrás visitarla todos los días. Por cierto, la carbonara no lleva tomate, pero es que Jenny, mi compañera, menuda pájara, se ha cortado el dedo y ha empezado a salir sangre como si aquello fuera la fuente de Neptuno y, claro, pues ha dicho: «Pues por un poco de sangre no la voy a tirar, a ver si me la descuentan del sueldo y acabo debiendo a la empresa. Que se la coman, que por medio litro, no creo que vaya a contagiarle la hepatitis B».

jueves, 26 de junio de 2014


CAPÍTULO 9. LA VALENTÍA DESDE EL BÚNKER
Don Francisco es de ese tipo de personas que reciclan los tiempos muertos aderezándolos de reflexiones y filosofía. Tomar un café a altas horas de la madrugada, terminar un capítulo de una novela u observar cómo se deshace el hielo en una infusión caliente son situaciones idóneas para meditar sobre la pobreza, la discriminación, las guerras o el papel del hombre en el planeta.

Desde muy temprano y de paisano, el párroco transitaba las calles de la ciudad aún somnolienta. Había madrugado por voluntad propia con ganas de comerse el mundo. No atesoraba grandes deseos. Comprar varios artículos en la farmacia, y otros tantos en el supermercado. Ya de vuelta a casa, a falta de una hora para abrir las puertas de la parroquia, reflexionó. Reflexionó con insistencia acerca de la preponderancia de los pequeños momentos de felicidad del día a día frente a los instantes de gozo y éxtasis que se cuentan con los dedos de la mano. Transitaba mirando sus pies, como si le inquietase que estos pudieran gravitar. Chicles pegados, papeles, folletos convertidos en bolas de papel, colillas y más basura habitaban las aceras de la ciudad desnuda. Saludó a vecinos, esquivó a beatas cansinas, se entretuvo con el quiosquero.

Veinte pasos para girar la esquina y arribar la plaza de la iglesia. Una sensación extraña le recorrió el cuerpo. Sudor frío, sequedad bucal… Sentía que alguien le observaba. A pesar de no poder atestiguarlo con sus ojos, olía el peligro. Se armó de valor. ¿Qué iba a ocurrirle? Era temprano, las calles comenzaban a poblarse y las bolsas pesaban. Apresuró el paso, maravillándose de la prodigalidad de los temores, a pesar de la inconsistencia de estos.

De repente, de la hilera de coches aparcados junto a la acera, salió un hombre desaliñado, con unos vaqueros y una camiseta básica reclamando su jubilación y una barba exigiendo ser afeitada. Se detuvo frente a Francisco, impidiéndole dar un paso más. Desprendía un olor a alcohol de narices y marihuana… Francisco no sabía cómo actuar. Se quedó pálido. Profirió palabras entrecortadas, recluidas al silencio mortal. El sudor frío atestiguaba el alma paralizada del párroco y la quietud de su espíritu, curtido en la rebeldía y la pujanza.

— Venga, cura, el cepillo… —le intimidó con su voz grave y su metro ochenta de estatura.
— No, ni hablar. Si lo quieres, te lo tendrás que ganar, como yo hice —se defendió en un arrebato de valentía.
— Que te pincho.
— ¡Vaya por Dios! Toda la vida aplacando la sed de mujeres por el sacerdocio, y voy a acabar como un pincho moruno en este tío —murmuró—. Todo sea por mi integridad. Toma el cepillo.
— ¿Un cepillo de dientes? ¿Me estás vacilando? A que te rajo.
— ¡Virgen Santa! Pero, ¿¡qué quiere este hombre!? Primero, sodomizar y, ahora, una autopsia —farfulló sus palabras—.
— Dame la pasta. No te lo repito más.
— Joder, si lo sé, no madrugo. Aquí tienes los espaguetis.
— ¿Espaguetis? Ahora sí que sí. Pues te saco la navaja… —dijo con fingida resignación—. Dame todo lo que lleves encima.
— ¿Te refieres al sombrero o al dinero?
— Quieres morir, ¿verdad?
— No, no… Aquí tienes la cartera, los zapatos...
— Y el reloj.
— Eso sí que no. Lo heredé de mi padre. Antes muerto.

Abrió los ojos. ¿Dónde estaba? ¿Cuánto tiempo había trascurrido? Percibió dos cabezas. Un hombre de mediana edad y un niño. Alguien lo abofeteaba. «Despierta, padre, despierta». A pesar de que sus mareos persistían, fue restableciéndose de los daños. Reposaba sobre la cama. Levantó la sábana y se miró. Unos calzoncillos blancos le resguardaban de la desnudez. Se sintió helado, a pesar de los numerosos cardenales que poblaban su piel y pese al calor estival. Alrededor de la órbita de los ojos, llevaba un moratón violáceo. La espalda le dolía, como si sus costillas se hubieran convertido en las láminas de percusión de un xilófono percutidas con martillos, en lugar de con baquetas.



— ¿Qué te ha pasado, religioso decadente? —preguntó Carlos con mordacidad—. Samuel, bájate de la cama, que la hundes.
— Nada. Iba por la calle y he visto a un indigente y, de pura lástima, le he regalado mi ropa. Del gozo por hacer el bien me he desmayado —contestó el párroco combinando la amnesia con la invención más descabellada.
— ¡Qué dices! A ti te han atracado a punta de navaja, y, como eres un pardillo y una señorita, pues te has cagado. « ¡Uy, malhechor, malhechor! Llévese lo quiera, pero no me rompa las uñas», eso es lo que le has dicho. Pues, olé por ti. ¿Dónde está tu dignidad? ¡Anda, qué tonto soy! Si la has perdido, al igual que el reloj de tu padre.
— ¡Cómo! ¿Dónde está? ¿Me lo ha quitado ese malnacido?
— Sí, como lo oyes, cobarde, gallina. Ni héroe ni villano. Fracasado, sin más.
— El reloj lo compró mi padre en los chinos. No le costó ni quince euros, pero tenía un valor emocional inmenso.
— Llora como una mujer lo que no supiste defender como hombre.
— Aïsha al-Hurra, calla de una puñetera vez. Tú no te has topado con la muerte de frente, con un loco sin frenos, capaz de apuñalar a su madre si hace falta… Prefiero perder dinero antes que morir.
— Ya te voy calando… ¡Cuántas veces te habrán metido la cabeza al váter en el colegio!
— ¡Mentira! Pero, cuando no hay posibilidades de vencer, ¿por qué resistirse? Además, la virilidad no es sinónimo de bestialidad. Los varones somos racionales… Hay demasiados prejuicios. ¿Acaso las mujeres no son valientes? Ellas siempre luchan por defender la igualdad, por sacar adelante a los hijos… Ningún hombre sería capaz de llevar con dignidad los dolores del parto.
— ¡Discurso barato y populista! Hombres y mujeres tenemos estrategias diferentes. Ni más ni menos.
— La esencia de masculinidad surgió en contraste con la de feminidad, y, por desgracia, desde la óptica de quien considera a las mujeres como seres incompletos, con un raciocinio parcial. Cada noche gozas de una mujer diferente, y es una tragedia que no seas capaz de respetarlas. Una pena, sin duda. Presumir de valentía desde el búnker es muy sencillo.
— ¿Qué insinúas? ¿Que no soy capaz de salir a la calle y enfrentarme a cualquier hijo de mala madre?
— Efectivamente. ¿Te atreverías a dormir esta noche en un callejón a oscuras?
— Sí, y para demostrártelo me voy ya.
— Estupendo. Vete y que sepas que hasta mañana no te dejo entrar.

Firmaron el pacto con un apretón de manos y con el orgullo a rebosar. Aquella noche el sacerdote y el pequeño Samuel se durmieron en el sofá. Justamente después de que la presentadora de Gran hámster anunciara la expulsión disciplinaria de Emilio. Las votaciones habían estado muy igualadas entre él y aquella mujer con tendencia a mueble de aglomerado. Durante toda la gala los porcentajes habían estado muy igualados. El programa, por ello, estaba esperando un golpe de suerte para que la balanza se decantara por la marcha de Emilio. Pero se resistía. Así que lo expulsaron como castigo, no merecido, pero rentable en términos de audiencia. ¿La razón? Disparate, como cabía esperar; el cuarentón había afirmado que las papas canarias con mojo picón le resultaban un infierno para su paladar. Sacado de contexto, la rubia anciana y conductora del programa lo reinterpretó como un insulto a Canarias, a la gastronomía y a la diversidad cultural española. Y, tal vez, un atentado contra Europa y un ataque intergaláctico contra los terrícolas. No obstante, eso no se puede corroborar debido al apagón que contempló la casa cural. La corriente eléctrica había sido más inteligente que el propio sacerdote. Para ver basura, más vale esperar al camión de los basureros o rebuscar en los contenedores.

Sonó el timbre a medianoche. El párroco abrió la puerta y halló a Carlos, con las ropas raídas, despeinado, sucio y con olor a orina.
— ¡Reto superado! He sobrevivido seis horas en la calle, junto a yonquis, jeringas o armas transmisoras de SIDA y mafias. Me han robado la cartera, por cierto. Pero me he defendido. ¿Qué me pasa al hablar? Parece que se me escapa el aire.
— Te has partido el diente, Carlos. ¿Quién te ha pegado?

— ¡No tengo diente! —el mujeriego altivo y xenófobo se alarmó—. Voy por un cuchillo. Me hago el harakiri y c’est fini. Quiero morirme. Adiós, vida cruel. 

martes, 24 de junio de 2014


CAPÍTULO 8. TANTAS TONTAS RAZONES POR QUE QUITARSE LA CAMISETA
Realidades desvalijadas, mentiras de gala. Tan pronto como los ojos se abren, las mentiras y las intrigan acechan. Depredadores más salvajes que las pirañas, más hábiles para el disimulo que el camaleón, más fieros que un gato al acecho de un saltamontes entretenido en el bosque minimalista de los jazmines. La hipocresía se acicala con un vestido de gala, collares y toneladas de maquillaje.

La semana comenzó de un modo inaudito, a tres milímetros de la telerrealidad y con un guión tan cercano a lo surrealista y tan lejano de la lógica. Una lógica exiliada, que se paseaba por las estancias de la casa cural con la dependencia de una veleta. Por una vez en mucho tiempo, estaría habitada por dos hombres y medio. Un sacerdote, un mujeriego racista y un niño, convertido en moneda de cambio en el enfrentamiento entre sus padres.

¿Y Emilio? ¿Qué había sido de él? Su popularidad en ebullición había propiciado un encuentro con una productora y una cadena nacional, un contrato firmado y su aislamiento en un plató de televisión. A las siete de la mañana le propusieron participar en Gran hámster. Un programa de telerrealidad donde dos participantes quedaban aislados en sendas casas durante dos días, luego se sometían a la votación del público, que expulsaba a uno… Quien soportara veinte días encerrado, con la sombra de la soledad al cuello y la necesidad de aire fresco en las narices, ganaba cincuenta mil euros. Para atraer la atención de la audiencia, los concursantes podían recurrir a todo tipo de atrezo. Maniquíes, telas kilométricas, decorados de cartón piedra…


Francisco, Carlos y el pequeño Samuel cenaron temprano. La mesa del comedor carecía de esos platos suculentos que se devoran más con el hambre de los ojos que con la apetencia del estómago. El niño se negaba a cargar el tenedor de ensalada alegando que una cena sin carne era como la pista del Scalextric sin coches. Además, afirmaba con una vehemencia insólita en una persona tan menuda, si bien rolliza, que su madre jamás se atrevería a darle eso de comida. «Samu, samuel, pensaba que tu madre era una vaca, pero qué equivocado estaba. Ella no es omnívora, es carnívora, caníbal y pecadora. Parirte sí que es un pecado. Pero que se joda. Esa bola de sebo, como las demás, no irá al infierno, sino al gimnasio», comentó con una maldad innegable pero, tal vez, no hacia ella, sino como modo de airear y desempolvar su ingenio y su agudeza. Mandaron al muchacho a dormir y, en ese preciso instante, sonó el teléfono del párroco.



— Dime, Isabel.
— …
— Bien. No puedo quejarme. La iglesia ahí va y tu hermano, como siempre, dejándose la piel en extender la palabra de Dios. ¿Y tú?
— …
— Me alegra oír que los tuyos estén bien... ¿Y Manolito? ¿Ha aprendido ya a leer?
— …
— ¡Qué me dices! Tengo unas ganas de verte, hermana. Tremendas...
— …
— No, puedo. Estoy muy ocupado... Y más en septiembre, que está a la vuelta de la esquina, y que siempre viene con un montón de bodas... Tengo mucho trabajo.
— …
— ¿Que si me voy al pueblo la primera semana de julio? No creo, tengo que recibir un paquete muy importante.
— …
— No lo sé, pero alguno vendrá —se rascó el cogote en busca de excusas sólidas, pero todas se desmoronaban como una torre de naipes frente a un ventilador encendido—. Está bien... En nada nos vemos... Iré al pueblo. Ciao, Isabel.

Colgó el teléfono maldiciendo su suerte. Hace dos años murieron sus padres, a los que les tenía un apego que se medía en toneladas, y volver a aquel pueblo perdido de España le resultaba una idea horrorosa. No se encontraba con las fuerzas suficientes como para echarle un pulso a la nostalgia y, mucho menos, para vencerla. Para más inri, reencontrarse con su hermana Isabel, el marido de esta y tres mocosos era otro mal trago que el propio hecho de evocarlo le creaba un nudo en la garganta. Y, siendo honestos, necesitaba unas manos hábiles para desatar nudos, pero ni las tenía ni nadie se entrometería en su relación fraternal. Isabel, desde pequeña, había sentido una gran admiración hacia él y proclamaba a los cuatro vientos que tenía un hermano sacerdote, que había sacrificado su vida por las demás y que era un triunfador en mayúsculas. Pobre ingenua. Ella ignoraba que don Francisco no era más que un buen hombre en el momento y en el lugar equivocados, rodeado de amistades de no buen nombre y algo perdido.

Encendieron la tele y pusieron el programa Gran hámster, más que nada para ver a Emilio. Una presentadora rubia, entrada en años, humilde, tolerante, respetuosa... Tan tolerante y tan abierta al diálogo que la tolerancia debería llamarse como ella.
— Si algo me gusta de este programa es la libertad. Aquí todos los invitados pueden decir lo que le salgan de los huevos, y ¿sabéis por qué? Sí, queréis saberlo, ¿verdad? Pues porque Gran hámster lo hacemos entre todos, pero yo cobrando. Ja. Querido Fulgencio —-dio paso al padre de Emilio, que estaba sentado entre el público—, te cedo la palabra. ¿Por qué crees que tu hijo se comporta con excentricidad?
— Porque es así de natural. Yo quería decirte, Milagros, Mercedes o Rosalía... Me he quedado en blanco, perdona, ¿Matilde o Merche?
— ¿¡Cómo que no te acuerdas de mi nombre?! Yo soy superfamosa. Una palabra mía vale más que toda tu vida... Espero que te calles, chocheas, anciano decrépito...
— ¡Si somos de la misma quinta, Manuela!
— ¡Cállate! Respeta tu turno. Si nos respetamos, el mundo es más bello, se respira paz y amor... ¿te enseño las bragas? —se levantó la falda—. Quería agradecer a mi estilista por estas bragas tan maravillosas con un hámster dibujado...
— Dedicáis más vídeos a la contrincante de mi hijo que a él, y eso que la pobre parece que está muerta... Es un mueble, Estela. Mi hijo, por lo menos, da juego y se merece ganar.
— Cállate, no empiezas con la tontería de siempre de “manipuláis los vídeos y ponéis en mi boca palabras que no he dicho”.
— Pues enséñame los vídeos al completo, sin cortes.
— Está bien, así lo hará la productora. No permito que se dude de la honestidad de mi equipo... Un momento... —atendió las directrices de su jefa desde el pinganillo—. Me temo que eso va a ser imposible, porque se acaba de quemar la tortilla de patatas del regidor.
— ¿Qué tiene eso que ver, Antonia?
— Cierra el pico, joputa. ¡Cómo me irrita la gente que cree tener la verdad y que no deja hablar a nadie! Nos vamos a publicidad. Enseguida volvemos... Como el programa es una puta mierda, entonces os enseñaré el sujetador.

Acabado el corte publicitario, dieron paso a varios vídeos de Emilio, con los que los espectadores no tuvieron más remedio que dudar si aquel individuo se burlaba del programa o era tonto de remate. Había pensado que una buena idea de ganarse a la audiencia era seguir los clichés de las series de televisión españolas. La criada andaluza que discute con el abuelo cascarrabias, las niñas cursis que juegan a ser mayores y los desnudos a trochemoche. Todo ello con la ayuda de maniquíes, marionetas y una pizca de imaginación.



Primer vídeo del programa: dos niñas lamentando sus amores contrariados. Para ello, se sirvió de dos marionetas, una niña rubia y otra morena, una en cada mano. Paula y Emilia se llamaban.
— Paula, mi madre se ha puesto muy gorda. Rubén Collado dice que mi madre se come a los niños.
— Emilia, tu mamá es mala, mala. Hay que matarla. Coge un cuchillo de la cocina y la asesinamos.
— ¡Estás loca! Yo la quiero. Es mi mami.
— Pero tenemos que salvar a los niños que se ha comido. ¡Pobrecillos! A lo mejor sale de su panza dos príncipes azules y nos piden matrimonio. Casadas... Sería como jugar a las casitas pero todo el día...
— Es verdad, mi mamá debe morir. Voy por el hacha. Por cierto, ¿has visto a mi novio?
— No, se lo habrá comido tu mamá.
— Perfecto, la descuartizamos y le sacamos a todos los nenes. Y si nos encontramos a Rubén, le pido ser su novia y casarnos ya, ya. Pero, hay un problema.
— ¿Cuál?
— Me ha pedido un beso con lengua y no sé de qué animal quiere la lengua.
— A lo mejor con la de tu mamá le basta. A matarla, vamos. Estará dormida en el sofá...

Segundo vídeo: la conversación costumbrista entre criada y abuelo gruñón. Esta vez recurrió a dos maniquíes.
— Alfonso, hijo, cuando entres a la casa, lávate los pies. ¡Cómo se nota que estás acostumbrado a que las mujeres lo hagamos todo!
— Vete al infierno... ¿Qué hay de comer?
— Mi arma, mira qué pollo más rico estoy cociendo -le enseñó el contenido de la olla-. Esta receta me la enseñó mi abuela, que en gloria esté.
— ¿Que en gloria esté tu abuela o la receta?
— Hombres, ya lo decía mi madre...
— ¿El qué, chacha?
— Que los hombres solo dais problemas. Y nosotras, que somos unas tontas, y caemos con vuestras miradas. Tenía que haber hecho como mi prima soltera, la Raimunda, la que montó una granja y vivió sola hasta que se la comieron las gallinas... ¡Qué vida esta! Menudos huevos ponían esas gallinas. Por mi madre, que Dios la tenga en su gloria, te juro que esas gallinas tenían el agujero del culo como una canasta...

Tercer y último vídeo: los desnudos de Emilio. A pesar de tener un cuerpo escombro, repleto vello, que provocaba, más que admiración, repulsión, el solterón de oro y famoso por unos días se desvestía como si fuera uno de esos actores, que invierten su tiempo en que sus músculos queden igual de marcados que sus carencias interpretativas. “Qué calor hace, me voy a quitar la camiseta”, comenzó así su tendencia al despelote injustificado. “Me ha quedado una mancha de café en la camisa”, la prosiguió, pero lo curioso es que no había bebido nada. Otras tantas tontas razones por que quitarse la camiseta fueron las siguientes: “Convoco un concurso de mejor torso y, como solo me presento yo, entonces gano; voy a quitarme la camiseta”, “¡Qué frio hace esta noche! ¡Pues me quito la camiseta!”, “Hoy es martes, voy a quitarme la camiseta”, “Esta silla la compraron en Ikea, voy a quitarme la camiseta”, o “No llevo camiseta, así que voy a quitarme la camiseta”.

Ganado el público femenino, ahora tocaba el masculino. La única idea que se le pasó por su mente retorcida era acariciarlas sin pudor alguno, besarlas, tocarles los senos duros, comprobar todos los giros de sus piernas y desvestirlas... Comenzó, pero al ver que era un plástico donde la fisonomía de la mujer era una mera ilusión con escasas pretensiones de verosimilitud, cambió de táctica. Lo que pasó más tarde y las demás preguntas son interrogantes que más vale que queden relegados al olvido y al silencio, porque un exceso de información, a veces, es un exceso de preocupaciones con más efectos secundarios que beneficios.

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domingo, 22 de junio de 2014


CAPÍTULO 7. LA VENGANZA DE LA CIGÜEÑA
¡Pon, pon! ¡Pon, pon! Estaban aporreando la puerta. La intensidad de los golpes, unida a su frecuencia, ocupó la primera posición de métodos alternativos para despertar. Con la puerta abierta  de sendos dormitorios, los tres compartían maledicencias contra los homicidas de su sueño. Cada uno en su cama; los tres con el mismo malhumor.
— ¿Quién será a estas horas? Me voy a cagar en todo lo cagable —protestó el soltero de oro. 
— Será la Inquisición. En ese caso, sal ya. A ver si los bomberos extinguen la hoguera y sigues vivo. Arde —dijo el excirujano. 
— Joder, saldré  yo. Así que, seguid durmiendo. Con suerte, jamás despertaréis —se levantó Emilio para abrir la puerta, mientras se terminaba de vestir.

Abrió y encontró a una tropa de periodistas, cámaras y curiosos. Algunos incluso promocionaban sus negocios; otros, su necedad.
— Emilio Molina, una pregunta.
— Ni hablar, ya se rieron ayer de mí lo suficiente. Hice el ridículo ante toda España, ¿y qué? La mayoría de políticos no saben idiomas, solo leen papeles escritos por otros porque no son capaces de decir cuatro palabras con coherencia y la mayoría de profesionales en este país son unos incompetentes.
— Oye, ¡nosotros hemos estudiado en la universidad y tenemos a nuestras espaldas una gran experiencia! —se enfureció una periodista.
— Por favor, no me hagáis reír. ¿Desde cuándo la Universidad es símbolo de profesionalidad? Tú no has visto a profesores saltándose los plazos de entregas de notas, cambiando a su antojo las guías docentes o chantajeando a los estudiantes en las votaciones al rector —interrumpió una vecina del pueblo, tras arrebatarle el micrófono a un periodista.
— Don Emilio, hemos venido con buenas intenciones. Nosotros hacemos nuestro trabajo.
—  ¿De verdad? —preguntó él ingenuamente.
— No, venimos a despellejarte vivo. ¿Es que no has visto nunca un programa del corazón?
— No, no consumo basura.
— Oye, sin faltar —dijo otro reportero comiendo de una bolsa de basura—. ¡Hala, si es una salchicha con ketchup! Mm… ¡Mierda, era un tampón!

De la noche a la mañana se había hecho famoso. Telediarios, series o programas de debates. Hablaban de él. Para ser honestos, se burlaban de él. No obstante, «qué importa ser el hazmerreír, si hay beneficios de por medio», pensó el famoso cuarentón, mientras leía los tuits. Consiguió ser trending topic.



A la hora de comer, también escucharon los golpes de la puerta. Carlos se acercó y observó por la mirilla. A nadie vio. Abrió y miró hacia todos los lados, de derecha a izquierda, de arriba abajo. Encontró algo.
— ¡Anda, si es un balón! —gritó—. Un momento… ¿Cómo ha llamado al timbre?
— Papá —dijo dulce e inocentemente un niño, algo rechoncho y de mirada gentil.
— Francisco, tu hijo. ¡Qué callado te lo tenías!, ahora entiendo por qué te morías por ir al convento.
— No, papá. Tú eres mi papá.
— Niño, no digas tonterías. ¿Es que tienes complejo de perro que teme acabar abandonado por los hijos de putas de sus dueños en una gasolinera, muerto de hambre hasta el punto de chupar los neumáticos para colocarse con el caucho natural y el azufre? Si quisiera un hijo, iría a una perrera. Adiós —le cerró la puerta en sus narices.
— ¿Quién era? —inquirió Emilio.
— Un niño cocainómano. Decía que yo era su padre.

De repente, un timbrazo. Más bien, un tiroteo eléctrico. Carlos abrió con el buen humor agonizante y la furia rompiendo aguas.
— ¡Hostia puta! ¿Qué quieren todas ustedes? Ah, no. Es solo una gorda.
— ¡Cómo te atreves! —le reprochó una señora que frisaría los treinta, con sobrepeso y una cara de perro—. Soy Rocío Palazón Aguilera. Nos conocimos en las fiestas de Hoya del Naranjo en septiembre de 2008, me dejaste preñada esa noche y te he escrito desde entonces.
— ¡Si me das jaque, que sea mate! Estoy furiosamente furioso. ¿Yo con una gorda? Jamás.
— ¿Cómo dice? ¡Estoy rellena, no gorda!
— Ja. ¡Cómo se engañan algunas! —murmuró él—. Claro, claro, un día fuiste a la piscina municipal, creyeron que eras un balón y te inflaron por el ano con una bomba de bicicleta.
— No te reviento la cara porque…
— ¿Quieres conservar el calor corporal? Tranquila, no perderías tus reservas, ni comiendo brécol durante cuatro milenios…
— Porque quiero que te hagas cargo de nuestro hijo… Te he enviado cartas y te he llamado cien mil veces al móvil, y nunca me contestas.
— ¡Pensaba que eras otra admiradora más! La vida de un guapo, atractivo y admirable hombre como yo no es fácil. Es difícil ser el centro del deseo —le espetó con una insufrible petulancia—. Pero, si hubiera sabido que eran tus cartas, o, para ser más respetuoso con tus kilos, vuestras cartas, tampoco las hubiera contestado.
— ¡Gañan! ¡Hijo de puta! Te vas a quedar con tu hijo y punto. En la mochila tienes mi teléfono, por si él me necesita.
— Ni hablar. ¡Exijo una prueba de paternidad!
— ¿Te vale con la mancha de nacimiento que tiene en el cuello? Igualita a la tuya.
— Mierda, mierda. Es un Sánchez de pura cepa. Toda mi familia lo tiene.
— Él ahora es tu familia. Cuídalo bien. Es un niño entrañable y responsable. Enséñalo a bañarse solo y que no coma chocolate antes de dormir.
— No me da la gana. Tú eres su madre, tú decidiste traerlo al mundo… ¿Cómo no lo ahogaste al nacer?
— ¡Cómo puedes decir eso de Samuel? —dijo Rocío, que le tapaba los oídos a su retoño—. Ojalá aprendas de él lo que es el amor, porque nuestro nene es todo corazón.
— ¡Claro y por eso te quieres librar de él! Bueno, está bien. Me lo quedo una semanita. A ver qué tal. ¿Es alérgico a algo?
— Si a los lácteos y a las almendras. ¡Vas a ser un padrazo! ¡Cómo te preocupas por él! —exclamó aquella mujer obesa.
— Bueno, realmente —se frotó el cogote—, es una información relevante; tal vez sea necesario saber cómo matarlo sin dejar huellas.
— Vete, Samu, con tu papi —le invitó ella, cuando se aseguró de que ya podía permitir que este escuchara los exabruptos de su progenitor.

Emilio se alegró de compartir los próximos días con aquel renacuajo. Le pareció entrañable, achuchable e ingenioso. Era el hijo que tanto había querido tener, pero ni Dios ni sus relaciones personales, escasas, se lo habían permitido. Estaba decidido, pues, a suplir las carencias del treintañero clasista, xenófobo y, probablemente, del peor padre del mundo. Carlos se lamentó durante la tarde. Indagando y maldiciendo los factores que le llevaron a salir aquella noche de fiesta y acercarse justo a una Rocío delgada, cuando había tanta hermosura femenina en aquella verbena. Odiaba a ese niño, a su propio hijo, pues se había convertido en un lastre para su libertad de vividor. Buscó en el bolsillo de su camisa alguna tarjeta a las que solía recurrir para encarar los problemas. «Reglamento del buen compañero de piso (IX)», «Reglamento del tratamiento para con los niños ante una mujer», «Consejos sobre cómo manipular con maestría», o «Reglamento para cuidar el perro de tu vecino». Poseía unas ochocientas tarjetas, pero ninguna sobre cómo cuidar a un hijo. Tal vez, porque nunca pensó que un renacuajo le pudiera llamar papá.  


Primera prueba: bañarlo.  Su hijo comenzó a preguntarle por él desde que se desnudó y se metió en la bañera hasta que, puesto el pijama, atacó la humedad de su cabello con el secador.
— Samuel, te parecerá pequeña esta bañera, ¿verdad? A mí también. Te acabarás acostumbrando —le pasó por la espalda la esponja rebosante de jabón—. Por cierto, ¡vaya suerte tienes, eh! No todos tenemos una piscina en casa.
— Papá, ¿cómo sabes que mamá tiene una piscina?
— Por sus lorzas. Una mujer de su tamaño no cabe en una bañera. Imagínatela en esta. ¿A qué no le cabrían ni los pies?
— No digas eso —dijo a mandíbula batiente—. Mamá es muy buena.
— ¡Oh, qué ingenuo! Tu madre es una perra. ¿Sabes por qué no se la lleva la muerte? Porque no puede cargar con tantos kilos. Pobre Parca. Y no llores, Samuel.
— Entonces, deja de rascarme con la esponja, tonto.
— Oye, no insultes a tu pa…
— Padre, papá.
— Eso nunca, me oyes. Paisano quería decir. No insultes a tu paisano.
— Perdón, papi.
— Así me gusta. Porque si te portas mal, viene el Coco y te come.
— ¿Quién es el Coco?
— Claro, qué tonto, ¿¡cómo ibas a conocer el Coco!? Tu madre se lo habrá comido. Entonces, ¡a ver! Déjame que piense… ¿Qué te dirá tu madre para asustarte?
— Sí, ella dice siempre: «Samu, duérmete o vienen las verduras y te comen». Yo no las conozco… —los ojos comenzaron a picarle, cuando Carlos le llenaba el cabello de champú— Sopla, sopla… Me pica, me pica mucho.
— ¡Ese es mi chi…! ¡Qué digo! Mi chibolo. Eso es lo que le digo yo a muchas tías… Ya te llegará la hora.
— Papá, ¿cómo nacen los niños?
— Como las niñas.
— ¿Y las niñas cómo nacen?
— Como los niños.
— ¿Y…?
— Está bien… Los trae una cigüeña desde el infierno. A ti también te trajo una cigüeña al mundo, ¿sabes? Desde aquí te maldigo pajarraco —gritó Carlos como si la tuviera frente a él—, ¿cómo te atreviste a picotear el plástico? Ojalá te hayan rellenado cual pavo en Navidad y los huevos de tus futuros cigoñinos hayan muerto convertidos en una tortilla de patatas para un banquete de bodas, dejando tu memoria a la altura de la autoestima de una gorda, como la madre de este mocoso, al comprobar que la báscula se resiste a ocultar su obesidad.
— ¿Una cigüeña, papá?
— Sí, la venganza de la cigüeña. Por cierto, ¿quieres un yogur o un rico helado de nata?
— Papá, soy alérgico. Podría dejar de respirar y ponerme muy malo. Podría morir.
— Pues por eso. Anda ponte las sandalias, que te voy a acostar. Y, como me vuelvas a llamar papá, esta noche, mientras duermes, te hago tragar seis litros de leche.

Finalmente, Carlos le puso el broche de oro a un día bermejo, como el cobre. Lo condujo hasta su habitación y lo durmió. Quería que durmiese y, si era eternamente, mejor que mejor.
— ¿Me cuentas un cuento? Mamá siempre lo hace —le pidió en tanto se rascaba un ojo, un indicio de su somnolencia.
— Está bien. Hubo una vez, en un lugar muy lejano, una granja llena de animales, y colorín colorado este cuente se ha acabado. Fin.
— ¿Ya ha acabado?
— Sí. Blanco y en botella. Había animales, luego tu madre se los comió.