martes, 29 de abril de 2014


CAPÍTULO 11. DESENLACES ENLAZADOS (Final)
Te quiero, lo siento y adiós son tres expresiones complicadas de pronunciar sin experimentar un nudo en la garganta. Esquivar el momento es igual de insalubre y perjudicial como meter la suciedad bajo la alfombra. Para bien o para mal, había llegado la hora de articular tales palabras. No había vuelta atrás.

Adiós. Para empezar, «adiós» escuchó Emilio de su jefe João. A pesar de un comienzo catastrófico, muy pronto se habituó a servir los pedidos sin destrozar las piezas de porcelana y vidrio. El apoyo y la aceptación de su jefe fueron incrementando a la par que el caudal de la propina recibida. De hecho, llegó a embolsarse más dinero de las dádivas de los clientes corteses que de su jornal, más escueto que cuantioso. La explicación oficial se sintetizaba en que, tras la Semana Santa, poco trabajo había por hacer. Empero, él estaba convencido de que se trataba de una cuestión práctica. A lo mejor, João se negaba a pagarle un sueldo más consistente y a firmar un contrato, una vez concluido el periodo de prueba. Su incursión laboral fue tan efímera como un parpadeo. En un abrir y cerrar de ojos se había marchitado una de las llamas que lo mantenía vivo, la de ser útil y recibir una retribución económica por su trabajo. Ahora volvía a engrosar la hilera de desempleados y batallar a diario contra un futuro incierto y tempestuoso. Sin haber terminado sus estudios primarios y con una experiencia laboral, alimentados gracias al enchufismo, la esperanza era un lujo.

«Lo siento», quisieron espetar a Carlos. Siendo exactos, «Lo siento, Carlos, pero la convivencia contigo es angustiosa. Vete de casa». Callejeando, Emilio y Francisco buscaron cómo comunicarle su expulsión rehuyendo de las palabras hirientes. Todo le molestaba. Que compraran yogures de marca blanca, que el colchón no fuera viscoelástico ni mullido, que, en definitiva, se comportaran y vivieran al albedrío. Se encontraban hastiados de cohabitar con un desagradecido que les coartaba. Como si estuvieran introducidos en una lata de sardinas. Sin espacio, sin capacidad de decisión. Esperando temerosos que un tenedor atravesara sus cuerpos con unas púas crueles y rogando a Dios que no se produjera tal escabechina. Estaban dispuestos a despedirse de él y poner fin a un periodo de sus vidas, protagonizado por el yugo de un reglamento desmesurado y la soberbia de un mujeriego clasista. Otro argumento que nutría su determinación se hallaba en su falta de colaboración, no sólo económica sino humana. De todos modos, un descubrimiento funesto dio a sus intenciones una estocada. Suave, pero certera.


Una barba postiza, unas ropas roídas, un cabello desaliñado, una boina donde algunos viandantes depositaban sus limosnas y un aura de miseria acicalaban la esquina de un supermercado. Allí sentado, reconocieron a alguien. Carlos. Bajo aquella apariencia pordiosera, se escondía el mismo engreído que se burlaba de ellos. Y de su condición proletaria. No podían estar más de acuerdo con quienes afirman que la vida es una montaña rusa. Cuando este se percató de la presencia de ellos, salió corriendo fingiendo un acento árabe y sosteniendo que no debía nada a nadie. Milagro o no, Emilio lo alcanzó. «¡Ey, camarero! ¿Qué tal la mañana? Que no te confundan estas pintas, que yo visto así a conciencia. No te creas que es fácil ser tan burgués y que los obreros de chicha y nabo te miren por la calle cual siervo mira a su señor y codicia su elegancia, su saber estar y sus bienes, o que las mujeres se vistan de decencia cristiana cuando querrían desvestirme, o que los hombres me miren y piensen “¡quién tuviera ese cuerpo y no los escombros del mío!”, o que los ancianos se tiren de los pelos, si es que les quedan por estar, no con un pie en la tumba y otro fuera, sino con uno en la tumba y otro en proceso de putrefacción. He salido así para informarles de que existe la cirugía estética y que, gracias a ella, las damas pueden volver a ser decentes, que los chicos pueden dejar de serlo, o que obreros y ancianos pueden parecer aburguesados», intentó justificarse. Mantener la coraza es tarea harto complicada y, en el caso de Carlos, fue un imposible.

«Ahora dinos la verdad», cuatro palabras que oxidaron su armadura en un segundo. Llorando, con la autoestima más baja que su boina con las limosnas se fue despojando de las hombreras, el peto, las rodilleras o el casco, llenos de orín. «Estoy en la ruina. He pasado de tener un chalé, un BMW y una cuenta que poco tenía de corriente, de tenerlo todo a nada, de cenar en los mejores restaurantes al autoservicio del contenedor. Desde la crisis las mujeres comenzaron a cambiar las operaciones por pomadas, cremas y potingues; y nosotros tuvimos que tirar de clandestinidad para ahorrar. Qué importa el tipo de implante mamario, la silicona es igual siempre. Bueno no, pero había que ahorrar. Luego multazo; nos cerraron la clínica y para colmo, mi padre me propuso un negocio y me timaron. Gracias a vosotros, tengo un plato caliente, un hogar, dos amigos –los únicos que no me han querido por el dinero– y he rescatado mi espíritu burgués».

«Te quiero». Un mensaje bien simple que a Emilio le resultaba arduo como recitar de memoria la teoría darwiniana o poner el despertador temprano para salir a correr. Y más aún, cuando tenía a Débora de frente. En silencio. Con sus labios voluminosos y gruesos, con unos ojos que despertaban los sentimientos y las pasiones que, durante años de sequía amatoria, habían permanecido dormidos. En una etapa de hibernación eterna. De la primera cita a ese momento, habían trascurrido doce días. Doce días de inquietud, de ilusiones, de disfrutar juntos de la cama en vertical y en horizontal, de arriba abajo, de conocer a sus respectivas amistades. Doce días. Necesito verte, te echo de menos, ayer lo pasamos bien, estás loca o majareta, se decían sin reparo. Pero él quería más. Tenía cuarenta años ya y no podía ni quería perder el tiempo en protocolos de ligue trasnochados y absurdos. Deseaba etiquetar su relación. Quería llamarle noviazgo a la condición de pasear abrazados y agarrados de la mano, de encontrar divertidas las anécdotas más insustanciales, de aumentar la cantidad de oxitocina en el plasma sanguíneo mediante los resortes de la pasión carnal, de discutir… Pedía a gritos ponerle nombre a ese estado de odiar a ratos y amar a ratos, de ser adicto a la droga que le suponía sentirla cerca, a la adrenalina o a la norepinefrina, que impulsaba su corazón excitado y su buen humor.  


El parque, cuatro palomas, un ficus macrophylla y dos olmos fueron testigos de su conversación más sincera. Al sentarse y al sentirse tan cerca de ella en el mismo banco, los colosales y majestuosos árboles le parecieron bonsáis. A pesar de tenerlos a una distancia de seis metros. Las palomas, desde su óptica de enamorado, eran mosquitos, y el parque, una minúscula jardinera.
— Débora, ¿qué somos?
— Personas.
— Sí, ya, pero ¿qué somos? –insistió.
— Especie perteneciente a los hominoideos, estirpe de Primates, compuestos en el nivel atómico por carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno, azufre y fósforo, pero en un nivel atómico hablaríamos de tejido muscular, adiposo, óseo…
— ¿Algo más?
— Sí, podría decirte mucho más, pero te daré un solo apunte: en torno al 70% del ser humano es agua.
— ¡¿Estás bromeando?¡ –dejó ver su enfado incipiente.
— No, con la ciencia no se juega –sentenció ella con socarronería.
— Seré directo. Te quiero. Sí, sé que nos conocemos desde hace… ¿cuánto? –aunque ya sabía el resultado, fingió contar con dedos con el fin de mostrarse ganador–. ¿Diez, once…? ¿Once días, diecisiete horas y diecisiete minutos? Pero, ¿de qué sirve tocar con los dedos la felicidad si podemos besarla, abrazarla y zambullirnos en ella? Me gustas, te quiero, disfruto a tu lado y contigo… Seamos novios –le propuso con alborozo, como un niño que, inexperto en amores, se sirve de la cursilería barata que ve en películas y en libros, creyendo que el romanticismo es la piedra filosofal en las relaciones de pareja.
— Lo siento –se detuvo para pensar la respuesta–, ya has conocido todos los recovecos de mi cuerpo. No sé a qué vienes con esas… Lo siento –dijo trasmitiendo incomodidad–, pero… ¡Que sí! ¡Que me apetece conocernos mejor! Salir en serio. Pero vayamos despacio y sin agobios.


Las personas buscan insaciablemente rodearse de amigos, de familiares, de parejas amorosas, de éxitos en la carrera profesional y, en general, de triunfos cotidianos y domésticos en la carrera de la vida. Pero en esa búsqueda hay un elemento implícito, oculto entre superficialidades y disimulos ataviados en el traje de la verdad. Un elemento que no puede recibir otro nombre, sino Libertad. Libertad es quien nos hace sentir independientes, felices, enamorados de lo que y de quienes tenemos cerca, a una distancia inferior de la que separa la televisión del sofá. O quienes nos acompañan tras una simple llamada telefónica. Libertad es poder decidir o ser responsables de nuestras decisiones y nuestros actos. De elegir nuestro camino. Ser santos o villanos. La libertad nos debería acompañar como lo hace la sombra de día, pero aún más de noche, cuando las inseguridades salen a flote, o cuando los desenlaces se encuentran tan enlazados que se complica la empresa de hacer borrón y cuenta nueva. Se trata, más bien, de asumir los aciertos y las experiencias no muy halagüeñas, porque del principio al final la distancia se reduce a no más de un parpadeo.

FIN SANTOS Y VILLANOS. ¡Gracias por haber seguido de cerca estos capítulos!
-LISTA DE CAPÍTULOS-

sábado, 26 de abril de 2014


CAPÍTULO 10. UN DERBI, ALIENÍGENAS Y UNA CARPINTERÍA METÁLICA
Una cosa es que todos los caminos conduzcan a Roma, y otra, bien distinta, es acabar encerrado en una carpintería metálica vestido de alienígena y con un vinilo de El baile de los pajaritos de María Jesús y su acordeón en las manos. Explicar cómo los senderos del azar habían perpetrado tal estrambótica escena no es tarea fácil. Por eso cabría empezar la narración desde el principio. Habría que remontarse al jueves por la noche. Carlos salió de copas para seducir a cualquier chica dispuesta no sólo a dejarse el pudor en casa sino también dispuesta a comprobar la calidad de los muelles de su colchón. Éxito absoluto. A medianoche se presentó con una jovencita, que, a juzgar por su apariencia, no debía tener más de diecinueve primaveras. Lo que sucediera entre las paredes de su habitación y por qué en el armario había tantos arañazos son dos cuestiones que no vienen al caso, a pesar de que con tantas marcas la madera parecía un collage de códigos de barras.


En cambio, los artículos 22, 27 y 28 del Reglamento del buen compañero de piso de Carlos son determinantes para esclarecer por qué Emilio llevó dos días después un maquillaje a base de talco, harina de maíz, manteca vegetal y colorante verde, y dos antenas en la cabeza, confeccionadas con dos esferas de poliespan y papel de aluminio. Estos artículos se resumían en evitar que los ligues de Carlos se encariñasen con él. Así pues, si a la fémina se le pegan las sábanas o se desiste a marcharse, los compañeros de piso deben sacarla del domicilio como sea. Por todos los medios. Sin más desayuno que una galleta integral. Si los esfuerzos resultan ineficaces, uno de ellos ha de disfrazarse de extraterrestre para simular una abducción alienígena. 


Viernes 25 de abril. A falta de cuarenta minutos para las doce, Carlos salió de su cuarto, desmerecido desde su llegada, con un esbozo de haberse puesto las botas con el cuerpo de la jovencita. Un cuerpo que, de ser cuna del éxtasis y de la pasión menos púdica y más carnal, se transformaría en cuestión de minutos en túmulo del deleite o en sarcófago de la excitación. «Os necesito, proletario. No podemos incumplir el artículo 22 del reglamento. Emilio disfrázate de alien; tú, Francisco, busca El baile de los pajaritos. En cinco minutos entrad a mi dormitorio. La chica de ayer no quiere salir», dispuso el mujeriego.

Visto y no visto, Carlos, Francisco y Emilio, caracterizado de extraterrestre, invadieron el dormitorio, mientras que de fondo sonaba el exitazo de 1981 de María Jesús. Yacía una muchacha, medio desnuda, con unas braguitas negras tan escuetas que se aproximaban a un tanga cristiano. Las sábanas ya no estaban metidas bajo el colchón por el pie. En esta ocasión envolvían el cuerpo albugíneo de esta y sus ornatos rosáceos como si de una crisálida se tratara. En realidad, eso es lo que deseaban, que saliera volando de la vivienda como Remedios la bella. Con todo, ya presuponían que nunca habría otro García Márquez. La humanidad no podría soportar tanto talento y tantas proezas literarias en un cuerpo humano. Por ello, se conformaban con expulsarla del inmueble, aunque el medio no le llegara a la suela del zapato a la escena de Cien años de soledad. Invasión, El baile de los pajaritos y acción.

— Mujer no mayor, tú-estáis-en-proceso-de-abducción-te-unirás-con-los-criaturos-de-otra-galaxia-ipso-cactus –expresó Emilio simulando ser un robot con serios problemas de gramática.
— Jovenzuela liberal, sal de aquí, no mires atrás –la agarró del brazo Francisco con el fin de sacarla de la cama.
— Ma mi prendi in giro? Dov’è il tuo disco volante? –preguntó ella estupefacta.
— No-ti-invintes-una-idioma-evacua-el-edificio-vas-a-sufrir-uno-abducción.
— Come? Non parlo spagnolo.
— ¡Vaya, era italiana! –se sorprendió Carlos.
— ¿¡No sabías qué no hablaba español!?–exclamó Francisco.
— No lo sabía. ¿Qué tiene de raro no saber su idioma? Me acuesto con las mujeres por muchas razones, que te podrían escandalizar, pero te aseguro que me la suda si habla español, italiano o danés… Aunque bueno si habla árabe…
— ¿Cómo te la ligaste entonces? –comenzó el sacerdote a vestirla.
— Non mi toccare! Chiamo la polizia!
— Por favor, Francisco, me ofendes. Estás hablando con el mesías del galanteo, el criminal de la castidad femenina, el Príapo pagano, el soberano del dios Sobek, el discípulo de Julio Iglesias o, simplemente, el dios de la seducción. Si hubieras leído “El as de lo exótico”, el capítulo quinto de Manual de seducción urgente, no me habrías preguntado eso.
— Dejémonos de tonterías y sigamos con nuestra misión –propuso el párroco, mientras le colocaba las diminutas braguitas a la italiana, aún de resaca.
— Mi lasci in pace, figlio di puttana –le pegó una patada al cincuentón.

La escena grotesca se saldó con la italiana huyendo despavorida y los tres compañeros celebrando el éxito de su misión intergaláctica. Y después de esto, queda por relatar por qué estaban aquel sábado por la mañana encerrados en una carpintería metálica. Ahora es el momento. Todo surgió cuando la tarde del viernes Emilio programaba el vídeo para un partido que llevan meses esperando. El partido más legendario. Mucho más que un derbi entre el Atlético y el Real Madrid, mucho más incluso que el superclásico entre este último y el Barça. Se trataba del derbi entre dos pueblos rivales, como Springfield y Shelbyville. Galínez del Azahar contra Hoya del Naranjo. Dos ciudades levantinas enfrentadas desde años. Una guerra fría destinada a finalizar en una cruenta masacre, donde los bandos enemigos luchaban contra sus hermanos, primos, cuñados, tíos y amigos. Si bien, décadas atrás, habían firmado una tregua para concluir las funestas relaciones, cargadas de munición, la rivalidad seguía candente. El legendario derbi comenzaba a las nueve de la noche, pero ellos desde las seis aguardaban frente al televisor. Con el reproductor de vídeo preparado para iniciar la grabación, con una docena de latas de cerveza Marbriel y con la firme voluntad de no levantarse del sofá hasta que Galínez del Azahar, su pueblo, se hiciera con el trofeo.

Para desgracia de sus intenciones, Emilio vio pasar por la plaza a la señora que perdió la foto donde aparecía Carlos de crío, o sea, su más que posible madre biológica. En realidad, al nuevo le resultaba baladí el marcador de los onces. Pequeño detalle que trastocó una intensa noche futbolera entre amigos, bajo el influjo de la pasión por el deporte y, mientras la ilusión perdurara, sobre el viento. Él les pidió que lo acompañaran. Quería alcanzarla y poder resolver una de las grandes incógnitas de su vida, adolecente de excesos y carente de respuestas. Por qué lo abandonó, habría intentado contactar con él o quién era su padre. Cuestiones que era necesario mudar en respuestas. A regañadientes, Emilio y Francisco aceptaron, previendo que antes del partido regrasarían. Craso error. A las nueve de la noche se hallaban encerrados en una carpintería metálica. Rodeados de láminas y barras de aluminio, hierro y acero inoxidable, planchas de panel fenólico, de herramientas de trabajo y de elementos de protección. Cascos, gafas antimpacto o monos de trabajo. La culpa de acabar allí, en el polígono industrial, la tuvo el adoptado. Efectivamente. Carlos, carismático y seguro en otras circunstancias, sufrió por unas horas lo que era tener una personalidad de cubo de Rubik sin resolver. Se sentía descolocado, confuso y desafiado al presentir que las casillas que, con el paso de los años, se asentaron, ahora, se hallaran dispuestas en orden aleatorio. Caos absoluto. Le atemorizó enfrentarse con su pasado así. Sin anestesia, con el dolor en carne viva y con su gozo habitual en estado de agonía.


De este modo, se camuflaron entre los materiales almacenados de la carpintería metálica, situada en un polígono industrial solitario. Carlos requería tiempo para decidir si quería saludar a su madre o no. Y el camuflaje fue eficaz hasta el punto de no percatarse de que esta y los empleados se habían marchado. ¿Cómo podrían salir de aquella nave industrial, cerrada a cal y canto? Emilio comprobó si había algún boquete; Carlos buscó la caja de llaves en la oficina; y, por su parte, Francisco intentó localizar una radio o una tele para no perderse el derbi. Ya había trascurrido el primer tiempo, así que con suerte podrían disfrutar del segundo. Algunas veces la fortuna les sonreía; otras muchas les pateaba por doquier. Esta vez la balanza se inclinó por el segundo caso. Como casi siempre. Por desgracia. «Yo no veo ninguna llave, Emilio», le avisó Carlos participando de tú a tú, codo con codo, con ellos. Perdiendo la sensatez y ganando en perturbación, Emilio se lanzó a tomar una sierra circular de mano, que halló en una de las mesas, y, poseído por el espíritu de un encarcelado, cortó los barrotes de las rendijas de la ventana. «¡Amigos, ya he encontrado la llave», gritó con efusividad el sacerdote. Tarde, demasiado tarde. Cuando el párroco alcanzó a Emilio, éste ya se encontraba escapando por la ventana. Aguardó a que Carlos saltara, y, finalmente, atravesó la ventana hasta salir de aquella jaula de metales y herramientas.

— De ese infierno proletario, he cogido estos tapones para los oídos –Carlos alzó los brazos para que los vieran–, cascos, gafas y una revista de tías en cueros. Nos servirá de ayuda.
— ¿De ayuda? –preguntó Emilio.
— Esta noche va a ser muy dura. La ciudad estará celebrando la victoria de Galínez del Azahar o llorando por la derrota. Habrá gente bañándose en las fuentes públicas, tocando el maldito claxon de los coches y haciendo botellón. O sea, si nos los encontramos, podríamos saber quién ha ganado. Tenemos que hacer cómo si esta noche nunca hubiera existido, llegar a casa y ver el partido sin saber el resultado.
— Cierto, el partido es aluci… cómo decirlo…nante. ¡Alucinante! –exclamó excitado Emilio.
— Poneos estos cascos, los tapones y estas gafas –el clasista se los entregó–. Para que no veamos nada, he pintado los cristales con rotulador permanente y he dejado un pequeño agujero para no caernos.
— ¿Y la revista de estas tías en cueros? –indagó el sacerdote–. ¿¡Por qué mierdas pone desnudo integral si la tía sale en bikini!?
— ¡Cuánta razón tienes para ser cura! Dentro aparecen pibones de verdad. He cogido la revista para vosotros, para que os entretengáis. Los burgueses no tenemos que comprar revistas de este tipo. Cuando queremos ver tías en bolas, salimos de copas y esa misma noche las desnudamos.
— ¡No te parto la boca porque has tenido una buena idea! Pero, eres un fantasma, que lo sepas. ¿Ahora qué? ¿Me vas a decir que has quitado más sujetadores que calzoncillos te has puesto?
— ¡Basta ya! Tenemos 35, 40 y 53 años y parecemos aún chicos de parvulario. Escondámonos por aquí cerca y sobre las seis de la mañana nos vamos para casa. Ya prácticamente no habrá nadie por las calles –terció el párroco.
El trayecto no fue sencillo. Ver por un pequeño agujero, mirando el suelo para no toparse con conocidos o leer, por error, una pancarta donde se leyera «Viva Galínez» o «¡Campeones!» no era plato de buen gusto. Por el camino, alguna vez soltaban maldicientes «¡mierda! ¡me cago en todo!». Pero, tranquilos, eso ocurrió porque se chocaron contra el buzón de Correos, pisaron un excremento de perro o, al ir agarrados de la mano, haciendo una cadena humana de tres eslabones, Carlos, el eslabón central se estampó con otra una farola.

Magullados, doloridos y cansados, pero atiborrados de ilusión, a las diez de la mañana del sábado pusieron los pies en la casa cural. Encendieron la tele, rebobinaron la cinta de vídeo y se sentaron dispuestos a deleitarse gritando «Árbitro, cabrón», emocionándose en los contraataques, sintiendo la pasión de los forofos y brindando con los botes de cerveza Marbriel por los penaltis perdidos de Hoya del Naranjo. 0-0. Pasado el segundo tiempo, habían empatado. De golpe la grabación se paró; la excitación y la pasión futbolera de los tres, también. Qué pasó. Sencillamente Emilio había programado el vídeo para que grabara durante algo menos de dos horas, por lo que la prórroga no quedó registrada. Tonto, idiota, descerebrado, retrasado o joputa fueron algunos insultos que recibió. Empero, no todo fueron desgracias; Galínez del Azahar, su equipo, ganó.

jueves, 24 de abril de 2014


CAPÍTULO 9. EL MANIFIESTO COMUNISTA Y UN BURGUÉS EN DECLIVE
Si Carlos Marx y Federico Engels se hubieran topado con Carlos, antagonista indiscutible de su ideología, probablemente hubieran invertido su tiempo en otros menesteres. Tras su muerte, el marxismo dejó de ser un esbozo para ser una realidad, aunque esta poco a poco fue sucumbiendo. En efecto, el comunismo nunca gozó de buena salud. Quizá por culpa del propio ser humano y su vagancia inherente; quizá por rodear este sistema económico en un halo opresor, donde la libertad del individuo quedaba maniatada en el desván de las promesas incumplidas. Pese a sus deficiencias, en el presente permanece un rescoldo vivo que cada mañana se despierta no por luchar por sus sueños, sino por sobrevivir. La clase obrera. Por desgracia, los asalariados continúan bajo el yugo del patrón, un gobierno egoísta y una parte considerable de la burguesía que encuentra en vagos el sinónimo más acertado para obreros. Francisco y Emilio sabían lo que era vivir con alguien anquilosado en el pasado, en concreto, Carlos. En otra época el treintañero clasista hubiera sido un patricio romano, un señor feudal o un completo idiota, mas aquellos modelos de sociedad habían concluido. Ya iba siendo hora de abrirle la mollera, de instaurar en él la tolerancia y el respeto y de hacerle consciente de que, en el mundo capitalista, los obreros se sitúan en la base de un castillo de naipes, y de que su ausencia significaría el desplome de su querido capitalismo. Asimismo, estimaron conveniente recordarle que en la sociedad no hay (o no debe haber) estructuras piramidales, pues todos resultan imprescindibles, como las piezas de los puzles.

Para ello tomaron prestado de la biblioteca un libro de encuadernación en rústica y con una portada roja. El Manifiesto Comunista. «¡Vade retro, Satana! Quitad ese libro maldito de mi vista. Os puedo perdonar que compréis yogures de marca blanca, que os molesten las camisas o que compréis en el mercado. Cual marujas y devotas de los rebozados, del sofrito y de las aceitunas rellenas de anchoa. Cual divas de los alpargates de a un euro, o que, incluso, defendáis la educación pública, epicentro de paletos, negros, marginados e hijos de proletarios, que no tienen ni para costearse unos implantes de silicona. Pero traer ese asquerosamente asqueroso libro es de chusma», exclamó nada más ver el ejemplar sacando a relucir su xenofobia, clasismo y su imbecilidad absolutos. Sentados en torno a la mesa del comedor y haciendo caso omiso a sus palabras, el párroco comenzó a leer los fragmentos que tenía subrayados.

«Hasta nuestros días, la historia de la humanidad ha sido una historia de luchas de clases. Libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores feudales y siervos de la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y oprimidos, siempre enfrentados en una lucha que conduce a la transformación revolucionaria de la sociedad o al exterminio de ambas clases beligerantes».

«¡Joder! Yo estudiándome toda la historia de España, de Europa y del universo y en cuatro líneas te lo resumen todo el tal Marc y su amigo Ángel», ironizó Carlos. «Marx y Engels, Carlos Marx y Federico Engels», le corrigió el sacerdote antes de continuar.

«La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario. Desgarró implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían al hombre con sus superiores naturales, y no dejó en pie más relación entre las personas que el simple interés económico. Echó por encima del santo temor a dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y de la tímida melancolía del buen burgués. Dicho en pocas palabras, sustituyó un régimen de explotación casi oculto por un régimen de explotación franco, descarado, directo, escueto».

«¿Oís? ¡La burguesía destruyó los designios divinos, el feudalismo y la esclavitud! Es que os quejáis por vicio, por vagancia y por aburrimiento. ¡Claro, si sois proletarios! Bueno, tú, Francisco, tienes poco de obrero. A ti es que te falta personalidad y te subes al carro de las modas así porque sí. Venga, negadme esto. Yo nunca he visto a un cura trabajando con las manos», le interrumpió el nuevo.

«El bajo precio de sus productos es la artillería pesada con la que derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a capitular hasta a los salvajes más xenófobos y fanáticos. La burguesía somete el campo al dominio de la ciudad y crea urbes enormes. Reúne a la población, centraliza los medios de producción y concentra en manos de unos pocos la propiedad.

Las crisis económicas, cuyos ciclos periódicos son inevitables en el capitalismo, suponen un peligro cada vez mayor para la existencia de toda la sociedad burguesa. En las crisis se desata una epidemia social, que en cualquiera de las épocas pasadas, hubiera parecido absurda e inconcebible: la epidemia de la sobreproducción. ¿Y todo por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados recursos, demasiada industria, demasiado comercio.»

 

Los tres compañeros de piso salieron a la calle para viajar al presente. Deambulando por las calles, encontraron a algunos desempleados aguardando en la cola de la oficina de empleo con la cartilla en las manos y la frustración en todo el cuerpo, a otros parados entregando currículos o dejando sus anuncios en farolas. Hallaron incluso limosneros y mendigos cuyas pertenencias se reducían a cuatro cartones y una manta con más agujeros que un colador. Madres, padres y jóvenes luchando por sacar adelante a los suyos. O, ancianos que, en lugar de disfrutar de una más que merecida jubilación, se veían obligados a sustentar económicamente a sus hijos y nietos. Francisco continuó leyendo cerca de un hombre que frisaría los cincuenta años, comiendo un bocadillo de chorizo en la acera. A juzgar por su uniforme, se ganaba el pan como carpintero.

«En la misma proporción en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital, se desarrolla también el proletariado, esa clase obrera moderna, que sólo puede vivir encontrando trabajo, y que sólo encuentra trabajo, en la medida en que éste alimenta el incremento del capital. El obrero, obligado a venderse a plazos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por tanto, a todas las fluctuaciones del mercado.

El desembolso que supone un obrero se reduce, poco más o menos, al mínimo que necesita para vivir y reproducirse. Cuanto más repelente es el trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al obrero. Más aún, cuanto más aumentan la maquinaria y la división del trabajo, tanto más aumenta también el trabajo para el obrero. Son todos, hombres, mujeres y niños, meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más diferencia, que la del coste.»

— ¡Que aproveche, señor! –saludó Emilio al carpintero.
— Gracias, en estos tiempos no se sabe hasta cuándo tendremos algo para comer.
— Pues hasta que vuelvas a ir al supermercado –respondió Carlos con tibieza.
— Me refería a irme al paro otra vez. Tengo cincuenta y cinco años y es difícil que me contraten. Prefieren a jóvenes, más baratos, pero con menos experiencia.
— Proletario –le interrumpió Carlos con arrogancia–, eso es porque los ancianos siempre pedís la baja y os resfriáis más que un pordiosero en Siberia.
— Calla. Como vuelvas a decir algo así, te echo de mi casa –interrumpió el sacerdote-.
— ¡No me toques las pelotas! –se molestó el obrero-. Además, los trabajadores más mayores nos implicamos más en nuestro trabajo, estamos más concentrados… Con la experiencia y la sabiduría que dan los años, tenemos más contactos y más capacidad para dirigir. Además, los jóvenes siempre buscan otra oportunidad; nosotros, en cambio, somos más leales a la empresa. ¿Acaso merecemos la exclusión laboral?
— Bravo. ¡Cuánta razón tienes! –Emilio lo elogió–. Te ha faltado decir que los mayores a menudo son las únicas fuentes de ingresos en sus hogares.

Una vez destripado el Espíritu del Presente, el párroco continuó con las líneas fundamentales del Manifiesto Comunista. «El verdadero objetivo de estas luchas no es conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y consolidando la unión obrera. El predominio de la clase burguesa no puede existir sin el trabajo asalariado. Pueden los comunistas resumir su pensamiento en esa frase: abolición de la propiedad privada. Esa forma de propiedad que se nutre de la explotación del trabajo asalariado, y que sólo puede crecer y multiplicarse, a condición de engendrar nuevo trabajo asalariado, para hacerlo también objeto de su explotación. Sólo aspiramos, a destruir el carácter ignominioso de la explotación burguesa, en la que el obrero sólo vive para multiplicar el capital. Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada, ¡cómo si en el seno de la sociedad actual, la propiedad privada no estuviese ya abolida, para nueve décimas partes de la población! El comunismo lo único que no admite, es que, por estos medios, alguien se apodere del trabajo ajeno.

Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. Puesto que el proletariado, debe conquistar primero el poder político, antes de elevarse hasta constituir la primera clase nacional, constituyéndose a sí mismo como nación.»


Vagando por la ciudad levantina, se tropezaron con José, un antiguo vecino tocapelotas. Siempre aparecía en el peor momento. Cuando quisieron deshacerse de un niño secuestrado o cuando iban a la parada del autobús con premura por no perderlo. Estaba sentado en la terraza de un bar bebiendo una caña. Había llegado el turno para el Espíritu del Futuro.
— ¡Ey! ¿Qué tal vais, mosqueteros? Ya veo que habéis cambiado a Antonio por este muchacho –señaló José a Carlos.
— ¿Antonio? ¿Quién es ese? –preguntó Francisco intentando recordar de quién se trataba–.
—  ¡Id a una clínica de desintoxicación! O tenéis menos cerebro que una barbie, o os metéis de todo.
— No le hagáis caso. La clínica donde trabaja su hija estará en números rojos y quiere hacer publicidad a toda costa –sospechó el párroco–.
— De mi hija no pienso hablar –a José le cambió el rostro rápidamente–. Pero estoy jodido. Mi hija lleva ya varios meses en el paro, y eso que tiene sus estudios universitarios, que realizó cientos de cursos para estar lo más cualificada posible y habla tres idiomas extranjeros, inglés, alemán y árabe.
— ¡Claro! ¿A qué estudió en los centros públicos? Un buen padre debe procurar que su hija reciba una buena educación, o sea, privada –terció Carlos–. Pero, tú preferiste ahorrarte tu mísero dinero para gastarlo luego en cañas, tabaco y corridas de toros. 
— ¡Joputa, te arrancaría la cabeza, si no fuera porque no tengo fuerzas ni para levantarme! –le insultó José–. Y ahora la pobre se me va a Alemania, que allí, por lo menos, ganará un sueldo digno y podrá dedicarse a lo que le gusta.
— ¿Gastarbeiter en el presente? ¡¿Esto qué es?! ¿1960 o 2014? Emilio y Francisco, os habéis confundido. Esto no es el Espíritu del Futuro, sino el Espíritu del Pasado.
— No, es triste pero es así –replicó don Francisco–. Los jóvenes están huyendo en oleadas porque en España no se les valora, nadie los contrata y, cuando lo hacen, es para un empleo que exige una cualificación muy inferior a las suyas. Así la inversión en su educación, que sale de los bolsillos de todos los españoles, se la pierde España, mientras que Alemania, Francia y otros países disfrutan de tanto talento, sin haber invertido ni un duro.
— Y lo peor es que allí acaban echando raíces, esposos e hijos. Y luego no regresan a su país, salvo en Navidades o en vacaciones. Ni eso. No es fácil volver a tu tierra, cuando te ha despreciado durante tantos años.

El aburguesado de Carlos, paulatinamente, estaba tornándose en un burgués en declive. Fue concienciándose de cuánto luchó el proletariado. Por adaptar sus horarios hacia la racionalidad, o por establecer los sindicatos sin tener que taparse con el velo de la clandestinidad. Y, también, advirtió que todas las batallas pretéritas estaban cayendo en picado por culpa de una mala gestión y por vivir en un mundo donde el respeto y la dignidad siempre acaban relegadas al banquillo, mientras las ambiciones sudan la camiseta en el campo. Para ninguno de los tres el comunismo era la solución a la crisis socioeconómica, pero el conocimiento del Manifiesto Comunista y de las ideas marxistas era necesario para advertir la deshumanización del mundo, que la libertad es rehén de un capitalismo egoísta y caótico o cómo se siente un obrero cuando lo tratan como una mercancía más. Pero el golpe definitivo llegó con el Espíritu del Pasado y una foto en la que Carlos aparecía de niño. Emilio la había recogido del suelo, cuando a una clienta se le cayó.


«Hace tres años descubrí que mis padres me adoptaron, pero se negaron a desvelarme quién me parió –abrió su corazón Carlos–. Yo a mis padres adoptivos los quiero, o, más bien, los quería con locura, hasta que descubrí lo de mi adopción. Desde entonces, me siento perdido, como un nenúfar que, al no estar enraizado, flota por las aguas sin origen y sin rumbo definido». Fue entonces cuando Emilio, tras investigar por su cuesta, le soltó cinco palabras, que le sentaron peor que sentir cómo una bomba de relojería explota a su lado. «Carlos, tu madre es obrera». De repente, el adoptado articuló un pequeño discurso que hacía presentir que, pese a los esfuerzos de sus compañeros de piso, volvía a ser tan aburguesado y clasista como siempre, a pesar de su modesta cuna biológica. «¡Rectifica, proletario! ¡No me digas que mi madre verdadera era una proletaria, una de esas señoras que matan el tedio y la soledad rebozando bechamel y carne de pollo congelada en pan rallado y huevos, o limpiando ella misma su casa, mientras escucha en un radiocasete TDK las canciones de Pimpinela. Venga, necesito sangre burguesa. Llevadme al hospital que me hagan una transfusión y me saquen esta sangre proletaria de mi alma aburguesada». La idiotez de los clasistas no tiene remedio.

NOTA: El texto escrito en azul pertenece al Manifiesto Comunista.

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miércoles, 23 de abril de 2014


CAPÍTULO 8. A SOLAS CON EL SILENCIO
El curso del tiempo trascurría a la inversa en aquel domicilio. El almanaque volvía a recuperar las viejas hojas arrancadas. Marzo, febrero, enero... Las manecillas del reloj parecían haber trastocado su giro. De las doce a las once, de las once a las diez... Es probable que, incluso, el aparato hubiera cesado su actividad. El invierno, un mes después de despedirse entre los rayos de un sol fulgurante, había regresado a la casa cural. A primera vista, el motivo resultaba, cuando menos, nimio, pero tuvo la suficiente consistencia para helar los vasos sanguíneos de Francisco y convertir las bombillas, que colgaban del techo, en estalactitas, y las sillas, en estalagmitas. La soledad se estaba apoderando de su vivienda y no cejaba en su empeño por embadurnar las paredes, las escaleras y los electrodomésticos de frialdad. Un esquimal en un iglú. Eso es lo que era.

Concluida la jornada laboral en el instituto privado católico, de las más turbulentas que había vivido, había llegado a casa hacía dos horas. «Y ahora qué», se preguntó. Desde que conoció a Emilio y a Antonio, un señor casi septuagenario, al que había expulsado de su memoria con la mente fría, más fría aún que su casa en este momento, se había habituado a dar dos vueltas de llave y, nada más abrir la puerta, encontrar a alguien. Al que confesar sus cavilaciones o sus metas a corto plazo, o, con quien asesinar el silencio y el aislamiento. De hecho, eso lo había arrastrado a compartir su casa no ha mucho tiempo. Mas, ahora Emilio trabajaba y, en sus horas libres, prefería consumirlas en compañía de Débora. Alimentando un amor aún en pañales, pero que en sus primeros balbuceos se avistaba fructífero y prolongado. Carlos, por su parte, se pasaba desde el amanecer hasta el crepúsculo sabe Dios dónde. Conocer los vericuetos de su psique resultaba una tarea harto compleja. Solo apta para psicólogos con una experiencia y una paciencia dilatadas. Algo de lo que el sacerdote carecía. Estaba solo y, peor aun, se sentía solo. La brújula de soledad volvía a guiarlo. Aunque, más que guiarlo, lo desorientaba.

Descolocado, confuso y ridículo. Pese a todo. Pese a haber decidido casi treinta años atrás dirigir su existencia hacia la paz espiritual, hacia la eternidad silenciosa y la carencia de anécdotas agitadas, que impulsaran los latidos de un corazón condenado al reposo, a lo previsible y a los lastres de los votos religiosos. Disfrazarse emocionalmente es sencillo o, como mínimo, cómodo; desnudar las emociones y el alma, no tanto. Con todo, es el método más solvente para no terminar atrapado en un traje cada vez más ceñido, que acaba ahogando a la persona con la crueldad y la técnica de una boa constrictora.

 

¿Y sus otras amistades? ¿Y Dios? A lo largo de sus cincuenta y tres primaveras invernales, había hecho buenas migas. Los estudios de bachiller, el seminario y los cursos prematrimoniales fueron ricas canteras para la amistad en un cuerpo con escuetos sobresaltos. Disfrutaba engrosando la lista de vivencias con aquellas gentes, mas jamás le inspiraron la confianza suficiente como para desahogarse con ellos. En resumidas cuentas, la amistad se había convertido para él en una cuestión de fe, más ardua que la de creer en un ser superior. Si bien alguna vez sobreseyó tal cautela, los esfuerzos fueron en vano. Se trataba de esos vínculos forjados a la sombra de unas coordenadas temporales y espaciales peculiares que, tras acabar, se deshacen raudamente. Como las olas que devastan los castillos de arena erguidos en la orilla del mar. Con la rabia enroscada y la bruma del mar, asumía que, sin grandes estragos, la transitoriedad de esas amistades vencía la de las cámaras fotográficas de usar y tirar.

El silencio en la soledad es ruidoso. Abrir el grifo de la ducha venía a ser igual de atronador como pegar la oreja a las cataratas del Niagara; morder una rebanada de pan, como un terremoto devastador; respirar profundamente, como los resoplos de un dragón furioso; o, incluso, partir el queso curado venía a ser mucho más estruendoso que una matanza en primera fila. Francisco no sabía cómo reaccionar ante tanto ruido cotidiano que, rodeado de silencio, se erigía en la mejor banda sonora de un thriller psicológico. Para acuchillar y amordazar la soledad, recurría a los espejos. El cuarto de baño fue una suerte de búnker para él. Allí dentro se sentía acompañado al verse reflejado en el espejo y en la mampara de la ducha. Cuando la soledad es tan extrema, uno comienza a engañarse, o a querer ser engañado. Sabía que no había más vida humana que la suya en el aseo, pero, a pesar de todo, seguía considerando su reflejo el mejor paliativo de esa soledad troyana.

La escasez de compañía contrastaba con la abundancia de vivencias pretéritas. Esta vez no necesitó remontarse a los tiempos en los que batallaba contra el acné incipiente ni tampoco a la época en que devorar  helados de chocolate, jugar al escondite al salir de la escuela o dar los sacramentos a los muñecos de su hermana le suponían un deleitoso placer al cual no renunciaba por nada en el mundo. Esta vez retrocedería no más de diez horas. Once a lo sumo. 9.20 a.m. En el aula, rodeado de adolescentes y acompañado por Adriana, una filóloga hispánica a la que conoció hace diecisiete años en la parroquia. Ella, con su vestido blanco de comunión y él, presidiendo una ceremonia, cuyos asistentes se esmeraban más en lucir sus ropas suntuosas y suplicar que la fotogenia los acompañara en las fotos que en los valores religiosos del sacramento. Adriana desprendía magnetismo por todos los poros de su piel. Así que la requirió para que le fuera más llevadero explicar las complejas nociones de las ciencias naturales y, particularmente, las anquilosadas líneas del libro de religión católica. «El uso de anticonceptivos es propio de asesinos; no podemos impedir a Dios la creación de vida humana», leía el sacerdote con repugnancia. Next. «La fecundación in vitro y cualquier otro sistema de reproducción no natural es pecado, puesto que solo el Señor puede interceder en la concepción del bebé». Next. Por poco no arranca las hojas de ese cúmulo de disparates encuadernados. «En cuanto que las relaciones homosexuales no tienen como fin la creación de un nuevo ser, el cristianismo rechaza tales actos reprobables, a menos que el individuo en cuestión viva en castidad y se reprima». Next. «El dinero no da la felicidad, hay que despojarse de lo material, por eso el buen cristiano ha de pagar más de lo que la voluntad de cada ceremonia exige». Next. «La prostitución es un oficio deleznable, que mancilla el honor de la mujer y que conlleva acabar en el infierno». NextNextNext.


Si en un principio Adriana iba a exponer el embrollo de las oraciones subordinadas sustantiva y la maraña de conceptos de la literatura áurea, finalmente sus palabras se encaminaron hacia la prostitución. Hecho que don Francisco acabó celebrando, pues conseguiría que Helena no le acusara injustamente de violación.
— Oye –interrumpió Helena–, ¿y siendo filóloga sobrevives?
— Últimamente los jóvenes vemos nuestro futuro peor que una pitonisa. Nada más hay que ver las cifras del paro. Pero no, si no fuera por otro trabajo, me veríais más raquítica que el esqueleto del final de la clase –Adriano lo señaló con el índice.
— ¿A qué te dedicas entonces? ¿Clases particulares? –preguntó El Balas, mientras se volvía a peinar los dedos su cabellera engominada.
— No seáis impertinentes –terció el párroco–; dejad a Adriana que continúe con sus atributos.
— ¿Es que nos ibas a enseñar tus atributos, Adri? –preguntó excitado un muchacho engreído y malcriado– ¿A qué te dedicas? Venga dínoslo.
— Claro, los atributos, los predicativos y los verbos copulativos. Y, bueno, no pensaba contarlo... Soy cortesana.
— ¿Cortesana? –indagó Helena–. ¿Y qué haces en la corte? ¿Das clases de lengua?
— Si quieres llamarlo así... Parecéis espabilados, es imposible que no sepáis que hace una cortesana, o una ramera.
— ¿Ramera o cortesana? ¡Me estáis liando! –gritó enfurecido El Balas–, a mí me gusta liarme con las tías, no que ellas me líen.
— Y a mí también –apoyó a su compañero una chica con la testosterona por las nubes y la feminidad por los suelos.
— ¡Ya está bien! Soy meretriz, ramera, cortesana, hetera, prostituta, zorra, furcia, buscona, perdida, chica de vida alegre, de moral laxa... –suspiró aliviada Adriana.
— ¡Virgen del amor hermoso! ¿Y cómo te da tiempo a ser tantas cosas a la vez? Yo soy estudiante, peluquera y estudiante y voy con la soga al cuello –la admiró una muchacha de gafas negras.
— Fan de póster para toda la vida, tía –masculló El Balas, mientras se echaba desodorante en espray en la boca y en los genitales.
— ¡No me lo puedo creer! –se sobresaltó el cura–. Bueno, te aceptamos como eres; la prostitución es un oficio digno. Eso sí, que no se enteren ni el director ni los frailes, que si no me capan –habló bajito, como cometiendo un delito grave–. ¿Te importaría contarnos cómo acabaste prostituyéndote?
— Gracias, padre. Os contaré. Mi familia no me podía costear los estudios y jamás recibí una beca del ministerio. En tanto que trabajaba en una hamburguesería, no tuve ningún problema. Hasta que el payaso de mi jefe me despidió con una gran sonrisa, pero con una puñalada igual de grande –enfatizó el giro con cierto dramatismo–. Un día me propusieron prostituirme y pensé: «Sí, adelante. Total, en la universidad ya te prostituías por un puto aprobado». Las facultades son los mayores prostíbulos en los que he estado; todos callan como putas, aunque te manden un montón de deberes a las siete de la tarde, aunque cambien la programación de la asignatura a su antojo, aunque te coaccionen para cualquier fin o aunque el jefe de departamento, el decano o, incluso, el rector te vapuleen, allí la dignidad no es que se venda a precio de saldo, es que no vale nada. Callar y tragar son las dos reglas básicas si te quieres licenciar.
— ¿Y cuánto cobras por el servicio? –preguntó El Balas.
— No mucho. Soy barata, pero libre, algo que jamás me permitió la Universidad –le guiñó el ojo.
— Oye, puta, zorra, lagarta, sabandija, puta, zorra, y no te digo más insultos por educación, deja en paz a mi novio, que El Balas es mío.

Al final cuando todos los alumnos se marcharon al recreo. Don Francisco le pidió un favor a Adriana. ¿Cuál? Chantajear a Helena. Si ella no retiraba su acusación, la filóloga prostituta se acostaría con El Balas. Gratis. Así lo hicieron y, en resumidas cuentas, la estrategia funcionó. E, incluso, la alumna malhablada se arrepintió por sus diabólicas intenciones, no sin antes confirmar que Adriana guardaría distancia con su novio.

Después de haber repasado los recuerdos más recientes y de haber escuchado un silencio ensordecedor y terrible a lo largo de horas eternas, sus dos compañeros regresaron. Sus compañeros más una chica treintañera con una melopea del quince. Venía de la mano de Carlos, que cada noche traía a otra mujer que pasaba tan rápido por su cama como acababa saliendo de su mente. Emilio accedió a la vivienda solo, pero portando algo que instauraría las tinieblas en aquella vivienda con más luces encendidas que las de los hilos de lamparitas que recorren las plazas en las verbenas de los pueblos. Se trataba de una foto. A una clienta del bar de Joaõ se le había caído y, cuando la encontró en el suelo, descubrió que en ella aparecía Carlos de niño. Era exactamente igual a una que halló en el guardarropa de este, mientras rebuscaba en los cajones. Si hace unas horas era Francisco al que se le detenía el reloj, más tarde sería Carlos la víctima de un tiempo congelado por culpa de un sobresalto difícil de eludir.

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lunes, 21 de abril de 2014


CAPÍTULO 7. MOVISTORM
A veces una simple pregunta es capaz de desatar una conversación compleja, extravagante y legendaria. Lunes 21 de abril. Pasadas las diez y media de la noche y aburridos con la parrilla anodina de los canales de televisión, sacaron a relucir los trapos sucios. Los ronquidos de Francisco, la escasa colaboración de Carlos y las visitas, cada vez más frecuentes, de Débora, la amiga íntima de Emilio, sazonaban la discusión. Una discusión que surgía, sobre todo, de la necesidad de henchir de sonidos el silencio y de batallar contra el sueño con el escudo de las palabras. En realidad, entre el camarero y el cirujano plástico no había grandes diferencias. El primero traía a casa a la misma chica; el segundo, cada noche a una distinta. Carlos sacó del bolsillo de su camisa una tarjeta naranja. Reglamento del buen compañero de piso (5/26). Se la mostró al cuarentón enamorado.

— ¿No traer demasiados ligues a casa? ¡Yo solo he traído aquí a Débora, y dos veces! Y tú, desde que llegaste, no has parado de traer mujeres. De hecho, esto parece el vestuario femenino de la Pasarela Cibeles –exclamó Emilio.
— El artículo 24 es muy claro. Yo soy un imán para las mujeres y tengo una mirada seductora, así que no hay demasiados ligues para mí. Todas las tías son pocas –se vanaglorió-. En cambio, para ti, sería demasiado con que trajeras a casa una mujer, qué digo, a ti te corresponde, según el artículo, traer una brazo de mujer, o, quizás, menos, una pestaña.
— Pues con Débora me va muy bien.
— Hasta que te confiese que es coprófila, psicópata o pobre.

La conversación continuó por otros derroteros, no menos, tortuosos. La escabrosa jornada laboral de Emilio o la xenofobia del cirujano plástico. Pero fue Emilio quien decidió abrirse y mostrar una versión de sí más cálida que de costumbre. Insólito, pero cierto. Últimamente, estaba preocupado y tenso. Las ojeras, que rodeaban sus ojos pequeños, evidenciaban que dormir era para él un deseo, una quimera con discutible proyección en la realidad. A lo largo de su vida, no tuvo reparo en mostrarse tal como era. Salvo en la adolescencia más temprana. A sus cincuenta y tres otoños seguía siendo una persona reservada, prudente y segura de sí misma. Empero, ahora se encontraba en una disyuntiva. «Esta mañana en clase, una alumna me ha chantajeado… Y no sé qué hacer… Le he suspendido la recuperación de Biología y geología y me ha amenazado. Dice que como no la apruebe, que me denunciará por acoso sexual…», dijo don Francisco reprimiendo las lágrimas, que querían precipitarse por su tez pálida y fría. Cinco minutos invirtieron ellos en buscar una solución en ese pajar de incertidumbre. En buscar la salida en una oscura habitación, cuyo arquitecto olvidó colocar una puerta y los albañiles, como un rebaño, siguieron sus pasos por inercia y dejadez. De pronto. Cambiando totalmente de tema. Preguntó Carlos si tenían en casa ADSL. La ADSL. Sí, ella vertebró una charla sobre los operadores móviles, que llevó al sacerdote a relatar una amarga experiencia suya.


«¡Ay! Estudié ya Teología y, por desgracia, Filosofía, en una profundidad extrema y con enconado esfuerzo. Hace seis años me veía, pobre loco, sin saber más que al principio. Ejercía de sacerdote y ya me sentía hastiado de arrastrar a mis discípulos, a mis parroquianos, de arriba abajo, en dirección recta o curva. Deseaba más, quería más. Y eso consumía mi corazón. Dejé de temer al infierno o al demonio. Las bibliotecas y los libros sagrados dejaron de saciarme. Yo necesitaba más información, mayor conocimiento y acercarme a mis feligreses. Un día iba por la calle de camino a la biblioteca municipal. Acompañando mis pasos y mi sentir afligidos con lingotazos de güisqui. La ciudad, un desierto en el estío, ardía en pleno agosto. Presentí que alguien o algo me seguían. Giré la cabeza. Era un caniche. Intenté esquivarlo con la pierna, pero su terquedad destruyó el miedo como jamás lo había visto. Volví a girar la cabeza. Ya no estaba. Nada había. Proseguí mi camino. ¡Zas! Frente a mí, había un trabajador con un suéter de polo con una insignia ciertamente llamativa. Parecía una M verde, sobre un fondo grisáceo de tormenta. La M no era una simple letra, sino un símbolo que ocultaba la forma de un tridente demoníaco. 


— Señor, únase a Movistorm y llévese un móvil de última generación. Pásese por la tienda y mi compañera se lo explica –dijo el hombre, con una sonrisa maliciosa y señalando que la tienda estaba tras el párroco-.
— Gracias, justamente estaba pensando pasar del teléfono fijo a la telefonía móvil –comenté mientras me giraba mirando el escaparate del establecimiento.

Para mi sorpresa, él ya se había ido. Entré. Una chica baja, con gafas negras, una sonrisa fingida y con unas ansias por vender a toda costa me atendió. Gracias a la tarjetita que colgaba de su cuello, descubrí que se llamaba Me… ¡Mefistófeles!»

«¡Venga ya, tío! Eso te lo estás inventado. ¿Cómo se iba a llamar así? Solo podría recibir ese nombre si fuera negra», le interrumpió Carlos sacando a relucir su racismo y altivez.

«Cállate, esta es mi historia. Mefistófeles me enseñó diversas tarimuertes, porque eso, de tarifas, tenía poco. Muchos móviles, bastantes horas de llamadas gratis con mi tarjeta prepago. Sopesé las ventajas. Cuando me decidí por el Nokia N9, me informa de que ese modelo solo estaba disponible para clientes de contrato. De repente, la boca de ella se le empezó a hacer agua. Aprovechó, incluso, para mirar a otros rincones de aquel Hades encubierto y disparar una mirada triunfal con disimulo. Los carteles publicitarios de gente disfrutando de una vida plena se convirtieron, ante mis ojos, en cuatro papeles, donde el fuego infernal, las llamaradas increíbles y terroríficas, el anticristo, el diablo y una profesora de latín que tuve aparecían representados. Yo me negué, no quería firmar el contrato y acabar sometido y maniatado a la tiranía de un operador móvil. Así que me lo pensé. Pero ella, inagotable e hidrópica de dinero, de pactos de sangre y de ser proclamada discípula del mes de Belcebú, insistió e incluso llegó a proponerme esto: “Por ser tú, si un día te cansas de nosotros, te vas a Dañofone u otro operador y le dices que quieres cambiar el número de tu tarjeta a otra compañía y se acabó. Pero, ya verás cómo no vas a tener un problema con nosotros. Te doy mi palabra”. ¿De qué me conocía esa zorra atea?, pensé. Iba de amiga del alma, que con palabrería barata y unas manzanas bien puestas se creen capaces de engatusar a diestro y siniestro. La tenía calada. Conozco demasiadas beatas y ya estoy curtido en sus tejemanejes. Me resistí.

No obstante, fui incapaz de rechazar otra oferta. 12 megas de Internet con una velocidad de descarga fabulosa, llamadas gratuitas los fines de semana y, para más inri, llamadas desde el teléfono fijo gratis. ¡Fausto se hubiera muerto por firmar un contrato así! La red me ofrecía la posibilidad de acceder a muchas fuentes bibliográficas y estar conectado las veinticuatro horas con los feligreses. Margarita. Así se llamaba la oferta de telefonía. Sin embargo, no fue esta dependienta con la que firmé el contrato, sino otra muchacha, llamada Marta. Esta, por alguna razón, me recordaba a Mefisto de la película Faust – eine deutsche Vokssage, dirigida por Wilhelm Murnau. Me pidió una cantidad ingente de datos. Y, por último, el golpe maestro. Firmé con tinta roja varios papeles. Con las prisas leí por encima las cláusulas. Recuerdo, incluso, que pasando una de las páginas me corté. La sangre purpúrea brotaba de mi dedo.
 
Desde entonces, mi vida se convirtió en un infierno. O, mejor, estaba en el Infierno. Me pasaba días y noches consultando páginas religiosas y alimentando mi hambre de conocimiento. Sin embargo, a los trece días, la conexión se tornó débil y no podía ni siquiera conectarme. Y, encima, en la primera factura me metieron un hachazo de los grandes. Intenté cancelar el pacto diabólico, pero, por culpa de la cláusula de permanencia, me lo prohibieron. Me puse en contacto con otros clientes. Y gracias al testimonio de varias amigas, Escasez, Deuda, Inquietud y Miseria, descubrí que Movistorm era mucho más rastrera de lo que a simple vista pensaba. Las dos primeras, queriendo dar de baja sus contratos, tuvieron que jugar al gato y ratón. Hablaban con una teleoperadora que las remitían a otra, y esta a otra. ¿Cómo era posible que para darse de alta hubiera que hacerlo desde la propia tienda y para darse de baja solamente por teléfono? Picaresca, tiranía y saqueo, o sea, Movistorm».

Carlos y Emilio ya estaban cansándose de escuchar esa historia que parecía infinita. A decir verdad, todo esto no les parecía una novedad, pues ellos consideraban a cada operador móvil una ratonera o una trampa mortal para los clientes, y el paraíso para los ladrones. Bostezaban, daban cabezadas.


«Está bien. Voy acabando. Con el contrato del demonio, no tenía libertad de movimientos. Las organizaciones de consumidores me desanimaron con un « contra los gigantes no se puede batallar». Incluso teniendo motivos. Yo los tenía. Os cuento. Había descubierto que los 12 megas prometidos se redujeron por arte de birlibirloque a 3 megas justitos. Así que la salvación de mi alma tuvo que esperar hasta que la cláusula de permanencia expirara. Desde aquel día, decidí no volver a caer en las garras de Movistorm, ni Dañofone, ni ninguna empresa tirana. Y, amigos, es por esto por lo que no tengo ADSL en casa. Así la huella de mis días no se diluirá en los eones. En el presentimiento de este inmenso gozo, disfruto, ahora, del instante supremo».

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