sábado, 29 de marzo de 2014



CAPÍTULO 8. CON M DE MISTERIO, DE MENTIRA Y DE MUERTE      12 marzo 10:00-14:00
Con D de dolor y de decepción. Con S de sorpresa y de silencio. Con M de misterio, de mentira y de muerte. A Emilio se le cayó el alma al suelo. Quedó hecha añicos. Ahora no eran más que pedazos de una amistad destruida, imposible de restaurar. La comisaria Rodríguez entró a la casa cural y descubrió que el plan había dado sus frutos. A pesar de esta situación tan primaveral, lo cierto es que los sentimientos de los dos amigos inocentes se aferraron en el invierno eterno. La decepción abismal de Emilio tenía nombre propio. Antonio. Con A de asesino y de Antonio, así era el gran desengaño. ¿Cómo el jubilado fue capaz de cometer tal crimen? Siempre fue el más sensato de todos. O eso parecía. Pero los hechos no daban coartada a la duda. La cocina del sacerdote recibió a una afluencia inmensa de policías. Ante los ojos incrédulos de Francisco, la comisaría se había traslado hasta su hogar, concretamente, a los nueve metros cuadrados de la habitación, equipada de muebles y electrodomésticos. Finalmente, optaron por desplazarse hasta el comedor. Allí el inspector Gómez explicó cómo descubrió al asesino.

«Antonio quería matar a Isidoro. Tal vez, porque no podía soportar ver cómo su exmujer estaba con otros sin remordimiento, después de más de treinta años de matrimonio. La víctima cada domingo asistía a misa y participaba en la celebración leyendo un fragmento de la Biblia. El acusado lo sabía, así que no dudó en envenenarlo. Diluyó la estricnina en agua e impregnó las páginas que le correspondía leer. ¿Cómo iba a morir de ese modo?, os preguntaréis. Amigos, la respuesta es bien simple. Isidoro Vidal tenía por costumbre pasar las hojas mojándose los dedos de saliva. Por tanto, él mismo  provocó su propia muerte. Sólo necesitó llevarse el dedo a la boca, pasar una hoja y volvérselo a llevar. Las cinco páginas que leyó contenían veneno. Luego, delegó a una persona, aún desconocida, que disparara en dirección al rosetón de la iglesia. El propósito era despistar y, mientras que todos huirían despavoridos, él se quedaría dentro para trasladar el cuerpo hasta el dormitorio del párroco. Hubo un imprevisto: nadie salió. Con todo, algún niño travieso encendió un petardo en medio de la homilía. Así que, pensando que se trataba de un atentado terrorista, la concurrencia evacuó el edificio. Para su fortuna y desgracia nuestra, el plan continuó.»

«Antonio Martínez siempre cuidó los detalles. Estaba dispuesto a todo con tal de salir indemne. E, incluso, a traicionar a sus amigos. Por eso, escondió el cadáver en el cuarto de Francisco; incriminó a Emilio; y para más inri, guardó el pañuelo rojo en el bolso de Pilar, su exmujer. No obstante, dejó cabos sueltos. Sí, Antonio –el inspector lo señaló con el dedo-, cometiste un gran error. Un pequeño detalle se convirtió en su gran error. ¿Queréis saber cuál? El jersey de lana blanco. Sí, el jersey que llevó puesto desde el día del crimen hasta hace unas cuantas horas. Ayer al echar el azúcar, le tembló la mano y vertió algunos gránulos por el suelo. No fue la única vez. Unas horas antes de la misa, al sacar del botecito donde guardaba el veneno, algunos gránulos de estricnina cayeron al suelo de la sacristía y a su pulóver. Por esta razón, el gato apareció muerto, tras ingerir la ponzoña. Algo similar le sucedió al pobre gorrión que entró por la ventana de la cocina. Como llevó esa prenda puesta, acabó contaminando el aire con una proporción mínima, pero suficiente como para que el pobre pájaro estuviera alicaído. En cuanto al polígrafo, la prueba fue un absoluto fracaso. El señor Martínez logró engañar a la máquina. Salvo una vez, cuando le preguntamos si había envenenado a Isidoro. Dijo la verdad, pues quien se llevó los dedos a la boca con el veneno fue la víctima, sin ser consciente de ello. O sea, no lo forzó en ningún momento.»

Todos los allí presentes se quedaron boquiabiertos ante el talento del inspector. No obstante, quedaba una cuestión en el aire. ¿Quién disparó la bala? Los restos de pintalabios color bermellón resultaron decisivos. Esposado Antonio y de camino al coche de policía, apareció Laura y Pilar, es decir, la hija y exmujer de éste. Pese a todas las discusiones, los enfados, los malentendidos y las palabras insidiosas, no podían renunciar a despedirse de él. Pasaría una larga estancia en la cárcel, sometido a la no oficial, sino oficiosa ley taleguera.
— ¡Laura, hija mía! ¿Qué haces aquí? –Antonio se sorprendió.
— Padre, ¿¡pero qué has hecho!? –contestó su hija.
— Acabar con ese hijo de perra. Se lo merecía por estar con la puta de tu madre.
— Y, ¿por qué no mataste al cura?, si también tuve una cita con él –replicó Pilar.
— Porque él es mi amigo, aunque intenté que lo culparan escondiendo el cadáver en su habitación. ¡Qué se joda! Estoy harto de todos.
— Antonio, otra pregunta. ¿Quién disparó desde fuera? –interrumpió el inspector.
— Eso jamás. Ese secreto me acompañará a la tumba.

En realidad su secreto fue de todo, menos fiel. Laura había participado en el envenenamiento. Odiaba al nuevo novio de su madre y, cuando el odio aparece, el dolor, la crueldad y la muerte también desfilan por la pasarela de la vida. El indicio que llevó a tal conclusión fue el color del pintalabios con que acicaló sus labios. El mismo que la policía encontró en la bala. Sin lugar a dudas, esto explicaba el porqué del silencio del jubilado.

A partir de ahora, Francisco y Emilio vivirían solos, pero para nada mal acompañados. Quizás les pidieran cuentas por haber secuestrado a un recién nacido del hospital o por vivir juntos en la casa cural. Con todo, las cosas de palacio y los papeles de la burocracia no se caracterizan precisamente por la rapidez. De momento, sus corazones albergaban dos sentimientos contradictorios. Por un lado, decepción por descubrir que su compañero casi septuagenario era un lobo en la piel de un amigo fiel, como lo es cada oveja a su pastor. Por otro, felicidad, ya que se iba a hacer justicia. En cambio, Antonio tendría que atravesar los momentos más duros de su vida con su señera amiga. Se llamaba Soledad y era la única que a lo largo de sus sesenta y siete años le había sido fiel. Con una S de silencio, de soledad y de sentir, se cerraba una etapa en la historia de su vida e inauguraba otra. Tal vez la última. Una vida que le haría sentir mucho más villano y que lo colmaría de misterios despreciables. Nada suculentos a la hora de descifrar. En ese allí y en ese ahora no había otra salida que despedir el pasado. Con una F no de futuro, ni de felicidad, ni de fácil, sino de funesto y de final.

viernes, 28 de marzo de 2014


CAPÍTULO 7. CALLAR O MORIR          12 marzo 9:00-10:00
Callar o morir. Tarde o temprano el misterio tenía que resolverse. Los datos, las pistas y las sospechas se estaban acumulando en una pila colosal. La policía llevaba casi tres días de interrogatorios que parecían no llevar a ningún sitio, y la resolución del caso parecía cada vez más remota. No obstante, lo imposible es sólo un pretexto que los vagos se inventaron para tirar la toalla sin remordimiento alguno. En esta ocasión, lo imposible cambió a posible y, luego, a logro, cuando el inspector Gómez ató cabos y descubrió la verdad, camuflada entre una dialéctica eficaz y una falta de pruebas. Se presentó en la casa cural con un par de agentes. Temprano. Ni siquiera eran las nueve de la mañana. Emilio abrió. «Emilio Molina, venimos para poner fin a esta historia. Ya sabemos quién es el asesino. Es uno de vosotros tres», dijo. Los otros dos aún no se habían levantado. Antonio, con los ojos entreabiertos, daba vueltas por la cama, mientras planificaba actividades que, nada más poner los pies en el suelo, rehusaría. Tampoco Francisco estaba dispuesto a rehusar a varios minutos de descanso. Sonaba el despertador y lo atrasaba cinco minutos. Volvía a sonar el despertar y volvía a atrasarlo.  Con todo, la voz inquisitorial del policía demolió su somnolencia.

Y no fue el único que iba a ver sus sueños masacrados. En efecto, para los tres hombres el calvario acababa de comenzar. En la cocina, mientras el inspector les preparaba sendos cafés, ellos esperaban sentados. Una vez servidos, tomó asiento junto a ellos y comenzó a hablar.
— Uno de vosotros envenenó a don Isidoro con estricnina el pasado domingo a las doce menos cuarto de la mañana.
— ¿Nosotros? ¡Venga ya! ¡No tiene pruebas! –interrumpió Antonio.
— Pero, ¿cómo vamos a hacer nosotros algo así? Yo soy sacerdote y los conozco como si los hubiera parido. Jamás matarían a nadie –terció Francisco.
— Padre, no mienta. ¿Acaso Emilio no robó al nieto de su amigo en el hospital hace tres meses? ¿Acaso usted no le ayudó? ¿Acaso Antonio no tuvo problemas con las drogas?
— Si lo hice, fue porque entré en un estado de locura. No era yo. Psicológicamente no estaba bien.
— Ignoraré sus palabras –continuó el señor Gómez-. Empecemos pues. Al comenzar a investigar el caso, nos pareció muy raro que el crimen se produjera en un lugar tan concurrido y que el cadáver se encontrara en el dormitorio del párroco. Primero pensamos en Francisco, pero nos parecía absurdo que él mismo se colocara en el centro de todas las miradas.
— ¿Me está culpando a mí? –preguntó ofendido Emilio.
— No adelantemos acontecimientos –respondió el policía-. Como iba diciendo, Francisco parecía inocente desde el principio, porque según las cámaras, él también salió de la iglesia tras los petardos que alguien encendió. Por tanto, cuando él entró, el cuerpo ya había sido trasladado a esta casa.
— Perdone, señor, pero esto no tiene ni pies ni cabeza –interrumpió Antonio.
— Calle, ¡qué prisas por revelar el nombre del asesino! El truco del árabe, que accedía a la parroquia, pero que nunca escapó tras la evacuación del edificio, fue pésimo. Todo apuntaba a que usted estaba implicado –indicó el inspector al solterón-. Su guardarropa estaba repleto de ropa roja; negó poseer un pañuelo rojo, y, para más inri, apareció ese pañuelo en el bolso de Pilar. No sabíamos exactamente quién, pero uno de ustedes, queriendo incriminarla, escondió la prenda en su bolso.
— Inspector, permítame un consejo. No lea tanto a Agatha Christie. Se volverá loco. Ve asesinatos donde nos los hay –gritó enfurecido Francisco.
— Haberlos, haylos. Callad y escuchadme. ¿Y el gorrión, que entró a la cocina? Templaba y no podía volar. Pero la prueba más evidente fue el gato, que encontramos muerto en la sacristía. ¿Por qué había estricnina a su alrededor?
— Inspector, disculpe, el café se va a enfriar. Me tengo que levantar por el azúcar– Antonio hizo amago de ello-. Siga con sus despropósitos.
— Usted no se va a mover de aquí –lo agarró del brazo el policía-. Aquí tenéis azúcar –sacó un bote pequeño del bolsillo de su gabardina-.

Callar o morir. Esa es la artimaña que había ideado la comisaria Rodríguez y el inspector para que el asesino confesara todo. En uno de los dormitorios habían descubierto días atrás este recipiente, que lejos de guardar azúcar o sal, contenía estricnina. Los tres cafés estaban envenenados y el asesino era el único que podía detener el envenenamiento inminente de sus desgraciados compañeros. Callar significaba la muerte inmediata de ellos; hablar, morir de pena entre los barrotes de la prisión. La policía quería comprobar si sus sospechas estaban encaminadas o no. Todos tenían razones para haber deseado y efectuado el homicidio. Antonio y Francisco podrían haber perpetrado un crimen pasional. No podrían tolerar que la mujer que los cautivó los hubiera olvidado rápidamente. Por su parte, Emilio, que no podía permitir que la víctima se fuera de la lengua y declarara que él había secuestrado a un bebé en el hospital, tomó tal vez represalias.

La argucia resultó realmente solvente. Uno de ellos comenzó a sudar, a sentir como una agitación extrema recorría sus arterias, a tartamudear, a respirar desesperadamente, a no quitar la vista de los cafés de sus compañeros, a no quitar la vista tampoco de los policías, a disimular su reacción sin éxito alguno… Le arrebató la taza a uno de sus amigos. El líquido oscuro se derramó por la mesa. No podía permitir que murieran por su culpa, por haber sido un cobarde, por no haber sabido responsabilizarse de sus actos… El otro agarró la taza y la fue llevando hasta su boca. Tranquilamente, pero sin descanso. La posó en sus labios. Callar o morir. ¿Y si la policía le había preparado una trampa? ¿Cómo iba a permitir el inspector que esos dos pobres inocentes murieran? Quizá fuera un truco. ¿Y si no lo era? Hablar o morir. Morir o confesar. La vida se precipitaba. Callara o no, la vida jamás sería igual. De hecho, una parte de su existencia ya estaba de luto. Emilio mojó los labios en el café. «Emilio, Emilio –le arrebató la taza su compañero-, suelta el café, si no quieres morir. Lleva veneno». 

martes, 25 de marzo de 2014


CAPÍTULO 6. LA VERDAD TAMBIÉN ESCONDE SUS MENTIRAS 11/Mar.11h-22h
Con el estómago lleno la vida se ve de otra manera. Una vez lavados los platos, barrido el suelo de gres grisáceo y adecentada la cocina, el soltero casi cuarentón y el jubilado bajaron las escaleras del sótano. Llegaron hasta la puerta que separaba la sacristía de la casa cural. Buscaron al párroco. Querían disculparse por haber puesto en tela de juicio su amistad novel y recolocar las pinzas que el viento de la suspicacia había desprendido del tendedero. Ninguno de ellos podía ser el culpable del envenenamiento. Eso es lo que sus palabras afirmaban; sus pensamientos, no. Podrían ser el paradigma de la amistad, de la confianza mutua, pero, cuando la supervivencia y una estancia ilimitada en la cárcel planean sobre la cabeza, el corazón deja de cobijar los sentimientos para limitarse a bombear sangre.

Allí estaba Pilar. Confesando sus pecados al párroco o acusándolo de la muerte de Isidoro. Frisaría los sesenta años, pero, a pesar del paso del tiempo, seguía siendo tan coqueta como en su juventud. Jamás abandonaba su bolso negro de polipiel y el carmesí del pintalabios. El saludo de los recién llegados fue más propio de un esquimal encrespado. Frío y cortante. Antonio optó por un “¿qué haces aquí, hijaputa?”; Emilio, por su parte, por un simple “hola”. Tampoco ella escatimó en alimentar el altercado por medio de ademanes insidiosos y malintencionadas palabras.

Para bien o para mal, la discusión se zanjó cuando el inspector regresó. Y eso que hacía hora y media que se había marchado con todas las cuestiones planteadas, pero con las sospechas intactas. «Acompañadme a comisaría. Vamos a realizaros la prueba del polígrafo. Uno de vosotros nos está mintiendo, pero las mentiras van a salir a luz como me llamo Gonzalo Gómez», vociferó el inspector. El intento de Pilar de salir de la parroquia fue en vano. El sacerdote lo impidió sin despegar de su boca la sonrisa, pero culpándola de la muerte de Isidoro. «Enséñame el bolso un momento. ¿Qué es eso rojo que se asoma?», inquirió. Un pañuelo rojo. Ella negó la evidencia. Que no era suyo, que no sabía qué hacía allí, que… Tantas vacilaciones expresó; tantas lactaban las sospechas recién paridas en la mente del policía. Si su memoria no le fallaba y sus ansias por resolver el caso no le traicionaban, ese trozo de tela, ajado y descolorido, lo llevó puesto el árabe que accedió a la parroquia el día del crimen. Cada vez tenía más claro que uno de ellos era el asesino; cada vez menos, cómo podría hacer la criba.

El polígrafo acechó las mentiras y las verdades de cada uno. Los neumógrafos, midiendo la frecuencia respiratoria, dos dedales, detectando si el interrogado sudaba o no, y un brazalete para medir la frecuencia cardíaca y la presión arterial. Uno tras otro fue sometiéndose a las preguntas, mientras el monitor del ordenador trazaba una serie de caminos. Los caminos de las respuestas fisiológicas. Primero, Francisco; luego, Emilio; después, Antonio; y, por último, Pilar. Morderse la lengua, mantener un tono uniforme al contestar, controlar la respiración o pisotear las preguntas de control. Cualquier truco resultaba un buen recurso para esquivar la verdad. Probablemente no pretendieran engañar a ningún policía, pero la presión de subyugar sus verdades a un aparato les repelía tanto que deseaban con todas sus fuerzas vencerlo. «¿Envenenó a la víctima con estricnina?», «¿colaboró en el asesinato?», «¿se disfrazó de árabe?», «¿disparó usted la bala que impactó contra el rosetón de la parroquia?» o «¿no es cierto que deseaba verlo muerto?» conformaron el listado de preguntas en común para todos los sospechosos. No, no, no, no… El diluvio de los noes inundó el cuaderno de anotaciones del inspector. Sólo hubo un vago no provisional. El del sacerdote. La última cuestión parecía una trampa para principiantes. Dudó en si una respuesta negativa afirmaría que quería verlo vivo, o en si una respuesta afirmativa negaría que quería verlo muerto.

Terminó el interrogatorio. En el salón de reuniones la comisaria Rodríguez los congregó. Las uñas de Pilar parecían esclavas de la lima más cruel, la de sus nervios. Solamente el aire de la estancia suponía una carga notable para la cargazón de sus cuerpos.
— Mi compañero, el inspector Gómez, me ha pasado los informes de la prueba –comenzó a hablar la comisaria.
— Ese aparatejo del tres al cuarto no tiene ninguna validación científica. ¡Maldigo a su inventor, a su madre por parirlo y a su patria por no desterrarlo! –interrumpió el cura, despojándose de esa bondad de la que, hasta entonces, había hecho alarde.
— Cállese, señor García. Deje en paz a Keeler y a los Estados Unidos, que ya tenemos bastante con usted y esta ciudad. Si no, le denuncio por desacato.
— Perdóneme, comisaria. No siempre es fácil guardar la compostura –respondió con un arrepentimiento fingido y una hipocresía disimulada.
— Vamos a comenzar por usted –abrió el sobre-. Usted ha dicho la verdad. Disculpe las molestias.
— ¡Os lo dije! Yo jamás mataría a nadie.
— ¿Le repito lo del desacato a la autoridad? No me tiente –prosiguió leyendo los informes-. Pilar, usted tampoco está implicada en el asesinato, según el polígrafo. Emilio, tampoco…
— ¡Oh, hijo de puta! –le gritó ésta a su exmarido-. ¡Yo que te di lo mejor de mi vida!
— ¿Qué me diste lo mejor? –preguntó sorprendido Antonio-. ¡Ah, sí, una cornamenta así de grande –gesticuló con las manos-.
— Él –interrumpió la comisaria Rodríguez- tampoco está implicado en el crimen. Según el polígrafo, ninguno participó en el envenenamiento.


Cuando regresaron en el vehículo policial, el reloj de la iglesia marcaba las ocho menos veinte. Estaba anocheciendo, pero aún no era tarde para que los acontecimientos viraran. Y así lo hicieron. El resultado del polígrafo, el perfil del posible asesino, el número de pruebas y la vida reposada de esos tres amigos. Todas estas cosas viraron como nunca lo habían hecho, como nunca lo volverían a hacer. ¿Qué hacía la Biblia en el suelo con varias páginas roídas y otras arrancadas? ¿Por qué había un gato muerto en la sacristía? Las razones podrían aducirse de la razia apresurada de un ladronzuelo y de un ventanal abierto por que accedió el felino, que murió tras ingerir algo. En concreto, un polvo cristalino blanco, inodoro, esparcido por algunas losas de la sacristía. La verdad también esconde sus mentiras, pero, a pesar del empeño puesto y el miedo que subyugaba al culpable, el escondite dejaría de serlo. Y, muy pronto. Tan pronto que a la mañana siguiente la verdad vencería frente a cualquier ápice de falsedad.

lunes, 24 de marzo de 2014

Shakira siempre ha estado cerca de mí. Amistades que la amen; otras que la odian. Radios empeñadas a poner sus temas sin descanso. En realidad, siempre ha acertado en la elección de los sencillos (Rabiosa es una excepción) y buena parte de sus composiciones ya forman parte de la cultura popular. Pero, a diferencia de sus anteriores lanzamientos discográficos, me he animado a realizar una reseña sobre su disco de título homónimo. Aquí la tenéis. Espero que se os haga breve y que si os apetece, dejéis algún comentario (para bien o para mal). 

/1/ NUNCA ME ACUERDO DE OLVIDARTE 7
Ni sus aires caribeños, ni su estilo reggae, ni la colaboración de la sensual Rihanna consiguen que el primer single del disco brille con luz propia. Si no fuera por la luz casi cegadora de la mercadotecnia y de las radios, que la pinchan, seguiría sin destacar entre la cada vez más gruesa lista de éxitos de la colombiana. Pero, el caso es que con las escuchas me va ganando y, más aún cuando descubres que pocas composiciones vendrán con el ritmo y el ímpetu de ésta. Por cierto, la versión en castellano es mucho más solvente que la inglesa.



/2/ EMPIRE 8
El segundo corte, más reposado y más heroico, supone uno de los puntos álgidos del disco. La cantante saca su lado más salvaje, más guerrero, pero sin caer en lo hortera o en sonar desfasada. Es de esas canciones para escuchar de viaje, de esas que te hacen sentir libres. Podrá ser una de las canciones más recordadas, siempre y cuando la lance como single para otoño de 2014.


/3/ YOU DON'T CARE ABOUT ME 6
¿He puesto la película de Tarzán sin quererlo? ¡No! Es Shakira, que vuelve a sacar ese lado más tribal de Laundry Service. Se nota que se ha inspirado en Somebody That I Used to Know de Gotye y Kimbra. Tal vez ésa sea la principal pega, porque suena a todo, menos a original. No obstante, es una canción muy sustancial en el álbum.

/4/ LA, LA, LA 9
La odiaré este verano cuando me sacie a escucharla contra mi voluntad. De hecho, va a acompañar al Mundial de Brasil 2014. Será la nueva Waka Waka. Con todo, y a pesar de ser una canción petarda, me entretiene y me da ese subidón tan necesario cuando las vacaciones parecen tan lejanas (y las tengo aquí al lado).



/5/ CUT ME DEEP 6,5
Reggae, reggae... ¿canción cañera luego? Como reggae, no sobresale entre las joyas de Bob Marley o Shaka Loveless. Pero cuando arranca a mitad del tema para volverse rockerilla, no tiene desperdicio. Básicamente, porque todo es desperdicio. 

/6/ 23 4
Baladita al canto. Dedicada a Piqué (lo conoció cuando él tenía 23 años). Una canción de sentimiento muy íntimos que debería haberse quedado en la intimidad y muy lejos de este trabajo. Monótona, sosa y con un estilo muy Dido, pero sin la gracia de ésta. Un despropósito.

/7/ THE ONE THING 6
Esta pista, dedicada a su hijo, suena perfecta. Perfecta para una cantautora en su primer disco. Y no es el caso. Algo insulsa, a pesar de mezclar la ternura con un ramalazo guerrero, muy característico en Shakira, y pese a parecerme una de las más acabadas y pulidas. Es de esos temas que en el directo se crece, pero aquí es un "quiero y no puedo".

/8/ MEDICINE 9
Debe ser single ya. Transmite, conmueve, emociona. Sin alardes de ningún tipo, su sonido crudo y la colaboración de Blake Shelton redondean más una pieza que está destinada a convertirse en uno de esos temas insignia de la colombiana. Fresca, novedosa y retomando la genialidad de Dónde están los ladrones.

/9/ LOCA POR TI 9
Boig per tu, el mayor éxito del grupo de rock catalán Sau, gozará de mayor popularidad (en Cataluña es muy conocida). Publicada hace más de 20, sigue siendo actual e, incluso, se adapta muy bien al estilo de la colombiana. El ukelele, la letra sencilla, pero emotiva, la fuerza, la invitación a luchar contra los problemas... Otro momento álgido del disco. Su versión en catalán tampoco se queda atrás.


/10/ SPOTLIGHT 8,5
A muchos le recuerda Spotlight a Avril Lavigne. Personalmente la emparentaría a temas como Las de la intuición. Podría suponer un pelotazo en las radios. Con potencia, con garra, salvaje. Esto es, cuenta con todas las características para convertirse en uno de los cortes más aclamados del álbum.

/11/ BROKEN RECORD 5
El álbum, sin contar las distintas versiones (Boig per tu, La la la y Can't Remember to Forget You), acaba con la canción que más indiferente me deja. Se trata de una reposada balada sin identidad. De hecho, no se me ocurren más adjetivos para ella.

/NOTA FINAL ÁLBUM/ SHAKIRA. 7,1
Después de Sale el sol y Loba, se agradece que Shakira vuelva a encauzar su carrera musical y mejore en dicción. ¡Por fin comprendo lo que canta! No es un gran paso para la humanidad, pero sí un disco solvente, ameno y fresco. Y, ecléctico. 


/BONUS TRACK/ CHASING SHADOWS 7
Antes de poner fin a mi crítica u opinión, tendría que hablar sobre el bonus track. Esta canción extra no será de lo mejor de Shakira, pero sin duda supera con creces a algunos cortes del álbum. Aquí Shakira retoma el espíritu guerrero y el lado tribal de su música. Me gusta sin más.

miércoles, 19 de marzo de 2014


CAPÍTULO 5. EL INSTINTO DE SUPERVIVENCIA        11 marzo 9:00-11:00
El estado de vigilia permanente, las horas de descanso pérdidas, la eternidad de las declaraciones, las miradas recelosas de la policía… Todo ello había causado que sobre la mesa hubiera una caja con más porciones de pizza ausentes que presentes. Quedaban dos trozos. Ahora tan fríos y desaboridos, tan poco apetecibles, pero seguían resultando una opción rápida para entretener el estómago caprichoso con algo de comida. Si el lunes fue turbulento, el martes no tuvo nada que envidiarle. El inspector Gómez llegó a la vivienda del sacerdote algo antes de las nueve de la mañana. Emilio y Francisco devoraron su porción de pizza con el ímpetu de un caníbal con diez días en ayuno. Por su parte, Antonio decidió prepararse un café bien cargado. Los ojos suspicaces del inspector escanearon cada uno de los movimientos de aquellos hombres. Y sus nervios también.

Tan nervioso se encontraba el jubilado de sesenta y siete años que, queriendo verter en su café el azúcar de su cucharilla, esparció algunos granos cristalinos por el suelo. Por culpa de los temblores sísmicos de su mano. «Pareces un tartamudo de manos. Torpe, que eres un torpe», reprendió con cierta clemencia. El retirado no se mantuvo impasible y le dijo: «¿Quieres que te diga lo que me pareces tú? Por cierto, ¿dónde está mi suéter blanco de lana?». Emilio tampoco. Fue por ella al cesto de ropa sucia, y no dudó en entrometerse en esa guerra doméstica al terciar así, mientras en medio de la cocina la enarbolaba: «Cerdo, aquí la tienes, la íbamos a lavar». «¿Te digo yo a ti algo cuando te pones ese pañuelo en el cuello –le espetó el anciano-; pareces Doña Rogelia en sus años mozos?». Finalmente, Emilio zanjó esta conversación absurda con un cortante «no sé de qué me hablas, ni siquiera me gusta el color rojo».

— Se acabó, señores –interrumpió el inspector-. He venido aquí para continuar con el interrogatorio, no para escuchar vuestras discusiones. Interrogaré al señor Martínez; vosotros, Francisco y Emilio, abandonen la cocina.
Una vez salieron los aludidos, el policía comenzó a preguntar al jubilado indolente, en apariencia.
— ¿De qué conocía a Isidoro?
— Lo conozco desde… ¿1992? No recuerdo exactamente. Siendo sincero, no era santo de mi devoción… Demasiado ambicioso… Y según tengo entendido, es el nuevo novio de mi ex.
— De hombre a hombre –dijo el inspector sacando su lado más cercano-, ¿y no le fastidia que después de tantos años su exmujer esté con otro?
— No, es que ella siempre fue muy puta.
— Repito, ¿y no le molesta? No se le revuelve el estómago por eso.
— ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? No, no, no… Me da exactamente igual. ¿Qué insinúa, señor inspector? –dijo mientras veía cómo un gorrión acababa de entrar por la ventana.
— ¿No le parece demasiada casualidad que se sentara justamente a su lado?
— Si hubiera querido envenenarlo, ¿qué iría a conseguir sentándome a su lado, sino levantar sospechas? ¿No habría otra manera más disimulada de hacerlo? Inspector, me senté a su derecha, porque cuando llegué estaban todos los sitios ocupados. Además, vi a Emilio cerca y decidí sentarme delante de él.
— ¿Cómo sabe que murió así?
— Lo leí en un periódico.
— ¿Cómo es que las cámaras del banco no filmaron su llegada? –indagó el agente.
— La sacristía está conectada con un salón donde se guarda el material para las procesiones y donde se celebra la catequesis. Pues desde ese salón se puede acceder al inmueble, exactamente al sótano de esta casa. Me entiende, ¿verdad?
— ¿Cómo explica que el cadáver apareciese en el cuarto del sacerdote?
— Le recuerdo, inspector, que eso le corresponde descubrirlo a usted –expresó de una manera desafiante-. Supongo que alguien se quedó dentro cuando todos salimos a la plaza, tras escuchar los petardos en medio de la homilía. Luego, aprovechó para que Francisco fuera incriminado. ¿Quién? El árabe, tal vez.
— En la grabación, se ven a 87 personas entrando, pero 86 sólo salieron tras el disparo y los petardos. En ese caso, dos personas no habrían salido. ¿Sabe si Emilio también salió?
 — Sinceramente no lo vi. Estaba tan nervioso, que no podía ver a nadie. En esos momentos uno sólo piensa en sí mismo. El instinto de supervivencia.
Las preguntas prosiguieron; las respuestas también. Las primeras, con el recelo intacto; las segundas, con la tranquilidad amansada. El gorrión, que había planeado varios minutos a la altura del plafón del techo, estaba tumbado en el suelo, sin fuerzas para volar y con movimientos espasmódicos. El inspector observó al pájaro. Tomó una muestra de los granos cristalinos, supuestamente de azúcar, que había desparramado Antonio. Según su instinto y su dilata experiencia, el ave habría picoteado algún gránulo. Movido, luego, no por su intuición, sino por el desconcierto, acabó en el dormitorio de Emilio. Abrió su armario y descubrió unos calcetines rojos, un par de calzoncillos rojos, un pantalón rojo, cuatro camisetas rojas, una bufanda roja… Para no gustarle, Emilio tenía demasiadas prendas de ese color. Mentía.

Cuando el agente se marchó, las sospechas en ellos hicieron acto de presencia, tan ruidosamente como lo harían veinte helicópteros sobrevolando sus cabezas, sus miedos, sus preocupaciones, sus dudas, o, simplemente, sus vidas. Por una razón difícil de desentrañar, comenzaron a plantearse la posibilidad de que uno de ellos era el asesino.
— Amigos, no es por pensar mal –dijo Emilio-, pero presiento que uno de nosotros es el asesino.
— Yo también lo estoy pensado –confesó Francisco-. Sólo nosotros tenemos acceso a esta casa, sólo nosotros tenemos las llaves, nadie como nosotros conoce cada rincón de esta casa y de la iglesia… Sólo uno de nosotros, pues, pudo envenenarlo.
— ¡¿Cómo?! –terció Francisco exhausto-. ¿En serio pensáis que entre nosotros está el culpable? Hemos luchado siempre por salir delante de la crisis, de la soledad, y ahora que tenemos que estar unidos, ¿pensáis eso? Me voy a la parroquia, porque me están entrando ganas de echaros de mi casa. No me esperéis para comer –salió por la puerta-.


Ahora más que nunca el instinto de supervivencia estaba activo, y sospechar se había convertido en el recurso básico para luchar contra años y años de prisión, de soledad entre barrotes y de la ingente inmundicia de quienes habitan entre las paredes de la crueldad.

lunes, 17 de marzo de 2014


CAPÍTULO 4. LAS CALLES QUE TIENEN OÍDOS            10 Marzo 16:00-21:00
Antonio, desde su jubilación, tenía claro que había cosas sagradas. La siesta y el güisqui después de la comida figuraban dentro de esta lista. No obstante, las excepcionales circunstancias la convirtieron en papel mojado. ¿Quién le iba a decir a él que a las cuatro y pico de la tarde se encontraría en la comisaría? ¿Cómo iba a imaginar que a sus dos amigos del alma les estarían tomando declaración? Ver para creer. La raíz de esto germina en el empeño del ser humano por abocetar el perfil de los demás. Pero, eso es sólo un dibujo, una representación de la realidad, a veces más idealizada y estereotipada que otras. Pero, al fin y cabo, una farsa que hace tanto daño al dibujante como al dibujado. Tras la sorpresa inicial, el jubilado había decidido apoyarlos siempre. Sin excepciones. Porque, en realidad, eso es lo que significa la palabra amigo.

Se entretuvo leyendo el periódico. Pasar páginas por inercia resultó fútil: en vez de matar el tiempo, le sirvió para autodestruirse. Quería dejar de pensar; no lo consiguió. Entre los titulares aparecían varios, pero sólo uno le asestó un golpe mortal. «Un hombre envenado el pasado domingo en Galínez del Azahar», leyó. Tampoco le dejó indiferente las líneas restantes de la noticia. Según la prensa, el disparo, que había irrumpido en el rosetón de la fachada de la iglesia, había sido disparado por una mujer. Los restos de pintalabios color bermellón en la bala así lo evidenciaba.

Mientras tanto, en dos despachos contiguos, la indiferencia de Francisco y Emilio, cada uno en un habitáculo distinto, los había dejado en la cuneta. Abandonados a su suerte, intentaron sortear las preguntas incómodas, las ganas de mentir y la incomodidad de ser tratado como criminales. Se trataba de dos habitaciones pequeñas, aisladas, carentes de cualquier ornamento, sin distracciones posibles. El mobiliario se reducía a tres sillas incómodas y un espejo, frente al sospechoso. Emilio se atragantó con la intransigencia del inspector.
— Don Emilio Molina, ¿qué relación tenía con la víctima? –interpeló el policía Gómez.
— Nula. De oídas. ¡No me lo puedo creer! ¿Me están acusando de asesinato? –levantó la voz.
— Limítese a responder mis preguntas. Nada más. Veamos… Por tanto, niega haber tenido un contacto directo con Isidoro pocos días antes de su muerte.
— Sí, sí, lo niego. Lo niego rotundamente –desafiándolo con la mirada-.
— Repito. ¿Ha tenido contacto directo con él? ¿Nunca habló con la víctima?
— Inspector, ¿en qué idioma se lo repito? ¿En francés? Je ne lui ai jamais parlé. Jamais –dijo con un tono burlón-.
— Miente, miente como un bellaco –gritó el policía, que no dudó en lanzar su cuaderno de notas al suelo-.
— ¿Qué me miento? ¿Por qué iba a mentir?
— No finja. La noche del ocho de marzo, a las 22h., conversó con él durante 25 minutos en la plaza de la iglesia.
— Un aplauso, inspector –aplaudió Emilio con socarronería-. ¿Es una de esas acusaciones falsas para ver que me sonsaca? ¿Se cree que soy estúpido?
— Tengo serias dudas. Deje de ridiculizarse. Varios ciudadanos se han puesto en contacto con la comisaría para hacernos saber que usted lo amenazó de muerte allí.
— ¿Cómo? –preguntó por inercia para reflexionar sobre cómo responder-. Eso es una falacia.
— Hay grabaciones, ¿quiere visionarlas? –hizo amago de levantarse por algo.
— Bueno, sí –dijo resignado, mientras se rascaba el cogote-. Como lo sabe todo, pues prefiero irme de aquí con la cabeza alta. Quedé con ese hijo de la gran puta en la plaza, que en el infierno esté. Llevaba meses amenazándome. Quería denunciarme por haber secuestrado a un recién nacido el 22 de diciembre. Fue un ataque de locura. Parece que me moriré sin ser padre y en abril cumplo cuarenta. Sin pareja y sin nada. ¿No comprende cómo me sentía?
— ¿Acaso necesita que le responda? –le espetó el inspector con mordacidad-. Sigamos. ¿Y lo envenenó al día siguiente?
— ¡¿Cómo voy a ser tan idiota de hacer algo así?! ¿Acaso soy tan tonto para amenazar a alguien en medio de la calle y luego matarlo? Era una manera de hablar. ¡Si en la iglesia me senté detrás de él!
— Se sorprendería de lo que he visto en mis treinta años de servicio. Por cierto, señor Molina, gracias por su declaración. Muy pronto recibirá una denuncia por el secuestro del niño.
— Pero, antes dígame quién se ha chivado.
— Las calles que tienen oídos.


El inspector Gómez apagó la grabadora, realizó varias anotaciones sobre su libreta y se marchó. Dejó a solas durante media hora más a Emilio, quien, pese a todo, seguía siendo el principal sospechoso. Con todo, no se podía subestimar el poder del sacerdote. Al fin y a la postre, la víctima había estado en contacto con él al menos durante las últimas veinticuatro horas y, para más inri, su cuerpo yacía en la casa cural. Las preguntas del agente, con señas de una cólera enquistada en sus huesos desde hace mucho, se dispararon con la misma velocidad de una mascletá. A preguntas explosivas, respuestas pacíficas. «No sé nada, no sé nada. Se lo juro por el Santísimo» y «Yo sólo me limito a preservar la fe de los cristianos» se convirtieron en la salsa insulsa que acompañaba las preguntas suculentas de un insidioso funcionario. Cada silencio lo trufaba mediante besos a su escapulario y a su crucifijo y los primeros versos de las oraciones cristianas. La actitud cortante del policía impedía que se demorara en tales menesteres. Sin embargo, hubo un tema no tan fácil de soslayar.

— Don Francisco, ¿a quién conocía mejor a Isidoro, la víctima, o a Pilar, su pareja?
— Nuestra relación era estrictamente religiosa. Isidoro siempre participaba en la misa, leyendo pasajes bíblicos. Y, luego, Pilar vive la fe con una confianza ciega... Ella practica a menudo el acto de contrición y era una participante ejemplar en el sacramento de la eucaristía –dio por terminada su réplica, pero tras la nula intención de su interlocutor, se vio obligado a completar su respuesta-. Bueno, a veces quedaba con Pilar, éramos… éramos… -vaciló-. Éramos grandes amigos.
— ¿Tan grandes como para ambicionarla carnalmente? Ella me ha confesado que hace un mes que tuvieron una cita romántica.
— ¿Qué insinúa? Eso es mentira. ¿Acaso no recuerda mi oficio? Soy sacerdote –apuntó a su sotana con el dedo sin perder jamás la compostura.
— Estamos curados de espanto. No mienta. Debe saber que, si colabora y es honesto, la ley será más indulgente con usted. ¿Quiere que le diga cómo interpreto yo este crimen? Creo que no soportó que Pilar le cambiara por otro de la noche a la mañana, que se olvidara de ti tan pronto y por eso, para vengarte de ella, has matado a su nueva pareja.

— Me gusta que piense así. Es usted muy competente en su trabajo. ¿De verdad eres español? Tienes pinta, pero la apariencia a la ciencia no le alcanza ni a la suela. O, eso es lo que dicen en mi pueblo –dijo sin perder en todo momento su sonrisa compelida por el miedo a pasar años entre rejas-. Entonces, agente, si usted sospecha de mí por haber sido el pretendiente de Pilar, ¿por qué no desconfía de Antonio? Fue su esposo hasta hace un año. El divorcio resultó traumático y, como usted sabrá, el odio siempre sale por algún lado. 

jueves, 13 de marzo de 2014

CAPÍTULO 3. EL ÁRABE DESAPARECIDO                      10Marzo 9:00-16:00
Cuando más se necesita dormir, más difícil es conciliar el sueño. Y más aún cuando descubres a un cadáver en tu propio hogar. Hacía casi un día que la tranquilidad del pueblo se había hecho añicos. La de Emilio, Francisco y Antonio, también. En la casa cural, las primeras horas del diez de marzo vinieron guarnecidas de numerosas incursiones a la cocina en busca de los objetos más inservibles y de infinitas travesías por sus pasillos y estancias. Paradójicamente, cuando Morfeo adormeció sus espíritus activos y despiertos, el bullicio del pueblo, que vociferaba en la plaza, se convirtió en el despertador más cruel de sus vidas. Encendieron la tele. Las desgracias nutrían los espacios informativos, así que optaron por pulsar el botón de apagado. Tan exhaustos se hallaban que sortearon todas las discusiones posibles. Discusiones que en otro momento y en otro lugar, habrían sido ineludibles. Antonio llevaba ya tres días con el mismo suéter blanco de lana y toreaba a sus dos amigos de manera magistral con el fin de no ocuparse de las tareas domésticas. Por su parte, Emilio no daba tregua a su móvil inteligente, parecía que se había olvidado de quienes mitigaban su soledad. Para más inri, Francisco había preparado, para él sólo, el desayuno. En resumen, los motivos más nimios que inflamaban cada día su amistad habían resultado esta vez ignífugos.  

El timbre, otro despertador eficaz. La policía llamó a casa. Emilio y Antonio se escondieron en sus habitaciones: si llegaba a los oídos del prelado de la diócesis de que éstos vivían con el sacerdote, el pobre Francisco se vería constreñido a despedirse del sacerdocio y vivir de la caridad de las gentes.
— Buenos días, comisaria Rodríguez. ¿Le puedo ayudar en algo?
— Sí, padre. El banco, como sabrás, cuenta con cámaras de vigilancia. Y resulta que ha filmado algo interesante.
— ¿Interesante? Siga, siga.
— En la grabación, hemos encontrado que 86 personas evacuaron la iglesia, tras el disparo.
— ¿Y? ¿A dónde quiere llegar? No le sigo –interrumpió perplejo.
— Pues resulta que hemos visionado la grabación no una, sino veinte veces, y al edificio accedieron 87 individuos.
— ¿Quiere decir que una persona se quedó dentro?
— Sí. Para ser más exactos un hombre de complexión media, con un turbante rojo en la cabeza y una túnica beige. Entró a las once y siete minutos.
— A esa hora yo estaba en la sacristía. No pude ver nada. Ni en ese momento, ni en la celebración. El sacristán tampoco me ha comentado nada.
— No puede ser… -masculló la comisaria.
— Espere un momento –dijo Francisco acariciándose la barbilla con los dedos-. Estoy pensando en que es posible que ese del turbante sea Abpul, Acluz, Azul, Azlotú… Bueno el moro ese que trabaja para Isidoro.
— Abdul Musharen, querrás decir –le corrigió no sin antes revisar unas anotaciones de su libreta-. Entiendo. Según usted, Abdul se adentró en la iglesia disfrazado de incógnito para despistar y, luego, en la parroquia, se quitó el turbante y la vestimenta magrebí para pasar desapercibido.

Rastrear las huellas del tunecino se erigió como el objeto primordial. En paradero desconocido, sin papeles que acreditaran su legalidad, y acostumbrado a mimetizarse con una solvencia camaleónica. Tales condiciones suponían los principales lastres para la resolución de los interrogantes, que afloraban con la misma celeridad con que las bacterias lo hacen en un yogur caducado. Durante la mañana, la policía dio varios pasos en falso. Reconstruyendo móviles, procedimientos y estrategias; consultando expedientes y argumentos; contestado llamadas telefónicas. Y fue, especialmente, una de ellas, más vespertina que matutina, la culpable de que en el aeropuerto se desarrollara una escena muy hollywoodense.  Un magrebí identificado había sido sorprendido in fraganti intentando acceder al transbordador, burlando el control de seguridad. Con las descripciones, los testimonios de otros pasajeros y el retrato robot se presentía que ese individuo sólo podía tener un nombre: Abdul Musharen.

Los controles de pasaportes, el tablero desesperante de llegadas y salidas, los seguratas desesperados por terminar la jornada laboral y los pasajeros, mirando frecuentemente el reloj con ansía y a los demás con desdén, todos ellos acudieron a la captura del fugitivo. Algunos se alarmaron. Podía ir armado, podía ser un esquizofrénico sin medicarse o, simplemente, un hombre desesperado por batallar contra la pobreza armígera. Las armas de los agentes ayudaron a que éste no llegara al aeródromo de Oujda. Con todo, el resultado fue insustancial. Las declaraciones balbucientes del sospechoso diluyeron por completo su relación en el crimen. «Mi jefe es una cabrona, un hijo de perro… Yo no le maté, pero me alegra... Que se pudra... No tenía papelos, yo estaba ilegal en España, tuve miedo, quise huir… Soy inocento –sentenció Abdul con una elocuencia discutible y una evidencia translúcida de sus dificultades con la morfología del español».

De esta manera, la incógnita del árabe desaparecido seguía en el aire y con más fuerza ahora, desde que también se descartó que la exmujer y el socio de Isidoro hubieran intervenido en el homicidio. Por un lado, ésta contaba con una coartada perfecta: estaba de viaje, descubriendo el mundo y los mundos que con su marido egoísta nunca pudo conocer. Rodrigo López, el socio, tampoco. De acuerdo a sus confesiones, no tenía un móvil demasiado firme como para cometer tan sanguinaria empresa. Él odiaba con toda su alma al tirano de Isidoro, pero ¿qué conseguiría matándolo? Las acciones de éste las heredaría un amigo del difunto. Un amigo que el señor López aborrecía más o tanto que a su compañero de negocios. El lenguaje gestual, la entonación y la tranquilidad del interrogado apoyaban su inocencia con la misma intensidad de un axioma.

Cuatro campanadas. Las cuatro de la tarde de aquel lunes 10 de marzo. La majestuosidad, la paz y la armonía que se desprenden del repiqueto de las campanas en la casa cural no hicieron acto de presencia. Allí el ambiente resultaba tan pesado como el osmio, tan cortante como el diamante y tan nocivo como el arsénico. El inspector Gómez se encontraba en el zaguán para espetarle: «Padre, vengo a su casa para llevarme al sospecho número 1. Hay que tomarle declaración.» 

miércoles, 12 de marzo de 2014

CAPÍTULO 2. EL CADÁVER DEL OLVIDADO                         9Marzo 13:00-16:00
Emilio abrió la puerta de la casa cural. «¿Hay alguien?», preguntó. Nadie respondió. Miró en el aseo. Nadie. En la cocina. Tampoco nadie. Entró, entonces, a la habitación de don Francisco. A oscuras. Sólo conoces bien una casa, cuando consigues andar por ella a oscuras y adivinar dónde se hallan los interruptores de la luz. La rutina también tiene sus ventajas. Pero, esta vez la costumbre de poco servía. Dio dos pasos. El tercero vino con sorpresa. ¿Un escalón? ¿Qué raro si nunca lo hubo? De ninguna manera. Volvió a pisar. Era algo blandito, como una alfombra enrollada. No podía ser. Comenzó a explorar el bulto con las manos. Una rodilla, un codo, un abdomen abultado, una nariz… ¡Un muerto! No cabía duda alguna. Comprobó varias veces si los sentidos no lo estaban traicionando. Pero, obtuvo la misma respuesta. Corrió hasta la consola de la entrada. Allí estaba el teléfono. Llamó a la policía marcando los nueve dígitos con extrema velocidad.

A las dos menos veinte, los timbrazos bombardearon hasta aniquilar el silencio de la vivienda. Emilio abrió la puerta. Un par de agentes le saludaron y atravesaron el umbral sin pedir permiso, saltándose los principios de la cortesía y el límite de la educación.
— Comisaria Rodríguez e inspector Gómez –señalando a su compañero y enseñando su placa-. ¿Qué hace aquí en la vivienda del sacerdote?
— Somos amigos. Él me había pedido que le hiciera la comida… He venido y me he encontrado el fiambre ahí…
— Un poco de respeto –le reprochó la comisaria-. ¿Dónde está el cadáver?
Tres minutos más tarde, ese hogar se abarrotó de personas uniformadas: un forense, dos médicos, dos conductores de ambulancia, cinco policías… Pronto llegaron el casi septuagenario Antonio y el sacerdote. Las preguntas se dispararon rápida e inmediatamente, como la bala que atravesó el rosetón de la parroquia. Todas las cuestiones tenían un único destinatario: don Francisco.
— Padre, ¿cómo explica que el cadáver esté en vuestra casa?
— Francamente, no lo sé, inspector. Yo estaba en la iglesia, cuando de golpe alguien desde fuera ha disparado, me han roto un cristal de la fachada…
— ¿De dónde viene?
— De acompañar al hospital a Pilar, la pareja del cadáver. Ha sufrido un ataque de ansiedad y hemos tenido, él –señalando a Antonio- y yo, que ayudarla.
— Una cosa más –dijo el inspector convencido de la veracidad de sus palabras-. ¿Vive solo?
— Últimamente sí. Más que vivir, respiro y doy misas.
— Déjese de bobadas, padre. ¿Vive con alguien o no? –interrumpió ésta con tono severo.
— No, vivo solo.

A las tres y media de la tarde los acontecimientos se habían recrudecido: el cadáver de rostro macilento ya estaba embutido en el sudario y de camino al laboratorio forense. Bisturíes, luminol y una necropsia sazonarían las últimas horas sobre la tierra, ya inerte. Antes de que sus carnes flácidas se consumieran por la ferocidad del tiempo. No menos cruda fue la situación para los tres amigos, pero también para la policía. Especialmente, desde que Emilio contribuyó a perfilar los primeros sospechosos.
«A Isidoro –comenzó a hablar con indiferencia- lo conocía todo el mundo. Hace veinte años llegó al pueblo y montó una fábrica de papel higiénico con su socio. Y al capullo, con cariño, claro está, le fue de puta madre. Se forró, vamos. Algunos cuchicheaban que era tan rico que cambió la celulosa de los rollos por billetes de quinientos.»
«Déjese de historias, al grano –le espetó la comisaria con gesto de repugnancia-, si quisiera películas, me pondría Cine de Barrio. ¿Sospecha de alguien?»
«Pilar, su pareja, no creo –continuó, algo avergonzado-. Yo la conozco, siempre está de rodillas, confesándose, es muy religiosa, muy buena. Luego, su exmujer, tampoco… Sí, sí, es muy celosa y conflictiva, una vez le tiró de los pelos a una anciana en el mercado; además dicen que está sin un duro, y que cuando se divorció, le juró que no habría otra mujer en su vida. Por encima de su cadáver. Y ya sabe lo del perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Luego, en la empresa tiene a un trabajador, Abdul y a su socio Rodrigo. Según las malas lenguas, Isidoro repartía los beneficios a su manera, y al negro de Abdul, le daban alguna perrilla, pero, vamos, que lo tenían explotado al pobre. Resumiendo, que era un capullo, un hijo de la gran…grande de su madre –rectificó a tiempo antes de llenarse la boca de injurias e improperios-.»

Por su parte, el inspector y la comisaria comenzaron a buscar el mejor elixir para resolver las incógnitas de aquella muerte. Incógnitas, que, como un reguero de pólvora, recorrieron no sólo las arterias de los implicados, sino también las venas del pueblo, sediento de varios tragos de noticias morbosas. El primer paso era contactar con esas tres personas: la ex esposa, el socio y el asalariado de Isidoro. La señora Rodríguez cogió su teléfono; llamó a la comisaría y esperó impaciente una llamada. Doce minutos después, casi a las cuatro de la tarde, dos sospechosos habían sido citados para declarar; en cambio, uno de ellos se encontraba en paradero desconocido. Es más, no se conocía su edad, ni sus apellidos, ni su dirección, ni su procedencia. Se trataba de Abdul. Con su silencio el misterio había comenzado a ser ruidoso, atronador, a ser un dolor de cabeza, una cefalea, intensa para todos, eterna para algunos. Y, a vista de pájaro, el medicamento parecía inalcanzable.

CAPÍTULO 1. EL PISTOLETAZO DE SALIDA